Escribe Stephen King
Raymond Carver, seguramente el escritor americano más influyente de relatos en la segunda mitad del siglo XX, tiene una temprana aparición en la exhaustiva y a veces agotadora biografía de Carol Sklenicka «Raymond Carver: una vida de escritor«, como un niño reprimido de 3 o 4 años. “Bueno, por supuesto que tenía que tenerlo atado”, dijo mucho después su madre, Ella Carver, al parecer sin ironía. La señora Carver podría estar en lo cierto. Como los bebedores perplejos de clase media-baja que pueblan sus historias, Carver nunca ha parecido saber dónde estaba o por qué estaba allí. Me recordaba constantemente a un pasaje de “Ghost Story ” de Peter Straub: “El hombre sólo conducía, distraído por este interminable culebrón de los estratos bajos de América”.
Nacido en Oregon en 1938, Carver pronto se trasladó con su familia a Yakima, Wash. En 1956, los Carver se reubicaron en Chester, California. Un año después, Carver y un par de amigos estaban de juerga en México. Después de eso las mudanzas se aceleraron: Paradise, California; Chico, California; Iowa City, Sacramento, Palo Alto, Tel Aviv, San Jose, Santa Cruz, Cupertino, Humboldt County… y eso nos lleva sólo hasta 1977, el año en que Carver se tomó su última copa.

A lo largo de la mayoría de esos primeros años de viaje sin descanso, arrastró a sus dos hijos y su sufrida mujer, Maryann –la heroína a menudo no reconocida del cuento de Sklenicka–, detrás de él como latas atadas al parachoques de un viejo coche que ningún vendedor de coches en su sano juicio aceptaría. No es ninguna sorpresa que sus amigos le llamaran ‘Running Dog’. O que cuando su madre lo llevó al centro de Yakima, lo retuviera atado.
Tan brillante y talentoso como era, Ray Carver fue también el tipo de bebedor destructivo y apasionado que toca fondo, y luego empieza a excavar más profundamente. Desde hace mucho en Alcohólicos Anónimos se sabe que los borrachos como Carver son practicantes expertos de la cura geográfica, rechazando reconocer que si pones un bebedor fuera de control en un avión en California, va a bajarse un bebedor fuera de control en Chicago. O Iowa. O México.
Y hasta mediados de 1977, Raymond Carver estuvo fuera de control. Mientras enseñaba en el Iowa Writer’s Workshop, él y John Cheever se hicieron colegas de borracheras. “Él y yo no hacíamos nada que no fuera beber”, dijo Carver en el semestre de otoño de 1973. “No creo que ninguno de nosotros levantara siquiera la funda de nuestras máquinas de escribir”. A causa de que Cheever no tenía coche, Carver proporcionaba transporte para sus carreras alcohólicas dos veces a la semana. Les gustaba llegar a la licorería justo cuando el dependiente abría. Cheever apuntó en su diario que Carver era “un hombre muy amable”. También era un borrachín irresponsable que se iba sin pagar en los restaurantes, incluso aunque él debía haber sabido que era la camarera la que tenía que pagar la cuenta por los clientes que se iban antes de pagar la cuenta. Su mujer, después de todo, a menudo atendía mesas para mantenerle.
Era Maryann Burk Carver la que se ganaba el pan en aquellos primeros días mientras Ray bebía, pescaba, iba a la escuela y empezaba a escribir las historias que una generación de críticos y profesores clasificaría erróneamente como “minimalismo” o “realismo sucio”. El talento literario a menudo corre por su propio circuito (como atestigua “Raymond Carver: Collected Stories” de Library of America), pero los escritores cuyos trabajos brillan con perspicacia y misterio son a menudo monstruos prosaicos en su casa.
Maryann Burk conoció al amor de su vida –o su Némesis; Carver parece haber sido ambas cosas– en 1955, mientras trabajaba en el mostrador de una tienda Spudnut, en Union Gap, Wash. Tenía 14 años. Cuando ella y Carver se casaron en 1957, estaba a escasos dos meses de su 17 aniversario y embarazada. Antes de cumplir 18, descubrió que estaba embarazada de nuevo. Durante el siguiente cuarto de siglo mantuvo a Ray como camarera de cocktail, recepcionista en un restaurante, vendedora de enciclopedias y profesora. Al principio del matrimonio empacó fruta durante dos semanas para comprarle su primera máquina de escribir.

Ella era hermosa; él era corpulento, posesivo y a veces violento. En el punto de vista de Carver, sus propias infidelidades no excusaban las de ella. Después de que Maryann se entregara a un “flirteo achispado” en una cena de una fiesta en 1975 –en esa época el alcoholismo de Carver había alcanzado la etapa de pleno desarrollo– le golpeó la cabeza con una botella de vino, cortando una arteria cerca de su oreja y casi matándola. “Necesitaba una ilusión de libertad”, escribe Sklenicka, “pero no podía soportar el pensamiento de ella con otro hombre”. Es uno de los pocos puntos en su admirable biografía en el que Sklenicka muestra simpatía real por la mujer que mantuvo a Carver y al parecer nunca dejó de amarle.
Aunque Sklenicka muestra algo parecido a admiración por Carver el escritor, y claramente entiende la influencia deformadora que el alcohol tuvo en su vida, se muestra casi exenta de juicio en lo que se refiere a Carver como el marido borracho malvado y desagradecido (por no mencionar peligroso). Cita a la novelista Diane Smith (“Letters From Yellowstone”) diciendo, “Fue una mala generación de hombres”, y casi lo deja así. Cuando cita a Maryann llamándose a sí misma una “Cenicienta literaria, viviendo en el exilio por el bien de la carrera de Carver”, la primera señora Carver pasa más como una ex mujer contando una queja menor, que como la incondicional esposa que indudablemente fue. Ray y Maryann estuvieron casados durante 25 años, y fue durante esos años que Carver escribió el grueso de su trabajo. El tiempo que pasó con la poetisa Tess Gallagher, la otra mujer importante de su vida, fue menos de la mitad.
Sin embargo, fue Gallagher la que cosechó los beneficios personales de la sobriedad de Carver (tomó su último trago un año antes de que se enamoraran) y los financieros también. Durante los trámites de divorcio, el abogado de Maryann dijo –esto a la vez me atormenta y hasta cierto punto contamina mi disfrute de las historias de Carver– que sin un acuerdo decente en el juicio, la vida post divorcio de Maryann Burk Carver hubiera sido “como una bolsa de llaves que no abrirían nunca ninguna puerta”.
La respuesta de Maryann fue, “Ray dice que enviará dinero todos los meses, y le creo”. Carver cumplió esa promesa, aunque no sin una buena cantidad de gruñidos. Pero cuando murió en 1988, la mujer que lo había mantenido al principio descubrió que se le había recortado el reparto de los continuos beneficios financieros de las populares recopilaciones de relatos de Carver. Los ahorros de Carver totalizaban casi 215,000 dólares al momento de su muerte; Maryann se quedó con cerca de 10,000. La madre de Carver consiguió todavía menos: a la edad de 78, estaba viviendo en una residencia pública en Sacramento y ganándose la vida a duras penas como “profesora auxiliar” en una escuela elemental. Sklenicka no llama a esto un tratamiento mezquino, pero estoy contento de hacerlo por ella.

Como crónica del crecimiento como escritor de Carver, el libro de Sklenicka es inestimable, particularmente después de que su sendero profesional se cruzara con el del editor Gordon Lish, el “Capitán Ficción” de estilo propio. Cualquier lector que dude la torva influencia de Lish en las historias de “De qué hablamos cuando hablamos de amor” será capaz de pensar de forma diferente después de leer el relato revelador de Sklenicka sobre esta relación difícil y definitivamente venenosa. Aquellos que todavía no estén convencidos pueden leer las historias correspondientes en “Beginners”, ahora disponible en el excelsamente portátil y extenso “Raymond Carver: Collected Stories”.
En 1972, Lish cambió el título de la segunda historia de Carver en Esquire –que editó mucho- de “Are These Actual Miles?” (interesante y misterioso) a “What is It?” (aburrido). Cuando Carver, desesperado por ser publicado en un medio importante, decidió aceptar los cambios, Maryann le acusó “de ser una puta, de venderse al orden establecido”. Johnn Gardner le había dicho una vez a Carver que la corrección no era negociable. Carver puede haber aceptado eso –la mayoría de los escritores que desean entrar en el proceso editorial lo hacen– pero los cambios de Lish eran grandes y profundos. Carver argumentó que “una publicación en una revista importante merecía el compromiso”. Lish, que intentó sin éxito editar a Leonard Gardner (que continuaría escribiendo “Fat City”) con una mano similarmente dura, hizo lo que quiso con Carver. Fue un precursor.
¿Era Gordon Lish un buen editor? Sin duda. Curtis Johnson, un editor de libros de texto que presentó a Lish a Carver, afirma que Lish tenía “un gusto infallible por la ficción”. Pero, como había temido Maryann, fue –en el caso de Carver, por lo menos– mucho mejor descubriendo que desarrollando. Y con Carver, tuvo lo que quería. Quizás sintió una debilidad esencial en el corazón de Carver (“deseo de agradar” es como lo llaman los alcohólicos en recuperación). Quizás fue la visión extrañamente elitista que parece haber guiado la escritura de Carver, tachando a sus personajes de “terriblemente ineptos” y hablando de “su flagrante analfabetismo, del cual Carver mismo no se daba cuenta”. Esto no le detuvo a la hora de tomar crédito del éxito de Carver; se dice que Lish ha dicho que Carver fue “su criatura”, y lo que aparece en la contracubierta de «¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?” (1976), no es la fotografía de Raymond Carver sino el nombre de Gordon Lish.
El relato de Sklenicka sobre los cambios en el tercer libro de relatos de Carver, “What We Talk About When We Talk About Love [De qué hablamos cuando hablamos de amor]” (1981), es meticuloso y descorazonador. Había, dice, tres versiones: A, B y C. La versión A fue el manuscrito que entregó Carver. Se titulaba “So Much Water So Closet to Home”. La versión B fue el manuscrito que Lish envió inicialmente de vuelta. Cambió el título de la historia “Beginners” a “What We Talk About When We Talk About Love”, y se convirtió en el nuevo título del libro. Aunque a Carver le molestó esto, igual firmó un contrato vinculante (y sin agente) en 1980. Poco después, la versión C –la versión que la mayoría de los lectores conocen– llegó al escritorio de Carver. Las diferencias entre la versión B y C le “impactaron”. “Había rogado a Lish que hiciera algo con las historias”, escribe Sklenicka. “No había esperado… un cuchillo de carnicero”. Inseguro de sí mismo, Carver sólo llevaba tres años sobrio después de dos décadas de beber mucho; su correspondencia con Lish sobre los cambios indiscriminados a su trabajo se alternaban entre arrastrarse (“eres una maravilla, un genio”) y una súplica absoluta para volver a la versión B. No funcionó. De acuerdo con Tess Gallagher, Lish rechazó por teléfono recuperar la versión anterior, y si Carver no entendía nada más, entendía que Lish ostentaba el “poder de acceso a la publicación”.

Ese dilema de hierro es lo que alienta Raymond Carver: A Writer’s Life. Cualquier escritor podría preguntarse qué haría en esa situación. Yo lo hice, por cierto. En 1973, cuando se aceptó la publicación de mi primera novela, me encontré en una encrucijada similar: joven, siempre borracho, tratando de mantener a mi esposa y mis dos hijos, escribiendo por la noche, ansioso por tener un desahogo. El desahogo llegó, pero hasta que leí el libro de Sklenicka pensaba que se había tratado del anticipo de 2.500 dólares que Doubleday pagó por Carrie. Ahora me doy cuenta de que puede haber sido no tener a Gordon Lish como editor.
Uno sólo tiene que revisar los relatos en “Beginners” y los de “What We Talk About” para ver el cambio más obvio: la prosa en “Beginners” consiste en densos bloques de narración interrumpidos por explosiones de diálogo; en “What We Talk About”, hay tanto espacio en blanco que algunos de los relatos (“After the Denim”, por ejemplo) parecen casi capítulos de una novela de James Patterson. En muchos casos, el hombre que no permitía que los editores modificaran su propio trabajo destruía el de Carver, y sobre este tema Sklenicka expresa una indignación que no desea o no es capaz de mostrar en nombre de Maryann, llamando a la edición de Carver por parte de Lish una “usurpación”. Impuso su propio estilo en los relatos de Carver, y el llamado minimalismo con el que se calificó a Carver fue en realidad cosa de Lish. “Gordon… llegó a pensar que lo sabía todo”, dice Curtis Johnson. “Se convirtió en pernicioso”.
Sklenicka analiza muchos de los cambios, pero el lector inteligente abrirá el libro y los buscará por sí mismo. Dos ejemplos desoladores: «Si ello te place» y «Algo sencillo y bueno» («Después de los tejanos» y «El baño», respectivamente en De qué hablamos…)
En «Si ello te place», James y Edith Packer, una pareja mayor, llega al bingo local y descubre que sus lugares habituales están ocupados por una joven pareja hippie. Peor aún, James observa que el hombre hace trampa (por más que no gana, su novia lo hace). En el transcurso de la tarde, Edith le susurra a su esposo que está «manchando». Más tarde, ya en la casa, le dice que la hemorragia es seria y que tendrá que consultar a un médico al día siguiente. En la cama, James se esfuerza por rezar (una herramienta de supervivencia que tanto James como su creador adquirieron en las reuniones diarias de A.A.), al principio de forma vacilante, luego «empezando a articular palabras en voz alta y rezando con fervor. (…) Rezaba por Edith, para que estuviera bien«. Las plegarias no lo alivian hasta que agrega a la pareja hippie en sus meditaciones y hace a un lado los sentimientos negativos anteriores. El cuento termina con una nota de esperanza ganada con esfuerzo: «Si ello te place, dijo en las nuevas oraciones para todos, los vivos y los muertos«. En la versión editada por Lish no hay oraciones y, por lo tanto, tampoco revelación; tan sólo un marido preocupado y resentido que quiere decirles a los hippies irritantes lo que pasa «después de los tejanos«, después de los juegos. Es una completa reescritura, y es un engaño.

El contraste entre «El baño» (editado por Lish) y «Algo sencillo y bueno» (original de Carver) es aún menos digerible. El día del cumpleaños de su hijo, la madre de Scotty encarga una torta que nunca se va a comer. Un auto atropella al chico cuando va del colegio a su casa y termina en coma. En ambos relatos, el repostero hace insistentes llamados a la madre y a su esposo mientras el chico se encuentra al borde de la muerte en el hospital. El repostero de Lish es una figura siniestra que simboliza el carácter inevitable de la muerte. Lo escuchamos por última vez por teléfono mientras exige que se le pague. En la versión de Carver, la pareja –cuyos integrantes son personajes y no sombras– va a ver al repostero, que pide disculpas por su crueldad no deliberada cuando comprende cuál es la situación y sirve café y sándwiches a la afligida pareja. Los tres toman esa comunión juntos y hablan hasta la mañana siguiente. «Comer es algo sencillo y bueno en un momento como éste«, dice el repostero. Esta versión tiene una simetría satisfactoria de la que carece la versión recortada de Lish, pero tiene algo más importante: corazón.
«Lish podía (…) hacer un muñeco a partir de un montón de nieve«, es lo que dice Sklenicka sobre su versión de los relatos de Carver, pero no se trata de una metáfora. Es más convincente cuando habla sobre los cambios que hizo Lish en un pasaje de «No son tu marido» (en ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?), donde señala que la versión de Lish es «más mezquina, más tosca y en cierto modo desmerece a ambos personajes«. Carver lo dice mejor. Cuando el narrador de «La aventura» por fin admite que no tiene afecto ni consuelo que brindar a su padre, dice de sí: «Yo era todo superficie pulida sin nada dentro excepto vacuidad«. En última instancia, eso es lo que tienen de malo los cuentos de Carver tal como Lish los presentó al mundo, y eso es también lo que hace que estas ediciones sean una corrección necesaria y bienvenida.