Una cita con Sherlock Holmes

Una invitación a Londres durante la coronación de Carlos III se convierte en una oportunidad para que Jorge Cuba-Luque planifique un encuentro con Sherlock Holmes.

Publicado

4 Oct, 2023

Escribe Jorge Cuba-Luque

Para Lady Natasha y Gunter Silva.

El buen Gunter me lo había propuesto una y otra vez: “¡Vente a visitarme!”, cuando intercambiábamos un SMS, un mensaje por Whatsapp, una señal de humo o hablábamos por teléfono, desde aquella vez en la que coincidimos como ponentes en un coloquio consagrado a Julio Ramón Ribeyro, organizado en el Institut d’Etudes Ibériques et latino-américaines de la Universidad Paris-Sorbonne, allá por el 2012 o 2013 o 2014, ya no recuerdo bien, mis preocupaciones me han reblandecido la tutuma. Fueron la reiterada invitación de Gunter y mis preocupaciones las que me decidieron a tomar cita con el gran Sherlock Holmes, a cruzar el Canal de la Mancha en el modernísimo Eurostar y desembarcar en el corazón de Londres. Anoté en mi agenda el día y la hora de mi encuentro con el legendario consulting detective, y, por supuesto, su dirección, no se me fuera a olvidar: 221B, Baker Street.

Alguien me dio unos toquecitos en el hombro, me sobresalté y alivié al mismo tiempo pues me libraba de una maraña onírica en la que veía los estantes de mi biblioteca, de cinco mil volúmenes, insoportablemente vacíos. Miré a mi alrededor y, viendo que los pasajeros abandonaban el tren, hice lo mismo y dejé el Eurostar. Me encontraba en la estación Saint Pancras, una construcción del siglo XIX cuyas imponentes estructuras de acero, fruto de la revolución industrial, estaban ahora aparejadas con perfiles futuristas; por doquier, la imagen del rey Carlos III aparecía en pantallas LED y en enormes afiches, cual un Big Brother melifluo. Gunter y yo nos reconocimos entre la multitud de pasajeros, antes que por nuestro “aspecto peruano”, por nuestros ademanes peruanos: los de esos individuos que buscan la felicidad sin saber en qué consiste y que, por eso mismo, pueden encontrarla en cualquier momento solo para perderla poco después.

Objetos varios que forman parte del ADN de Sherlock Holmes.

Nos saludamos con efusión, con la complicidad labrada en nuestras comunicaciones virtuales y virtuosas. “¿Ha muerto?”, le pregunté, señalando uno de los carteles con la imagen del monarca; “Está más vivo que nunca”, respondió riendo, y, viéndome despistado, me comentó que la ceremonia de su coronación sería el sábado. Estábamos lunes, mi cita con Sherlock Holmes era el viernes. “Londres va estar movido en estos días”, vaticinó o informó o las dos cosas Gunter, mientras andábamos a paso rápido, mejor dicho, él andaba a paso rápido yo, con mi paso cojitranco, lo seguía. Tomamos uno de esos ómnibus rojos de dos pisos que se ven en las películas, subimos al segundo, nos sentamos delante de la ventana posterior y vimos Londres como en el cine: los taxis negros y su peculiar forma, gentlemen elegantes, uno que otro policía, esos llamados bobbies de casco alto, muchachas con aire despreocupado; el sol, luminoso, de pronto se cubrió y empezó a llover. Luego de unos diez minutos bajamos del ómnibus y atravesamos un enorme parque; la lluvia había cesado y sol aparecido de nuevo, “¿Es Hyde Park?”, pregunté como si no hubiera otros parques en Londres, “En Londres hay montones de parques, este se llama Clapham Common” dijo, caminando de pronto despacio, “Es el parque de mi barrio, Clapham, que fue también el barrio del duque de York y del escritor Graham Greene, autor, como bien sabes, de El poder y la gloria”, de Nuestro hombre en La Habana”, de El americano impasible, y de un largo etcétera”, comentó Gunter satisfecho, “¡Curuchu, han subido tus bonos!”. Un grupo de chiquillos empilchados con saco y corbata caminaban en grupo llevando maletines o mochilas, “Es la hora de la salida del colegio, se dan una vuelta antes de volver a casa”, respondió Gunter, adivino, a mi inminente pregunta; más allá unos grandulones jugaban rugby, “Esos están jugando rugby”, “Ah”, respondí asombrado; otros pasaban haciendo footing o simplemente caminando, como personas normales en una ciudad normal de un país normal.

Vista parcial del parque Clapham Common.

“Ya estamos llegando al bunker”, comentó Gunter, supongo que dándome ánimos, viéndome con mi mochila a cuestas. “Natasha nos está esperando”, lo escuché, sonriendo. En general, cuando hablan de mí, hablan mal. Natasha, inglesa, era su esposa, no la conocía personalmente. “Le encanta hablar con peruanos”, agregó, y me pareció que quería decir que a Natasha le encantaban los bichos raros. Torcimos la primera a la derecha y unos metros más allá nos detuvimos frente a una casita muy mona, de paredes blancas. “En este barrio vivían veteranos de la segunda guerra mundial, esta casa se la compré a un oficial que participó en el D-Day, el 6 de junio de 1944”, “Ah, como en Salvar al soldado Ryan”, recordé mi afición por las películas de guerra, “Sí, a él le tocó la playa Gold Beach, que era la atribuida a los ingleses, “Ryan” estuvo en la de Omaha Beach, la de los gringos”, explicó”, “A nosotros nos hubiese tocado Agua Dulce Beach”, se me salió uno de mis chistes monses.

La puerta se abrió y apareció Natasha, dándome la bienvenida con una sonrisa encantadora. Se optó, sin decirlo, el castellano como lengua franca pues Natasha lo hablaba perfectamente. Nos instalamos en el saloncito e intercambiamos presentaciones, recuerdos sobre los amigos en común, comentarios sobre el Perú y sobre la inminente coronación de Carlos III, “Creí que ya era rey”, musité, “Ya lo es, pero faltaba la ceremonia de coronación”, acotó Natasha. “Ah, son las cinco”, dijo de pronto Gunter, sin haber mirado su reloj, tal vez, sin que yo me percatara, escuchó las campanadas del Big Ben. Mis anfitriones se pusieron de pie y en un par de minutos hicieron aparecer una bandeja con tres tazas. “Es la hora del té”, dijeron ambos, al tiempo que Gunter servía el té y me hacía señas para que tomara un pastelito. Comí varios pastelitos, uno tras otro, rápido, pedí azúcar y puse dos buenas cucharadas, se hizo obvio que entre mis ancestros no había ningún inglés ni habitante de algún pueblo de la Commonwealth. “Se te nota preocupado”, observó Gunter, “Muy preocupado”, agregó Natasha. “Amigos, si se me nota preocupado porque estoy preocupado, muy preocupado”, dije. “Aproveché que venía a visitarlos para pedir cita con Sherlock Holmes”, me miraron cuatro ojos enormes. “Desde hace un mes, cada viernes, desaparecen cinco o seis libros de mi biblioteca…curiosamente, son libros que he leído o consultado en los días precedentes”. “¡Que cosa más extraña!”, exclamó Natasha, y conté que tenía cita con el detective el viernes. “Antes nos daremos unas vueltas por Londres”. Natasha explicó que iba a ausentarse unos días para reposar en su casa de campo pues hacía poco, practicando equitación, había sufrido una caída, así que nos dejaba entre peruanos. “Se va también a ver a su familia que viene para la ceremonia, son nobles”, me puse de pie inmediatamente, “La saludo respetuosamente, mi Lady”, respondiéndome se mató ella de risa.

Publicidad de la coronación de Carlos III.

Al día siguiente, tras desayunar leche con cereales, huevos revueltos con jamón, tostadas con mermelada y café, salimos en pos de Londres. Cruzamos Clapham Common y llegamos a una estación del Underground, familiarmente llamado “el tubo”, y descendimos al centro de la tierra. Íbamos conversa que te conversa, que si habíamos leído el libro de fulano o el de mengano, que qué nos pareció, “¿Lo ves?, vive allá en Francia”, no, no veía a nadie, vivo en un pueblecito del sudoeste, somos pobres pero honrados, gente de trabajo, no hago “vida literaria”, aunque correspondía por mail con algunos de nuestros jóvenes y no tan jóvenes escritores.

Emergimos del metro y nos encontramos en una explanada soleada, flanqueada por algunos edificios de paredes de cristal. Al fondo estaba el Puente de la Torre, junto a la Torre de Londres, todo igualito a las películas, aunque ahora había también edificios ultramodernos, y, a un lado o a otro, el retrato de Carlos III que aparecía junto a una flaca ya también mayor, “Es, Camila, su peor es nada”, me dijo Gunter cuando me detuve a observar el afiche. Nos hicimos selfies, le pedimos a unos japoneses sonrientes que nos tomaran fotos. Recalamos en el malecón al lado del Támesis, frente al Palacio de Westminster, la sede del Parlamento. Sentados en un banco, hablamos de hombre a hombre: de literatura peruana reciente, de sus autores y sus vanidades, de nuestros amigos, de la tragicomedia de la política peruana, de lo que significa vivir fuera del Perú, de los años que pasan, de la salud, de los amores, posibles e imposible. Nos dio hambre, retomamos nuestra caminata hasta que encontramos un restaurante chino, fue Gunter quien hizo el pedido pues a mí me habrían servido dos zapatos al horno.

Al final de la tarde, mientras volvíamos al bunker, me mostró un elegante edificio en la acera de enfrente: “Es el Reform Club, donde Phileas Fogg apuesta que puede dar la vuelta al mundo en ochenta días”, solté una exclamación recordando la novela de Julio Verne, tomé una foto y me hice un selfie.  De vuelta en el bunker, descansamos un rato, luego Gunter puso en la tele el noticiero de la BBC: que el rey por aquí, el rey por allá, preparó algo de comer, comimos viendo las noticias, la BBC seguía con que el rey por aquí, el rey por allá. “No hay cerca algún huarique donde podamos tomarnos un whiskycito?”, pregunté, “Hay uno al que suelo ir”. Poco después cruzábamos una vez más Clapham Common, ya de noche, como en las noches de El doctor Jekyll y Mister Hyde. El bar estaba bastante animado, pero animado a la inglesa, no había ruido. Gunter bebió una copita de no sé qué brebaje, yo, no menos de cinco Aberfeldy dobles, sin hielo. Hablamos de Sherlock Holmes, de la ayuda que podría brindarme.

Reform Club, donde Phileas Fogg apuesta que puede dar la vuelta al mundo en ochenta días.

Lo bueno con el trago de calidad es que no hay resaca, así que, al día siguiente, a las once de la mañana, frescos como un par de lechugas, recorrimos la ciudad. La National Gallery, Trafalgar Square, Picadelly Circus, el imponente Albert Hall, Hyde Park (esta vez sí). El jueves continuamos con Downing Street, algunas librerías de viejo, el local de Scotland Yard; por la tarde Gunter hizo algunas compritas en Harrods, la tienda de departamentos más emblemática de Londres. Los turistas habían empezado a llegar para la coronación, se les veía en grupo, sobre todo cerca del palacio de Buckingham, por donde había enormes banderas de las naciones de la Commonwealth; también se veían más policías, incluso a caballo, carros patrulleros pasaban de una calle a otra, hasta helicópteros vigilaban. Tomé montones de fotos. Al anochecer regresamos al bunker, descansamos, vimos las noticias de la BBC, el rey por aquí, el rey por allá, mientras comíamos. Fuimos después al huarique de la noche anterior, Gunter repitió su brebaje, “No puedo entrarle al trago, estoy con medicamentos, a lo mucho una copita de anisado”, yo reincidí con los Aberfeldy, y me coloqué cinco dobles; no sé a qué vino hablar de los amores”a primera vista” que tuvimos o creímos haber tenido y recité: “The very instant that I saw you, did my heart  fly to your service”, y me quedé lelo cuando Gunter precisó; “Shakespeare, La tempestad, Tercer Acto, Escena 1”, lo que valió una copita más de anisado para él y otro Aberfeldy doble para mí.

El viernes amanecí tembleque, no por los whiskies sino porque era el día de mi cita con Sherlock Holmes. Llamó Natasha para darme ánimos y decirle a Gunter que fuéramos con bastante anticipación ya que un pariente de la reina estaba hospedado en un hotel aledaño a Baker Street, por lo que había un enorme despliegue policial y restricciones para circular. Ya en Underground, tras dos o tres cambios, salimos en la estación Baker Street, decorada con referencias a las formidables historias del detective escritas por Sir Arthur Conan Doyle. 

El Underground y la estación Baker Street presentes en las historia de Conan Doyle.

Llovía cuando ganamos la calle, Baker Street mostraba un aspecto animado, con comercios y restaurantes llenos de gente. Llegamos al 221, el corazón me latía con fuerza. Un agente de Scotland Yard hacía guardia delante de la puerta. Le pregunté dónde estaba el 221B, ya que la casa vecina era el 223. El custodio del orden me explicó que si buscaba al señor Sherlock Holmes estaba ante la puerta correcta ya que el “A” correspondía a la planta baja, y el “B”, de 221B, a la planta superior. Tocamos a la puerta, escuchamos unos pasitos, nos abrió la gobernanta del inmueble. “El señor Holmes no tardará en llegar”, nos dijo conduciéndonos hasta su apartamento e invitándonos a tomar asiento. Olía a guardado, a madera antigua, a tabaco mezclado con no sé qué. “Huele a opio”, dijo Gunter. Creo que nos quedamos dormidos, apoltronados en nuestros sillones, cuando fuimos despertados por una voz masculina, aflautada y enérgica al mismo tiempo. Era él, acompañado por el doctor Watson. Tras los saludos y presentaciones me preguntó, al sabernos peruanos, si en mi próxima visita a Londres podía traerle unas hojas de coca. Sherlock Holmes me pidió que le diera detalles sobre el caso que me había decidido a tomar cita con él. Así lo hice, el doctor Watson sirvió cuatro vasos de whisky.

La silueta de Sherlock Holmes asoma en la estación de Baker Street.

Comentábamos en el bunker, tomando el desayuno, nuestra reunión de la noche anterior. Yo estaba contento. Gunter había puesto la BBC, y la tele pasaba “en vivo y en directo”, el ajetreo en las calles a pocas horas de la ceremonia de coronación. Se abrió de pronto la puerta de la calle, apareció Natasha, sonriendo, y, a modo de saludo me preguntó por mi encuentro con Sherlock Holmes. “Todo está resuelto, darling. Fue una bonita velada con Sherlock Holmes y el doctor Watson”, respondió Gunter pues casi me atraganto con un trozo de jamón y huevos. Le informó también que iríamos a ver la ceremonia en la pantalla gigante instalada en Clapham Common, Natasha dijo que venía con nosotros y no a la abadía de Westminster con sus parientes nobles “No los soporto, no sabes cómo son”, me miró, “Me imagino, unos pesados” respondí. Premunidos de un amplio paraguas para los tres, fuimos al parque. En el momento culminante de la ceremonia, cuando el arzobispo de Canterbury colocó la corona a Carlos III, gritamos, con los miles de personas presentes en el parque bajo la lluvia, ¡God save the King!

Jorge Cuba-Luque
Jorge Cuba Luque estudió Derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en la que se graduó en 1988. Viajó a París para estudiar en la Universidad de Toulouse, en la que sustentó su tesis doctoral bajo el nombre de La presse de Lima et la littérature urbaine au Pérou. 1948-1955. Ha publicado los libros de cuentos "Colmena 624" (1995); "Ladrón de libros" (2002), y "Siete cuentos de amor y desamor" (2020). También publicó la novela "Tres cosas hay en la vida" (2010) y el libro de crónicas futbolísticas "Mundiales y destinos" (2018).

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