Todo comenzó con una bala, una bala que salió del arma de un soldado el 16 de junio de 1950. El objetivo original fue un grupo de manifestantes y combatientes arequipeños que se habían levantado en armas contra el gobierno dictatorial de Manuel A. Odría. Éste había roto el orden democrático dos años antes al arrebatar la presidencia al excelentísimo y arequipeñísimo líder de la patria José Luis Bustamante y Rivero.
Los arequipeños, revolucionarios como ellos solos, no aceptaron la farsa electoral que buscaba hacer el dictador para legitimar su gobierno, así que, disparada con la mecha producida por la huelga de estudiantes del Colegio Nacional de la Independencia Americana, la revolución comenzó el 12 de junio de 1950. Cuatro días después, la lucha se veía perdida para los hijos del Misti: la gran represión policial y militar había dejado un número considerable de heridos y muertos, y la población se dio cuenta de que su ímpetu de lucha no iría a ser suficiente para combatir las balas que parecían salir de cada esquina en el centro de la ciudad.
Balas como aquella que se dirigió a un grupo de arequipeños congregados en la plaza de Armas, pero que impactó en la estatua del Tuturutu, provocando que rebote y se dirija a la campana de la torre derecha de la catedral, con la cual tuvo un segundo choque, el cual redireccionó su trayectoria una vez más, llevándola hacia el techo de una casa en la calle Santa Catalina, donde se encontraba un adolecente de dieciséis años llamado Manuel Lozada Stanbury.
La bala destruyó hueso, tendones, músculo y carne del brazo izquierdo de Manuel. Un violento chorro de sangre fluyó hacia sus pies y la adrenalina se disparó por todo su cuerpo. Bajó corriendo al segundo piso, donde se encontraban su hermana Celia y su madre Yolanda. Cayó de rodillas mientras una de las dos gritaba. No sintió dolor, más bien un calor en su brazo herido que parecía absorber toda la energía de su cuerpo. Su visión se nubló. Vio a su hermana al final de un túnel, quitándole el cinturón para colocárselo en el brazo y hacer un torniquete. Volteó para ver a su madre, arrodillada junto a él, llorando. Manuel, con sus últimas fuerzas, gritó una petición apenas oída por el doctor que lo atendió veinte minutos después: «¡Por favor, no me corten el brazo!».
Semanas después del incidente, Manuel regresó a su hogar con el brazo izquierdo entero, pero pegado a su tórax, como si estuviera llevando su mano al pecho en son de algún juramento, debido a un armazón de yeso que cubría desde su ombligo hasta el cuello, encapsulando todo su brazo herido. «Esta es una nueva técnica para tratar a los heridos de bala —explicó el doctor a sus padres una vez se detuvo la hemorragia—. Fue creada por los gringos: se limpia y cose la herida, se enyesa toda la parte del cuerpo afectada y los alrededores, y se le inyecta antibióticos dos veces por día durante un par de meses. De esta forma le salvaremos el brazo, pero temo que le vaya a quedar algo deforme».
Lo que el doctor no les explicó fue que esa deformidad también iría, probablemente, a debilitar su autoestima, haciéndole verse como un inválido, como un hombre que no podría mostrar su torso desnudo a nadie, como un hombre incompleto. Pero lo que el doctor ni nadie supo en ese momento fue que ese evento también provocaría un efecto que involucraría a toda Arequipa.
Ese efecto nació de una peculiaridad —algunos la llamarían maldición— de la familia Lozada: un miembro masculino de esta familia es responsable de los temblores y terremotos en la Ciudad Blanca. Esta reacción telúrica se activa cada vez que el asignado generacional muestra signos de pena. Es decir, cada vez que él se entristece, hay un sismo en Arequipa.
Las particularidades de este poder son todavía una incógnita, pero se cree que todo empezó cerca del año 1600. Los habitantes de la recién fundada Arequipa vivieron una catástrofe sin igual. El volcán Huainaputina erupcionó. Cinco pueblos cercanos fueron aniquilados por completo. Arequipa se cubrió de cenizas y de nubes de carbón de las que salían rayos. El sol no se dejaba ver, las familias arequipeñas perdieron la capacidad de dormir por los temblores constantes —hasta veinte por día—. Algunos historiadores explican que estruendos de explosiones se llegaron a escuchar incluso en Lima. La desesperación caló tan hondo que todos invocaron a los dioses en quienes más confiaban. Incluso se sacrificaron animales. Fue en esa mezcla de rezos, sangre, lágrimas, gritos, frustración, fe y terror que, involuntariamente, se conjuró que el control de los movimientos de la lava y de las placas tectónicas residiera en la tristeza de un jovenzuelo, de cuya descendencia saldría siempre el sucesor de esta penosa responsabilidad.
La transición de un portador al siguiente, según aquellos que dicen conocer todos los secretos de la Ciudad Blanca, se lleva a cabo después de que el elegido cumpla los sesenta años y un miembro adolescente de su familia sufra un evento traumático. Es así que 350 años después de la cuasi destrucción de Arequipa, la ciudad presenció un incremento repentino de temblores —los hubo casi diarios—, lo que causó pánico e histeria entre la población, en especial porque días antes de ese samaqueo de la naturaleza, los ciudadanos habían experimentado una sangrienta batalla frontal contra las fuerzas del gobierno de Odría.
Cuando el olor a pólvora se había disipado por completo de las calles de Arequipa, el joven Manuel Lozada Stanbury aún no veía la conexión entre el momento en que su pecho se llenaba de tristeza al sentir dolor proveniente de la herida en su brazo y el movimiento del suelo bajo sus pies. Fue un año después, cuando ya no tenía el caparazón de yeso sobre su cuerpo y tampoco la habilidad para estirar su brazo más allá de los noventa grados que, al recordar ciertas leyendas familiares que hablaban sobre el poder de los Lozada para controlar el clima y de esta forma mejorar sus cosechas e incrementar su fortuna, se percató de este extraño vínculo.
La relación quedó clara el día en que varios compañeros de salón lo rodearon y le pidieron, a empujones y llamándole “manco”, que se quitara la camisa para mostrar la enorme cicatriz que había dejado la bala en su cuerpo. Allí, apenas sus ojos se humedecieron, se inició un temblor que logró rajar una de las paredes de su colegio.
Por miedo a que sus compatriotas vieran su desaparición de este mundo como una buena forma de librarse de los temblores —razón por la cual todo Lozada siempre mantuvo en secreto su poder hasta su tumba—, convenció a su padre de enviarlo a vivir con algún familiar a Lima durante su último año escolar, argumentando que en la capital había mejores hospitales donde continuar con su rehabilitación.
Al mudarse fuera de Arequipa, la conexión entre su tristeza y los temblores en su ciudad natal se debilitó, mas no desapareció, por lo que tomó la decisión, después de terminar el colegio en la capital, de seguir los pasos de su hermano Jorge y llevar a cabo sus estudios universitarios en Bolivia, pensando que mientras más lejos esté de su ciudad natal, menos temblores podría ocasionar.
Sus planes no siguieron el curso esperado, ya que después de un año de acudir a la Universidad de Oruro, en la tundra serrana del país altiplánico, se cancelaron las clases indefinidamente a causa de una revuelta estudiantil. Al no querer regresar a Arequipa y causar estragos, decidió lanzarse a la aventura y tomar a pecho la invitación que le hizo su mejor amigo en Oruro, Alcides Frangippani, un brasilero proveniente de San Pablo, e intentar suerte en Brasil y aplicar a la Universidad de San Carlos.
Entre samba, cachaça, un nuevo idioma, clases universitarias, buenas y malas amistades, y feijoadas, Manuel se olvidó de su conexión metafísica con la ciudad que lo vio nacer, hasta que una rara enfermedad viral, mezclada con una pésima alimentación —utilizaba el poco dinero que su padre y su hermano Benigno le enviaban en alabar a garotas— lo postró en su cama por varias semanas. La noticia de lo delicado de su salud cruzó fronteras y llegó a los oídos de sus padres, quienes, pensando que la muerte rondaba a su hijo desde que se escapó de sus garras hacía cinco años, decidieron realizar el cansado trayecto desde Arequipa hasta San Carlos.
La señora Yolanda se llevó las manos a la boca al ver a su hijo: éste se había convertido en un manojo de huesos. Apenas se podía levantar del pequeñísimo y sucio colchón que se encontraba en un pequeñísimo y sucio cuarto en una pequeñísima y sucia pensión. Su padre Benigno, chacarero, militar y abogado, gritó con pena y frustración que ningún Lozada debía vivir de esa forma, que no por nada eran dueños de casi toda la villa de Cayma y gran parte de Cerro Colorado, por lo que se quedarían con él por dos semanas para asegurarse de su mejora. Después agarrarían las pocas posesiones que tenía y regresarían a Arequipa sin importar que no termine su carrera.
Manuel no tuvo fuerzas para discutir —además que desde niño vio a su progenitor con cierto temor— ni para intentar explicarles que el arribo a su ciudad podría desatar sismos, lo que haría peligrar la vida de su familia. Esta segunda razón no salió de su boca también porque sabía que ese destape de honestidad hubiera podido inclinar a sus padres a internarlo en un manicomio.
Dos meses y seis días después de cumplir veintidós años, Manuel admiró de nuevo el Misti por primera vez en más de cuatro años. Ya instalado en la casa de sus padres, comenzó un régimen mental: se esforzaba en controlar sus sentimientos no solo para bloquear toda muestra de tristeza, sino también para controlar la enorme frustración que constantemente explotaba en su pecho por hacer algo que odiaba: administrar parte de las chacras de su padre.
La monotonía de su vida y su forzada rigidez emocional parecieron tambalearse desde el día en que, en una de las tantas celebraciones religiosas que se llevaban a cabo en la plaza de Cayma, vio a una chica parada bajo uno de los arcos de sillar. Se quedó obnubilado, fascinado por la dulzura de ese rostro. En tres fechas diferentes la vio en el mismo lugar, inmóvil y sola, y en esas tres ocasiones las ansias de acercársele ganaron cada vez más espacio al temor y vergüenza que sentía. Esto gracias a la idea de que, a pesar de que no habían intercambiado palabras, él había comenzado a enamorarse de ella.
Una noche, Manuel, sin ganas de estar en la casa de sus padres, salió a dar una caminata, a pesar de que ya era muy tarde y le esperarían calles frías y solitarias. Cuando entró a la plaza de Cayma la encontró. Allí estaba la joven que le robaba el sueño, sentada en una de las bancas. Indeciso, dándose ánimos a sí mismo, logró acercarse a ella y sentarse a su lado. Le pareció como si ella no hubiera notado su presencia, ya que no separaba su atención, como si ella fuese un maniquí piadoso, de la iglesia.
“¿No tienes frío?”, le preguntó Manuel. Ella volteó su rostro. Él se percató de que esos ojos tenían algo extraño, como si fuesen solo cascarones de ojos, como si detrás de esas pupilas existiera un vacío enorme. Pensó que era la falta de luz y la baja temperatura lo que provocaba ese efecto. Ella le respondió con un “no” calmado y regresó su atención al templo.
—Te he visto varias veces por aquí. ¿Vives en Cayma? Yo soy un Lozada, de seguro has escuchado ese apellido.
—Sí, vivo por aquí.
—¿Desde siempre? Yo viví varios años en Brasil.
—Sí, desde siempre. Cuéntame sobre Brasil, yo sé que nunca visitaré ese lugar, nunca saldré de Arequipa.
—¿Por qué dices eso? De seguro lo harás, incluso si conoces a alguien especial, tal vez recorras el mundo con él.
—Dale, cuéntame sobre Brasil.
Hablaron por hora y media. La conversación se condujo por las constantes preguntas provenientes de ella y las anécdotas que él recontaba sobre sus experiencias fuera del Perú.
—Ya son casi las once, me tengo que ir —dijo ella parándose de repente.
—Está bien, sí, ya es tarde, te acompaño a tu casa.
—No, quédate aquí hasta que me vaya.
—¿Quedarme?
—Sí, prométeme que te quedarás sentado hasta que ya no puedas verme.
—¿Pero por qué…?
—Promételo.
—Sí, sí, lo prometo. Oye, pero no me has dicho tu nombre.
—Mónica.
—Un gusto, Manuel. Y, oye, ¿cómo puedo hacer para volverte a ver?
—Yo estaré en esta banca todos los martes a las nueve y media de la noche.
—¿Y puedo venir a visitarte?
—Sí, me gustan tus historias —sonrió por primera vez desde que se encontraron.
—Qué bueno, entonces, te veo en una semana.
—Sí, adiós.
Manuel la siguió con la mirada hasta que desapareció detrás de uno de los arcos de la plaza. Durante el camino de regreso a la casa de sus padres y durante los seis días que siguieron, Manuel repetía en su mente la imagen del rostro de Mónica, esperando con ansias que pasen los días para volverla a ver.
Llegó el día esperado y como un fiel reflejo del martes anterior, cuando él llegó a la plaza de Cayma a las nueve y media de la noche, la vio en la misma banca sin nadie a su alrededor. Hablaron hasta poco antes de las once de la noche, como si quisieran establecer una rutina: ella preguntaba detalles sobre su vida, él obedecía; él intentaba indagar sobre su vida, ella se negaba a responder; él se enamoraba más con cada palabra que intercambiaban, ella no mostraba alguna señal de sentimientos en su rostro. Ese encuentro, como los siguientes tres, terminó abruptamente cuando Mónica se paró, le dijo que se quedara sentado hasta que ya no la pueda ver, y desapareció entre los muros de sillar.
Manuel, durante las semanas en las que comenzaba a imaginar una vida al lado de Mónica, comenzó a tener un conflicto en su mente. Por un lado, se decía que el regreso a Arequipa no había sido tan mala idea, pues había conocido a quien él creía era la mujer de su vida; por otro lado, había recibido una propuesta radical por parte de su hermano Benigno: mudarse a Venezuela donde él y otro de sus hermanos, Gerardo, residían desde hacía más de un año.
—Manolo —le dijo Benigno—, hermano, si no te gusta trabajar en la chacra y tampoco vivir con nuestros padres, vente para Venezuela, yo te pago el pasaje. No tienes idea de la riqueza que hay acá. Desde que encontraron petróleo, el trabajo sobra, muchos peruanos están tomando la decisión de migrar aquí, hazlo tú también.
Para poder tomar una decisión, decidió que era momento de declarar su amor. Durante la mayor parte del encuentro con Mónica, él se notaba nervioso y le tomaba mucho esfuerzo encontrar las palabras que buscaba utilizar para expresarse. Ella, como era usual, se notaba tranquila, como si no notara la incomodidad de su interrogado. Al marcar las diez y media, Manuel se quedó callado, aspiró profundamente tres veces y dirigió su mirada hacia el cielo, enfocándose en las tres estrellas del Cinturón de Orión.
—Mónica, te quiero decir algo.
—¿Es sobre la historia de cómo cruzaste el lago Titicaca para llegar a Bolivia y casi te congelas en el trayecto? Me encantaría escucharla de nuevo.
—No, no quiero hablar sobre mi vida, quiero hablar sobre lo que siento, lo que siento por ti.
—¿Lo que sientes por mí?
—Mónica, estoy enamorado de ti, quiero que seas mi enamorada.
—No puedo ser tu enamorada.
Comenzó un temblor; las ramas de los árboles se sacudieron, pequeñas piedras en el suelo saltaron fúricamente. Mónica y Manuel se mantuvieron inmóviles, sin decir nada, hasta que el sismo se detuvo.
—¿Es que tú no sientes nada por mí? Es por mi brazo, ¿verdad? Es porque soy deforme.
—No es por eso, es porque… ya van a ser las once, me tengo que ir —se paró de la banca.
—No, por favor— él también se paró.
Comenzó otro sismo, un poco más débil que aquel anterior.
Ella cerró los ojos por varios segundos. Al abrirlos, ellos estaban llenos de pena; fue la primera vez que su mirada emanaba muestras de algún sentimiento.
—Mañana lo descubrirás, y cuando lo sepas, prométeme que ya nunca más insistirás con esto de que quieres que sea tu enamorada.
—¿Mañana? ¿Por qué mañana y no hoy?
—Dame tu casaca, tengo frío.
Él, confundido, obedeció.
—Ahora acompáñame a la puerta de mi hogar.
—Pero ¿no me puedes…?
Ella le dio la espalda y comenzó a caminar. Anduvieron en silencio por calles pobremente alumbradas, entre casas de un solo piso hechas de piedra volcánica, entre acequias que en ese momento estaban sin agua, entre el sonido de lechuzas y grillos, hasta que ella se detuvo al lado de una puerta pesada de madera que parecía ser la entrada hacia una huerta, ya que sobre los muros sobresalían ramas de dos árboles de lúcuma de buen tamaño.
—Ya sabes dónde resido, ahora regresa a tu casa y mañana ven por tu casaca al mediodía.
—Mónica, no entiendo tu actuar, me dejas confundido y también algo molesto.
—Mañana lo comprenderás. Ahora vete, que no voy a ingresar hasta que hayas desaparecido.
Así lo hizo; Manuel regresó a su hogar y pasó la noche sin poder pegar los párpados debido al enmarañamiento de diversas emociones y pensamientos que se abalanzaron los unos sobre los otros dentro de su pecho y mente. Al día siguiente se levantó de su cama, como era rutinario, a las cinco y media. Tomó desayuno con sus padres y sus hermanos menores, Edmundo y Yolanda, y fue a una de las chacras de la familia donde un grupo de peones estaba cortando alfalfa. Cuando tocó el primer turno de descanso con su respectivo vaso de chicha, Manuel fue corriendo al hogar de Mónica y tocó la puerta cuatro veces. Salió una señora que llevaba un mandil color celeste.
–¿Sí? ¿A quién busca?
–Buenos días, vine a buscar a Mónica, supongo que es su hija.
Ella abrió los ojos ampliamente como si acabara de recibir una mala noticia.
—Mónica… ¿usted quién es?
—Soy Manuel Lozada Stanbury, amigo de su hija.
—Pero, usted, ¿usted no sabe? —se notó afligida—, Diosito se llevó a mi hijita hace ya varios meses.
—No… no le entiendo señora.
—Mi hijita murió en febrero, joven —se le quebró la voz.
—No puede ser, yo… si yo…
—Lo sé, joven, es difícil aceptar que una mujercita tan linda se nos haya ido tan joven. Si quiere visitar su tumba, ella está descansando en la Apacheta.
—Pero… es que… —un vacío crecía en su interior— tengo… quisiera visitar su tumba, me… podría —se sentía mareado— indicar en qué parte del cementerio está.
—Sí, claro, joven, vaya usted al ala oeste, al lado del mausoleo de la familia Oviedo, por ahí verá un ángel de sillar con solo una alita, la otra se le quebró en un temblor hace poco. A los pies de la estatua está mi Moniquita.
Manuel fue corriendo al establo de su familia, puso la montura sobre un caballo y cabalgó hacia el cementerio de la Apacheta, al otro lado de la ciudad. Amarró al animal en una de las rejas de la entrada y preguntó a uno de los guardias sobre la ubicación del mausoleo de los Oviedo. No le tomó mucho tiempo encontrarlo, y como se lo indicaron, vio la figura de un ángel con solo un ala. Sobre ella había algo colgado que no reconoció hasta estar a unos cuantos pasos de la estatua: su casaca.
Leyó la placa de mármol: “Aquí yace Mónica Huerta Valdivia, nuestra hija adorada. Qué Dios te tenga en su misericordia infinita”. Alzó su mano derecha, estaba temblando, acarició levemente el rostro del ángel cuya mirada se dirigía al cielo como si no estuviera de acuerdo con una decisión divina. Manuel alzó la casaca, trató de encontrar algún aroma femenino; solo detectó el olor a sillar. El suelo tembló. Estatuas y lápidas oscilaban hacia adelante y atrás. Las pocas personas en el cementerio se persignaban y rezaban mirando al cielo. La única ala de la estatua se rajó hasta caer al suelo. Ese bloque de sillar con plumas esculpidas se partió en tres. Se secó las lágrimas con un pañuelo. Poco a poco, el sismo se detuvo. Colocó de nuevo la casaca sobre el ángel sin alas. “Hará mucho frío en la noche, te ayudará”, pensó. Dio media vuelta hacia la salida. Dos semanas después Manuel tomó el avión rumbo a Caracas.
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Víctor Manuel Lozada es autor de las novelas “El sueño de cerbero” (Surnumérica, 2019) y “Discerpo” (Animal de Invierno, 2021), y de los libros de cuentos “Sí, quédese” (Quimera Editorial, 2022) y “Piel, delirio y volcanes” (Liwru, 2022). Este año, Lozada participará en el programa de residencia para artistas del Institut Français en la Cité Internationale Des Arts en París, donde realizará un proyecto literario que busca unir a la Catedral de Arequipa con la Catedral de Notre Dame en la capital francesa.