«Lemmy Kilmister me lo dijo», un cuento de Salvador Luis

Lemmy Kilmister me lo dijo Me sucedió una vez recostado en la cama pensando en un punto negro, en un pequeño trazo que perturbaba la pureza blanca del cielo raso de mi habitación, una mancha que me observaba —pensaba  yo— tan atentamente como yo a ella. El punto es que me hallaba dominado por esa […]

Lemmy Kilmister me lo dijo

Me sucedió una vez recostado en la cama pensando en un punto negro, en un pequeño trazo que perturbaba la pureza blanca del cielo raso de mi habitación, una mancha que me observaba —pensaba  yo— tan atentamente como yo a ella. El punto es que me hallaba dominado por esa menudencia obscura, un elemento que, desde mi punto de observación, alteraba la tonalidad perfecta del techo de mi pieza; lo miraba con curiosidad porque no sabía qué otra acción asumir o porque no conocía otra manera de enfrentarme al curso de las cosas, pues se trataba de un punto negro, una mancha en medio del mar blanco que decoraba sobriamente el cielo raso de mi habitación. Esta circunstancia, desde luego, me hacía meditar acerca de la señal de dimensiones pequeñas que miraba perplejo desde la cama (¿era en realidad parte de la estratagema de un súbito goblin o se trataba de la reencarnación de un antiguo método de tortura?). Recordé entonces —a veces resucito memorias inservibles y obsoletas; otras veces, no lo niego, algunas que me causan un dolor ciertamente confuso— que en otro lugar me había sucedido algo parecido con un punto negro similar a este, una pequeña marca que invadía el cuero artificial de un asiento de autobús. Aquella vez también medité por varios minutos, los minutos suficientes, claro, que separan a un viajero de su destino habitual o, visto de otro modo, los minutos que un viajero sin dirección fija se toma para elaborar un mapa mental y llegar así a algún destino dentro del conjunto de direcciones posibles o incluso para reorganizarse a partir del análisis de la suma de caminos que ese viajero en particular conoce, ya sea por cierta costumbre o por la falta de ella. El punto es que esa tarde en el autobús no había en mí la misma angustia que tenía respecto al punto negro en mi pieza (esa mancha tan peculiar que me sedaba y no me permitía salir del ensimismamiento), pero sí podía advertir otro tipo de ansiedad, la ansiedad que me producía una horrible llaga en la lengua de mi novia de aquel entonces, una chica argentina que tenía la costumbre de morderse de forma enfermiza cuando picaba una fruta o cuando veía un documental sobre la vida de una bailarina que pocos recordaban porque había muerto atropellada en Praga o cuando se sentaba a beber vino en el balcón y me saludaba si me veía pasar. A Romina la conocí en un taxi donde también había un pequeño punto negro (ya hablaré de él en breve o tal vez tarde un poco, en realidad no lo sé con certeza) en el momento en que yo bajaba del auto y ella aguardaba para entrar en el mismo vehículo, en la esquina donde un minuto antes había decidido terminar mi viaje de aquella noche cuando al fin supe cuál era el lugar donde debía descargar mi cuerpo. Al bajar del taxi, Romina me tomó del brazo y me preguntó de dónde venía —no quise decirle que regresaba de un territorio que simplemente no tenía nombre, en mi cabeza, en lo más hondo de mi cabeza, y solo le señalé que mi organismo (este armario de células) volvía del Centro: porque ¿qué es el Centro sino una localización relativa, un espacio que significa todo y al mismo tiempo nada?—. Romina entonces preguntó si tenía ganas de acompañarla, de viajar en el mismo taxi, nuevamente en aquel vehículo que me había catapultado por la ciudad, su cuerpo y el mío, de manera fortuita, asumiendo un acto compartido de locomoción, sentados al lado de ese otro punto negro que me había aturdido durante el viaje en solitario. Dije que sí, por supuesto sin percatarme de lo que ocurriría, antes de saber que Romina y yo pasaríamos siete años juntos en Toronto (pero siempre como un compuesto inestable), visitando el mismo centro comercial y el mismo cine, debatiendo sobre rollos de papel higiénico para nuestra limpieza, colgando imitaciones de arte y fotografías en blanco y negro de trompetistas de jazz en las paredes, lanzando ropa interior a la canasta de ropa sucia, abriendo y cerrando automáticamente libros de autoayuda que no nos brindaban ningún equilibrio, tocándonos los genitales de una manera infantil y también, tantas otras veces, de una forma maníaca e irracional, masticando pollo con salsa de curry, arrojando emails a la papelera, odiando el olor de nuestro cabello sin lavar, rayando queso parmesano para gratinar una cacerola que nunca se vería como la del recetario: lo hice sin saber que Romina era ambas, la mujer de mi vida y la mujer que jamás podría amar del todo, la mujer simbólica que se reflejaría siempre en los ojos de las demás, la mujer icono que llenaría todas las pantallas de todos mis escritorios: Romina caminaba por la vida con los labios y la lengua convertidos en un matadero porque no podía resistirse al sabor de los hilillos de sangre y yo la seguía invocando porque tampoco sabía oponer resistencia. Pero eso fue después, mucho después del taxi y del punto negro que ya había visto y que volvía a ver con ella en ese segundo trayecto hacia ninguna parte, o a hacía todas las direcciones. No lo sé muy bien. Una mancha que alteraba la superficie del espejo retrovisor del taxi, un punto obscuro y en suspenso, una señal que, desde mi punto de referencia, crecía lentamente tragándose átomos de materia ordinaria, partículas etéreas y neutrinos de masa inferior. Toda la historia del mundo, todas las épocas reconocidas y excluidas se convirtieron de pronto en un remolino de arte psicodélico que absorbió también al taxista (un economista desempleado que tuvo la mala fortuna de doblar hacia la izquierda a las 6:38 p.m.), a la olorosa y depilada vagina de Romina, junto con su lengua y sus memorias de adolescente, y a mí, un hombre ególatra y disfuncional, fundidos de súbito con el resto del planeta (fueron una suerte de flashes, cierto, pero pude ver en aquel vórtice temporal a un antiguo profesor de religión, inconsolable y sin embargo aferrándose a su libro sagrado, y a mis nietos, productos de una hija adoptiva que aún no cobijaba, mezclándose con trilobites de un Cámbrico no muy lejano y haciéndose líquido cósmico, hilo abstracto: piensen en un enorme tentáculo de ectoplasma fantasmal, o en lo que llamamos ingenuamente la furia de los dioses: el punto negro tenía la personalidad de un gran todo que dominaba y al mismo tiempo sacrificaba el Todo). Lemmy Kilmister, vocalista de Motörhead, se encontraba también en aquel caldo de materia y energía, y fue quien me lo dijo, quien alzó la voz ronca cuando las palabras dejaban poco a poco de existir: «Open your eyes, you cuuunt!», antes de que las mandíbulas de un tiburón blanco se licuaran con sus botas de vaquero. Yo cerré y abrí los ojos de repente, y me hallé en un corral para bebés, empapado de agua fecal y apestando a urea. Era la misma habitación de juegos donde mis padres me habían domesticado cuando no tenía más de seis meses de edad. Romina y el taxista, como sucede en la mayoría de eventos inexplicables de una película de bajo presupuesto, no se encontraban conmigo, pero alcancé a ver un punto negro en la base acolchonada del corral, una mancha que, deducen bien (porque alguien jaló un inodoro que activó la maquinaria del Cosmos y porque todo es un círculo), me observaba con sumo cuidado, tan atentamente como yo a ella.

 


Salvador Luis (Perú, 1978) es narrador, editor y crítico cultural. Estudió dirección de cine y literatura. Doctor en Romance Studies con una especialización en estética y cultura hispánica (University of Miami). Ha publicado los libros de ficción Miscelánea o el libro geminiano (2006), Zeppelin (2009), Prontuario de los pies y de los zapatos (2012) y Shōgun inflamable (2015). Como editor ha preparado diversas antologías para editoriales de América Latina y España, entre las que destacan Asamblea portátil (2009), La condición pornográfica (2011) o Kafkaville (2015). También coordinó el volumen de ensayos académicos Salón de anomalías. Diez lecturas críticas acerca de la obra de Mario Bellatin (2013). Dirige la revista de creación Specimens (www.specimens-mag.com) y reside en los Estados Unidos, donde se desempeña como profesor de cine y literatura. Sitio web: www.salvadorluis.net

 

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