Escribe Eric V. Álvarez
.
La correspondencia privada ha servido en literatura (y en otras tantas ramas del conocimiento humano) para comprender procesos creativos, choques y enfrentamientos ideológicos, amistades que se cimientan o se diluyen, traumas, alegrías y depresiones. Así, cuando in interlocutor está ausente, quien escribe la carta tiene la entereza de expresar en el papel con absoluta libertad todo el caudal de ideas y sanciones que le despierta el otro.
Y, aunque poeta, el caso de Alejandra Pizarnik es particular porque es ciertamente conocido por todo su trabajo con los versos, pero sus facetas un tanto más desconocidas son la de diarista y la de su correspondencia que, sin embargo, han visto hermosas ediciones en los últimos años.
El libro que nos interesa comentar abarca de 1960 a 1964. Se trata de la correspondencia que Alejandra Pizarnik tuvo con su psicoanalista, el doctor León Ostrov. Su primer encuentro ocurrió cuando ella tenía 18 años, a mediados de 1954 y, según se sabe, la terapia duro poco más de un año. Hacia 1960, la poeta se instala en París y entabla con el doctor una relación epistolar que comprenden las veintiún cartas que se han conservado y que se incluyen en el volumen publicado por la editorial Eduvim.
Aunque de edades muy distintas (León Ostrov había nacido en 1910 y Alejandra en 1936), fundaron su amistad en intereses comunes: la literatura y la filosofía. Alejandra veía al doctor como un padre con el que podía dialogar sobre sus traumas, angustias y depresiones, y también sobre todo aquello que la exaltaba y la entusiasmaba. La hija del doctor Ostrov, Andrea, dice al respecto: “La escritora expone con total crudeza sus estados de ánimo más desolados, cuando la depresión más devastadora la invadía”. Una depresión que le hace decir a la poeta: “Yo creo que hay algo muy complejo y difícil y terrible en la gente como yo: las que no quieren curarse y demandar ayuda: ayúdame pues no quiero que me ayuden”. Y también: “Entonces le escribo a usted, como si le pidiera que me ayude contra lo que en mí quiere ir a la caída, eso en mí enamorado de la miseria, de la pobreza, del malestar, del desamparo, de lo huérfano, de la muerte. Hasta pensé esto […]: o lo haces y trabajas como una mujer adulta o te vas al Sena y das el sonido de un cuerpo menos”.
Miseria, orfandad. Intemperie y deseo suicida. Todas estas cartas están signadas por el eco de esas palabras, pero sobre todo de una que Alejandra expone con reticencias y acaso con cierta vergüenza: ayúdame.
El doctor Ostrov trató de ayudarla, no solo como profesional sino también como amigo. Su labor descansaba además en tratar de que la poeta reforzara su autoestima, de que tomara decisiones y de darle aliento en sus proyectos.
Sin embargo, en estas cartas también se hace patente la lucha de Alejandra Pizarnik por tratar de escribir: “Esta carta me exige un enorme esfuerzo”, afirma. La poeta que sabía clarificar en sus versos sus estados del alma se detenía cuando debía escribir una prosa confesional, como se desprende de sus propias palabras.
Desasosiego. Depresión. Proceso creativo. Esto último se hace presente pues las cartas son también testimonio del alto talento que Alejandra Pizarnik poseía. Un talento en el que muestra una despiadada lucidez contra sí misma, un amor inconmensurable hacia la literatura y hacia algunos autores a los que ella amaba (se sabe que era una ferviente lectora de Vallejo).
Y aunque las cartas finalizan en 1964, la amistad entre ellos perduraría hasta el último instante. Este formidable libro nos muestra esa decadencia a la que se había entregado la poeta argentina. Alejandra Pizarnik se suicidó el veinticinco de setiembre de 1972 con una sobredosis de seconal. La muerte, paradójicamente, no triunfó en el caso de Alejandra: le dio la inmortalidad.
Cartas. Pizarnik-Ostrov
Edición de Andrea Ostrov
Editorial Eduvim – 2012
221 páginas