Vivir la muerte: el debut literario de Lizardo Aguilar

Lizardo Aguilar no solo narra, sino que arrastra al lector a la escena, convirtiéndolo en un testigo más de la hipocresía. Un texto de Evelyn González.

Escribe Evelyn González Colín

¿Uno puede volverse loco por perder su bandera?,
¿o por ganar un sueño?
La literatura está llena de locos, al natural y a la fuerza.

Lizardo Aguilar

Algunas historias te atrapan por los hechos, y otras por la forma de narrarlos. Asesinos imaginarios, de Lizardo Aguilar, logra ambas cosas. Desde su primera página, el libro deja claro que no es una colección de cuentos convencional: cada relato representa un golpe de realidad envuelto en una prosa que nuca se detiene; no hay tregua para los personajes, y, mucho menos, para el lector.

A partir de la primera historia, el tono se establece. En “Asesinos imaginarios” (cuento que da título al libro), la muerte no es un evento solemne, sino un carnaval macabro, una puesta en escena con personajes que interpretar:

Las sombras se movieron, los payasos góticos adquirieron un aspecto grotesco y colorido, el maquillaje pálido te recordaba esa infancia a la que nunca quisieras regresar; esos movimientos pausados y calculados te trajeron a la mente a Pogo, el payaso con el que sigues soñando y en el que poco a poco te fuiste convirtiendo.[1]

Lizardo Aguilar no solo narra, sino que arrastra al lector a la escena, convirtiéndolo en un testigo más de la hipocresía. Nada en esta historia es lo que parece, así, la identidad del asesino recae sobre los hombros del lector. Sin embargo, la joya más preciada de este cuento es la crítica expuesta entre cada línea.

Pero este libro no solo habla de la muerte, sino también de los sueños que nunca se cumplen. En “Los últimos comerciales”, el arte se transforma en una fórmula vacía. Lizardo Aguilar retrata un mundo en el que la literatura deja de ser una expresión creativa y se convierte en una receta de cocina.

La sensación de estafa no duró nada. Apenas terminé las instrucciones, comencé a escribir. Una voz por el auricular me corregía: este sinónimo es preferible, no utilice adverbios, intercambie párrafos, es momento de un giro narrativo, juegue con las voces, el final tiene que ser circular.

Es un cuento que oscila entre la sátira y la tragedia, porque lo que denuncia es devastador: la comercialización absoluta del arte y la desesperanza de quienes intentan crearlo.

La misma crudeza se encuentra en “Muros de cristal”, un cuento que nos introduce en la psique de un recluso que no busca redención ni justificación, sino que simplemente se muestra como es. En un mundo donde la sociedad tiende a darle explicaciones a la maldad, el autor se atreve a mostrarla sin adornos. Esta no es una historia de transformación. “Muros de cristal” no trata de generar empatía, sino de exponer una verdad incómoda: hay seres que, sin importar su castigo, continuaran fieles a su oscuridad sin remordimientos.

Por otro lado, “Los coyotes en el jaripeo y las sombras del camaleón” rompe con el mito del sueño americano para mostrarlo como lo que realmente es: una travesía de dolor y supervivencia. No hay promesas de un futuro mejor, solo un viaje en el que la desesperación empuja a seguir avanzando. Con descripciones que rayan en lo testimonial, este cuento borra la distancia entre lector y protagonista, haciendo que quien lo lee no solo comprenda la historia, sino que la viva.

No importa de qué color sea el presidente mañana, ni la cantidad de muros que construyan, siempre seremos los extranjeros incautos, solo unas ovejas descarriadas que acompañan a los coyotes por el desierto, unas tontas ovejas que no saben nadar, que se ahogan en la esperanza y que se engordan en la pesadilla de un futuro mejor.

Por otra parte, “Los topos” sobresale por su originalidad. El escritor huancaíno nos adentra en una historia que, a primera vista, parece fantástica, pero que, en realidad, es una metáfora poderosa sobre la marginación y la desesperación. A través de una prosa poética y cargada de imágenes simbólicas, el cuento retrata la vida de los drogadictos que habitan en los márgenes del río Rímac. Lejos de mostrar una historia convencional sobre la adicción, el autor nos arrastra a la mente de estos personajes, haciéndonos partícipes de su aislamiento y su lucha por sobrevivir en un mundo que los ha olvidado.

Lizardo Aguilar logra que la crudeza de la historia se camufle en una prosa casi onírica, obligando al lector a ver la desesperanza a través de los ojos de quienes han sido marginados por la sociedad: “He olvidado cómo son los arcoíris, solo sé que tienen muchos colores, pero entre más lo pienso, más lo olvido; las imágenes en mi mente se deforman”.

Pero quizás el cuento más perturbador del libro sea “¿Qué puede pasar por el ojo de una aguja?”, donde el escritor aborda el abuso infantil con una maestría aterradora para obligarnos a mirar lo que muchas veces preferimos ignorar: que la maldad puede habitar incluso los lugares más sagrados. La tensión crece con cada línea, logrando que el lector, aún sin saber exactamente qué ocurre, sienta la angustia de quien lo vive. Este libro es una radiografía de un mundo en el que la muerte se vuelve espectáculo, la creatividad se vende en paquetes predefinidos, la migración es una condena y la infancia no siempre es sinónimo de pureza. Todos los cuentos de Asesinos imaginarios tienen algo en común: no buscan ofrecer consuelo. Aguilar no escribe para calmar al lector, sino para confrontarlo. Esta obra sacude y deja marcas; no llegó solo para quedarse sino para incomodar a quienes se atrevan a leerlo.


[1] Todas las citas en esta reseña corresponden a Lizardo Aguilar, Asesinos imaginarios, Lima, Colmillo Blanco, 2024.

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