Un cuento de Rodrigo Ledesma
Iluminados por el resplandor de aquella tarde, Juan y Mario decidieron irse juntos. Su propósito para ese día era uno solo: dirigirse al río. Aunque el acceso a dicho lugar había sido prohibido desde hace muchos años, eso no los desanimó.
El único obstáculo que les impedía la entrada al río era una gruesa alambrada de púas que se extendía por cientos de metros. Antes de brincarla, se cercioraron de que no hubiera ningún curioso rondando por los alrededores o algún policía que pudiera reprenderlos. Ya estando al otro lado, caminaron sin prisa y esquivaron ágilmente toda clase de inmundicias. Mientras tanto, no tan lejos, siguiendo sus pasos, el río emitía una especie de murmullo, el cual alcanzaba sus oídos, produciéndoles la inquietante sensación de no estar solos.
Los dos amigos llevaban consigo una botella de ron que bebieron apurados, pese al ardor que provocaba en sus gargantas. Una vez ebrios, anhelaron encontrar algún tesoro cuya venta les brindara la posibilidad de abandonar la escuela y embarcarse en un viaje sin retorno. Se rieron como un par de locos, pues tras la búsqueda de ese tesoro, solo hallaron excrementos resecos y cadáveres de ratas. Se distrajeron después matando insectos y fumando cigarrillos. Así estuvieron un buen rato, hasta que el cansancio los obligó a sentarse sobre un par de piedras enormes, a las que el río había pulido durante miles de años, hasta dejarlas brillantes, como si fueran nuevas.
—¡Mira! —exclamó de pronto Juan—. Por la ruma de fierros.
—¿Qué has visto? —le preguntó Mario, a la vez que espantaba a las moscas que le zumbaban en la cara.
Juan miraba en la dirección opuesta al curso del río.
—¡Por allá! —insistió—. Mira antes de que se dé cuenta.
—¡Sí, sí, ya lo veo! —dijo Mario estirando el cuello.
—Tenemos suerte.
—Ese cree que puede abrir la boca sin que nada le pase —dijo Mario—. Pero le vamos a enseñar.
Como todos los días, Antonio buscaba objetos valiosos entre los desperdicios que arrojaba el río. Todavía llevaba puesto el uniforme del colegio y cargaba sobre la espalda la mochila llena de libros y cuadernos. Horas antes había estado en el salón de clases, sentado a dos pupitres de distancia de Juan y Mario. Al terminar el segundo recreo, poco antes de la hora de salida, el director le había dicho: «Eres valiente, Toñito. Nunca nadie se atrevió a acusar a ese par de malandrines. No te preocupes, tomaré las medidas del caso y mantendré tu denuncia en secreto».Mientras llenaba un costalillo con lo que podría serle útil, Antonio ignoraba que el odio de Juan y Mario hacia él crecía de manera incontenible.
—Camina despacio… —susurró Mario—. Si llega a oírnos va a escaparse.
Agachándose y evitando hacer cualquier ruido, se situaron justo detrás de su presa, a escasos metros de distancia. Cualquier observador que hubiera estado allí presente, los habría tomado por dos sombras deslizándose entre los matorrales. Antonio giró de forma intempestiva, avisado por alguna forma de intuición, y al percatarse de ambas presencias, quedó espantado. Con la expresión del rostro endurecida, Juan lo fulminaba con la mirada. Mario, más alto e imponente que su compañero, se tronaba los dedos y resoplaba como una bestia embravecida.
—¿Ahora qué quieren? —preguntó Antonio con la voz entrecortada.
—Queremos darte una lección —dijo Mario—. ¿Creíste que no nos íbamos a enterar de que tú fuiste el soplón?
—Te vamos a romper la cara hasta cansarnos —amenazó Juan—. Así todos sabrán lo que les pasa a los soplones.
Sin lograr comprender, Antonio dejó caer el costalillo.
—No traigo dinero —dijo mostrando sus manos vacías y los bolsillos vueltos al revés—. Pero puedo conseguirlo —agregó—. Les voy a dar todo lo que tengo, se los juro.
—No queremos tu dinero —dijo Juan—. Sabemos que eres un muerto de hambre.
Hasta ese momento, Juan solo había estado planeando su siguiente movimiento. La ira le ardía y sentía que debía liberarla cuanto antes o su estómago se haría trizas. Sin vacilar, hizo una señal a Mario y ambos se aproximaron a Antonio apretando los puños. Antonio les había ofrecido dinero con la esperanza de ganar algo de tiempo y demorar la llegada de su calvario. Al no obtener el resultado deseado, comenzó a sentir un leve mareo, producto del miedo ante la inminencia de que los golpes y los moretones se repitieran en su cuerpo, los cuales tardaban semanas en desaparecer. Ya antes lo habían golpeado, y no quería volver a experimentar la sensación de ser vencido, castigado y humillado.
Mirando a su alrededor, buscó con desesperación una ruta de escape que lo liberara del dolor indescriptible que amenazaba su carne y su espíritu. Finalmente, identificó una salida entre dos montañas de basura. Sin dudarlo, se lanzó a correr con todas sus fuerzas. Juan y Mario lo persiguieron a toda velocidad. El río, que atravesaba la ciudad como una cicatriz horrenda, los contemplaba siendo el único testigo de aquella persecución.
—¡No dejes que llegue cerca del puente! —gritó Juan—. Si agarra por la derecha, se nos va a escapar.
Juan se rezagó. Mario, en cambio, continuaba exigiendo a sus extremidades un último esfuerzo antes de que Antonio lograra alcanzar la ruta salvadora que le ofrecía el vado del río. Casi sin aliento, Antonio buscaba ampliar la corta ventaja que había conseguido establecer entre él y sus agresores. Sin embargo, sus piernas ya no respondían como al principio. El aire le faltaba y el pánico parecía entumecer su cuerpo.
Antonio sintió la mano de Mario agarrar su hombro. Estaba exhausto. Su corazón latía desbocado. Su semblante, antes adusto, se demacraba con cada segundo que pasaba. Un ligero temblor en la boca le impedía hablar y defenderse con las palabras. Había sido atrapado, y lo peor estaba por sucederle.
Mario sujetó el cuello de la camisa de Antonio y lo arrojó con violencia al suelo. Antonio suplicaba a gritos que no le hicieran daño, que se apiadaran de él. Les juró que nunca más los acusaría ni se entrometería en sus asuntos. Pero fue en vano. Sus súplicas se perdieron en la vasta soledad del río, entre sus aguas turbias que lamían con paciencia milenaria las piedras y los musgos maltrechos.
Poseído por la rabia, Mario gruñía como un animal. No satisfecho con haber derribado a Antonio, le arrebató la mochila y lo golpeó con meticulosidad, procurando infligir el máximo daño posible. Acto seguido, lo sujetó del cabello y presionó su garganta, aplicando el peso de sus rodillas. «Así se va a callar», pensó. Mientras tanto sentía cómo los músculos de sus piernas se hinchaban debido a la ira. De esta manera, se aseguraba de que Antonio no pudiera escaparse de nuevo y le viera otra vez la cara de estúpido, tal y como hizo cuando lo acusó con el director.
—Casi se nos escapa —dijo Juan apenas llegó, en tanto trataba de recuperar el aliento.
Antonio comenzó a ahogarse. De su boca se escaparon diminutas gotas de saliva que se deslizaron por sus mejillas. A un lado de su cabeza, un hilo de sangre dibujaba una «s».
—Aplástalo hasta que se ponga morado —añadió Juan.
Antonio no cesaba de forcejear. Intentaba en vano contrarrestar la presión que Mario ejercía sobre su cuello, el cual sentía a punto de romperse. No tan lejos de los tres, el río, pestilente y antiguo, murmuraba en un lenguaje incomprensible.
—No seas terco —le dijo Mario tras escupirle la cara—. ¿No te das cuenta, carajo? ¡Ya perdiste!
Abatido en su orgullo y con el cuerpo debilitado, Antonio ya no pudo contenerse. Su llanto brotó profuso e inconsolable, similar a aquellos llantos que parecen anunciar la llegada de una tragedia. Mario contrajo el rostro y contuvo la respiración, como si acabara de presenciar algo repugnante. Fue entonces cuando se percató de que las piernas y los brazos de Antonio ya no luchaban como al principio. De alguna manera parecían llorar, estar rendidos e implorar clemencia.
—Creo que será mejor con el palo —dijo Juan—. Ni se te ocurra soltarlo.
—¿Estás seguro? —preguntó Mario.
Antonio no tuvo oportunidad de ver a Juan al momento de golpearlo una, dos, tres veces. Los impactos del palo contra su cráneo produjeron un crujido. La sangre empezó a brotar como de una fuente abierta. Aunque lo hubieran deseado, no había manera de contenerla.
—Creo que le diste demasiado fuerte —dijo Mario poniéndose de pie, algo asustado.
—Le di lo que se merecía —dijo Juan—. A mí nadie se me escapa. Que se joda. Ahorita se levanta, vas a ver. De seguro está exagerando.
—No se mueve —dijo Mario.
—¿De verdad crees que le di muy fuerte?
Tuvieron entonces la impresión hiriente de haber salido del tiempo, de encontrarse fuera de los límites de lo humano. Juan y Mario se hallaban perplejos y no sabían qué hacer. La realidad, compleja y misteriosa, desplegaba sus alas invisibles ante ellos y hendía los colmillos en sus corazones. Todas sus emociones se disolvían en ese hecho macabro e irremediable que acababan de protagonizar.
Cada vez más nerviosos al ver a Antonio inerte y sangrando sin cesar, los dos amigos se quedaron viendo el uno al otro en silencio, sin poder reconocerse entre sí. Respiraban, estaban vivos, ellos sí estaban vivos, pero el aire parecía negarse a entrar a sus pulmones. Permanecieron jadeantes y con las tripas revueltas, nauseosos, incapaces de determinar cuánto tiempo había transcurrido desde que cometieron el crimen. Hasta que empezó a oscurecer.
Un reciclador pasó silbando una melodía desafinada. Renqueante y encorvado, llevaba a cuestas un costal que lo doblegaba. Juan y Mario lo observaron acercarse hacia ellos.
—¿Quiénes son ustedes? —les preguntó— ¿Y este qué hace aquí tirado y lleno de sangre? ¿Qué le han hecho?
Juan soltó el palo y se quedó examinando el lunar peludo que el reciclador tenía en la frontera del cuello y el mentón. Más arriba de las cejas, una vena gruesa latía en su frente mugrienta. Por un instante breve, la cara de aquel hombre se les insinuó como la cara que debía tener el mismísimo demonio.
—¡Sáquenlo de aquí! ¿No ven que está estorbando el paso?
Sin saber por qué, obedecieron la orden del viejo. Se pusieron de acuerdo de inmediato y movieron el cuerpo, cogiéndolo uno de ambos brazos y el otro de ambas piernas. Mientras lo cargaban, evitaron pisar el charco de sangre que crecía y casi les rozaba las puntas de los zapatos. Avanzaron con gran esfuerzo, lidiando con el peso de Antonio y con el peso de lo que sospechaban podía ser la culpa y el remordimiento eternos.
Pronto encontraron una superficie plana entre los desniveles y las piedras puntiagudas que sobresalían del suelo. Con sumo cuidado, colocaron allí a Antonio, como si se tratara de un pájaro muerto. Pronto observaron con asombro cómo una porción de tierra suelta se elevaba, formando una nube densa alrededor de su cuerpo, cubriéndolo como si fuera una mortaja. No podían creer lo que estaban viendo. La escena sobrepasaba su imaginación e incluso sus peores pesadillas. Mario se frotó la cara y se revolvió el cabello; Juan, a su lado, sobrecogido y con los ojos inflamados, intentaba secarse el sudor que le enfriaba el cuello.
Cuando lograron reaccionar, el reciclador había desaparecido. El río, como si estuviera parado entre ellos, emitía lo que parecía una risa maligna, la cual se expandía por efecto del viento. Los amigos, ahora cómplices para siempre, vieron pasmados cómo una mosca se posaba en la frente pálida de Antonio. Enseguida, un enjambre oscuro ya bebía de la sangre empozada bajo su nuca. En ese instante, llenos de un horror jamás sentido, Juan y Mario recordaron una oración que habían aprendido juntos cuando eran niños, en su primer día de colegio.