“Woody”, una historia de Álex Rivera de los Ríos

"Los faros iluminaban el parabrisas cuando Pablo viró de golpe el volante", ¿qué haría Woody? En la exploración del temor y la soledad frente al destino inevitable, quizá la mirada se convierta en una forma de ir fijando la memoria. Un cuento del escritor arequipeño Álex Rivera de los Ríos.

Sucedió una noche de julio o agosto del año pasado, cuando él aún conservaba la custodia de los gemelos y no vagabundeaba de un lugar a otro en busca de trabajo. Por entonces, Pablo ya estaba instalado de nuevo en casa de su madre, había renunciado a su puesto en la oficina de seguros y trabajaba en la pizzería de un viejo compañero del colegio. Aunque muchos amigos intentaban animarlo con palabras de aliento y promesas de cambio, era evidente para él que su vida se había arruinado en sólo un año: trabajaba como un esclavo para alguien de su misma edad, ganaba menos de la mitad que antes, no tenía derecho a voto con su madre y encontraba por doquier nuevas dificultades y cambios que lo enervaban.

  Para comenzar, estaban los malditos ferrocarriles. No había noche que no se cruzara con esos armatostes de metal, los cuales llegaban justo cuando él debía cruzar los rieles para entregar los pedidos de pizzas o volver a casa de su madre. Cada noche debía esperar detrás del volante de su Kia a que pasaran los vagones, mientras él se desesperaba pensando que volvería a tragarse la multa por no entregar a tiempo las cajas. El distrito donde su amigo había instaurado su pizzería limitaba con una de las vías férreas más saturadas del país: por ahí, cada media hora, trenes de interminables vagones llegaban y se iban transportando minerales o productos agrícolas. Su situación se agravaba los fines de semana, cuando después del trabajo debía cruzar la ciudad entera, llegar a su antiguo departamento y recoger a los gemelos. Si el ferrocarril cargaba más vagones de lo normal y encima de eso demoraba en maquillar la lista de devoluciones de pedidos a su amigo, las cosas se ponían aún peor de lo que ya estaban. Carol había puesto como límite las diez de la noche. Ni un minuto más, ni uno menos. Después de esa hora los ponía a dormir y entonces debía esperar hasta la semana siguiente para verlos. Aunado a eso, Pablo debía soportar la retahíla de reclamos e imprecaciones que su exmujer le lanzaba por la tardanza.

  Esa noche no fue la excepción. El reloj digital del Kia marcaba las nueve con cincuenta y el ferrocarril de turno no se acababa nunca. Tamborileando el volante con ansiedad, aguardando a que la luz se tornara verde y se levantara la barra de protección, Pablo hacía lo posible por reprimir sus pensamientos y no recaer así en un cuadro violento de maldiciones. Parte de este humor se debía a la discusión previa que tuvo con su amigo acerca de unas pizzas que llegaron a direcciones erróneas. Según Pablo, la culpa no fue suya, pues quien anotó mal las direcciones fue el otro. Su excompañero de clases, en cambio, lo amenazó con la promesa de amonestarlo con el doble de multas y ponerlo a limpiar los inodoros durante un mes entero. La discusión fue acalorada y ninguno estaba dispuesto a ceder, pero como se hacía tarde Pablo tuvo que asumir de nuevo el costo de las cajas devueltas. Además de esto, como era sábado por la noche, una sobrepoblación de autos y taxis asfixiaba las pistas con pasajeros ansiosos de perderse en discotecas, bares o karaokes. Hacía meses que Pablo no salía a ningún lado. A excepción de una que otra lata de cerveza que bebía a solas en el auto o en su habitación luego de camuflarla de los ojos de su madre, sus noches eran todas planas, insustanciales. De hecho, desde que sus hijos nacieron, su vida no fue otra cosa que una repetición en cadena de días y noches olvidables. Carol y él lo sabían mejor que nadie.

  Cuando la barra de protección se levantó y él pudo poner el auto en cuarta, llevaba ya cinco minutos de retraso. Serpenteó entre ambos carriles y estuvo a punto de colisionar con dos autos antes de llegar al departamento. Estacionó frente al edificio exactamente a las diez con veinte minutos. No esperó al ascensor y subió por las gradas dando ágiles saltos. Llegó al cuarto piso con la playera empapada y casi sin aliento. Carol abrió la puerta.

  —Hay mucho tráfico hoy —balbuceó Pablo, sosteniéndose del marco de la puerta—. Esta vez sólo fueron veinte minutos, Carol; no seas tan estricta.

  —Descuida —dijo ella, girando sobre sus talones y dándole la espalda—. Los niños están viendo televisión. Puedes llevártelos cuando termine su película.

  Pablo ingresó, se miró en el espejo del recibidor y trató de sacarse el sudor con las muñecas. Se había sorprendido por el tono de voz de su exesposa. Sonaba reposado, conciliador. Luego de recibirlo, Carol se metió en una de las habitaciones y desapareció de su vista. Respiró aliviado e ingresó con confianza en la sala. Los gemelos, en efecto, aún estaban despiertos y miraban la televisión sentados en el sofá principal.

  —Cómo están, muchachos —saludó Pablo.

  —¡Hola, papá!  —exclamaron al unísono, pero sin despegar la atención del aparato. Ambos, de seis años, vestían ropas similares y abrazaban unos muñecos idénticos contra el pecho.

  —¿Qué miran? —preguntó él, sentándose en el brazo del sofá.

  No respondieron. Embobados y sonrientes, iluminados por el brillo de la pantalla, parecían dos objetos decorativos. Emitían de vez en cuando risas y gritos de emoción, o negaban con la cabeza en gesto de rechazo, pero nunca sin apartar la mirada del televisor. Pablo reconoció de inmediato la película. Era la última de Toy Story, la cinta de animación por computadora donde unos juguetes cobran vida y pasan un sinfín de aventuras mientras su dueño, un niño de nueve años, no juega con ellos. Pablo había llevado a los gemelos a verla al cine y estos habían quedado tan fascinados con el personaje de Woody, el valiente vaquero que hace lo imposible por volver a las manos de su dueño, que Pablo tuvo que comprarles en Navidad el muñeco oficial del personaje. No eran los únicos embelesados por el vaquero; la moda se había expandido como una enfermedad infantil global y parecía no tener fin cercano. Era el año de Woody. Los padres modernos, según Carol, debían entender y estimular esta clase de caprichos: de ese modo los niños irían construyendo una memoria sana y feliz de su infancia. A Pablo le resultaba irónica esta novedosa actitud paternal. Cuando él era un niño y su padre seguía vivo, este jamás se interesó en sus juegos o pasatiempos, y mucho menos en la calidad de «sus recuerdos futuros». Era un sujeto tiránico, que sólo sabía dar órdenes y trabajar. Sin embargo, pensó Pablo, esto no impidió que su recuerdo perdurara. Poco antes de fallecer, por ejemplo, su padre hizo algo increíble. Sucedió en su cumpleaños número ocho. Por ese tiempo, Pablo había leído muchas revistas acerca de vampiros y estaba convencido de que esos monstruos nocturnos en verdad existían. Aparte de una vasta colección de posters y almanaques de condes y castillos en Transilvania, escondía debajo de la cama, por si acaso, una cruz de madera y un rosario de ajos. En su fiesta de cumpleaños, mientras sus compañeros de colegio se aburrían y se burlaban de su inocencia por creer en esas mentiras, su padre irrumpió de pronto en el salón. Envuelto en un manto negro y portando unos colmillos postizos, comenzó a actuar como un demente. Se lanzó a perseguir y morder a sus compañeros, que huyeron raudamente dando alaridos de terror auténtico. Pablo nunca comprendió por qué su padre hizo eso, y no estaba seguro si se trataba de un recuerdo triste, amargo o feliz. Era, no obstante, la imagen más real que guardaba de él. De hecho, recordaba a su padre sólo a partir de esa escena.

  —Han visto esa película como cien veces —dijo Carol—. Es la única forma de tranquilizarlos.

 Se había deslizado hasta la sala en algún momento. Parada detrás del sofá, con gesto de impaciencia, terminaba de colocarse los pendientes. Él no lo había notado al entrar, pero Carol tenía el cabello planchado y estaba maquillada. Ahora llevaba puesto un vestido azul que entallaba su cintura y, gracias al escote, permitía un generoso panorama de sus senos. Lucía muy bien. Gracias a una amiga en común, Pablo se había enterado de sus nuevas dietas, tratamientos de belleza y de las visitas diarias al gimnasio. En sólo un año ya parecía otra mujer. Tras girar el cuerpo sobre el sillón, la observó de lleno. La razón de tanta amabilidad, comprendió, ya estaba justificada.

  —Quién es el afortunado —preguntó Pablo, mostrando los caninos mientras sonreía—, y adónde la llevará, señorita.

 —Es una cena de gala —resopló Carol, dirigiéndose al espejo del recibidor—. Y no, no podrás conocerlo. Yo lo alcanzaré en el restaurante.

  —No es tan caballeroso el galán.

  —No es de tu incumbencia, Pablo.

  Comenzó a mover los labios frente al espejo. Los pintaba y los alineaba con cuidado. El vestido, con cada movimiento suyo, dejaba al descubierto parte de su espalda y piernas. Su perfume hacía rato que había absorbido el aire de la sala.

  —Si quieres, podemos llevarte —dijo Pablo, señalando con la cabeza al sillón—. No será una molestia.

  —No, gracias —bufó ella—. Un auto de la compañía vendrá en cualquier momento.

  No bien escuchó esto, se impulsó de golpe y se plantó frente ella. Los niños no prestaron atención a su cambio de movimiento: seguían concentrados en las imágenes de la televisión. La película ya estaba por terminar. Pablo la conocía de memoria: Woody y sus amigos se libraban de un viejo y malvado granjero y, a toda velocidad sobre un auto, emprendían el regreso a casa.

  —¿Saldrás con alguien de la compañía? —preguntó, arqueando las cejas.

  —Ya te dije que no es de tu incumbencia.

  —¿Zárate, el de gerencia? ¿Bejarano, de recursos humanos?

  Carol entornó lo ojos, giró el cuello violentamente y lo miró con ira. Sus labios rojizos y las pestañas delineados no atenuaban en nada la expresión hostil de su rostro.

  —No es mi culpa que renunciaras a la compañía, Pablo.

  —Tenía que hacerlo —respondió—. Todos los compañeros me odiaban.

  —Esa no es mi culpa —dijo ella, cortante—. Tú te lo buscaste.

  —¿Sabes lo que dirán de mí? —preguntó él—. Es sólo un año, Carol. Sólo un año.

  —Eso ya no tiene por qué importarte.

  —¡Me importa! —gritó, atenazándola de un brazo y mostrándole el puño.

  Producto de su reacción, mandó al piso un jarrón de vidrio que se hizo añicos en un instante. El sonido fue destemplado, punzante. Para su mala suerte, la película había terminado y los gemelos se habían levantado del sofá. Asustados, pálidos, lo miraban y se miraban entre ellos.

  —Los asustaste —gimió Carol, zafándose de su mano—. No deberías llevártelos. No deberías llevártelos nunca.

  —Tú lárgate a tu cena —bramó él, haciéndola a un costado—. Ellos vienen conmigo. ¡Al auto, niños!

  Ambos dieron un respingo y salieron apurados del departamento. No se despidieron de Carol, que se había quedado en medio del recibidor, contrita, quizás a punto de taparse el rostro o de maldecir.

  Ya en el auto, con los niños acomodados en el asiento posterior, Pablo golpeó y sacudió el volante con vehemencia durante varios minutos. Luego tomó aire por la boca, se acomodó el cabello y observó el espejo retrovisor.

  —Todo está bien, muchachos —dijo—. La pasaremos bien. Iremos con la abuela y veremos dibujos animados hasta la madrugada. ¿Qué dicen?

  Ellos, en lugar de contestar, se limitaron a asentir con las cabezas. Abrazando cada uno su muñeco del vaquero, miraban el piso del auto con los ojos vidriosos. Ese era el primer aviso de lo inevitable: en cualquier momento se echarían a gimotear.

  Puso en marcha el Kia y, a velocidad promedio, desanduvo el camino que hizo de ida. Si bien iba despacio, aceleraba sólo cuando querían rebasarlo o presagiaba una luz roja. Transitaban aún muchos autos y taxis, pero ocupaban el sentido contrario de la pista. Pablo estaba alerta del espejo retrovisor. A pesar de intentar cubrir el silencio hablándoles de cualquier tema o formulándoles preguntas amistosas, ninguno reaccionaba. Cuando una luz roja lo obligó a frenar, se inclinó sobre el asiento del copiloto y enarboló una de las cajas de pizza que su amigo le obligó a pagar.

  —Podrán comer lo que quieran —anunció—. Hay pizza de sobra.

  No hubo atisbo de respuesta.

  —Ustedes aman la pizza —insistió—. No me hagan rogar o me las comeré yo solo.

  Nada.

De pronto volvió a sentir cómo la sangre subía hasta su cabeza. Frotó el volante, intentando contenerse, pero se dio cuenta de que ya era demasiado tarde. Cuando la luz cambió a verde, presionó a fondo el acelerador. Las llantas rechinaron contra el asfalto. El auto saltaba y se bamboleaba conforme superaba baches, curvas y calles estrechas. Los niños se sujetaban adonde podían, pero sin soltar en ningún momento sus muñecos.   Descendían por una amplia avenida cuando Pablo atisbó, a su derecha, el estruendoso y conocido cuerpo de metal. Marchaba a velocidad discreta, con los faros y reflectores a media intensidad, pero el sonido de los guardabarros contra los rieles era inconfundible. Si sucedía como lo presentía, llegaría al cruce antes que su Kia. Volvería entonces a obstaculizarle la pasada durante los quince o veinte minutos que sus vagones demandaran. Pensó que no había forma de impedirlo. En los últimos meses había creído que lo del ferrocarril sólo era eso: una casualidad malsana, producto de su mala suerte. Ahora estaba casi seguro que significaba algo más, no sólo un insulto o una afrenta poética, sino el símbolo de algo más.

Y fue entonces que tuvo la idea. La vía férrea estaba orillada por un largo y simple camino de adoquines, que en ciertas partes se interrumpía con rastrojos de hierba salvaje y charcos de escasa profundidad. La cabina de control pronto alcanzaría, a nivel del asfalto, al auto. Luego de eso lo sobrepasaría y no habría forma de intentarlo. Era cuestión de no pensarlo más.

  Los faros iluminaban el parabrisas cuando Pablo viró de golpe el volante, superando así la malla de seguridad, e ingresó por un margen al camino de adoquines. El acelerador rechinaba y él lo pisoteaba sin clemencia. Se dio cuenta de que había alcanzado el máximo de velocidad cuando escuchó que desde la cabina de control hacían sonar la bocina de alarma.

  —Chicos, esto es un asalto —gritó, tras desenfundar una pistola invisible que apuntaba a los vagones—. Tenemos que frenar el ferrocarril y rescatar a nuestros amigos.

  Como si la velocidad y su voz se hubiesen fusionado en una especie de despertador, sus hijos salieron de su terror inicial y se miraron con las bocas abiertas, asombrados.

  —¡Vamos! ¿Qué haría Woody, muchachos?

  —¡Los rescataría! —gritaron al unísono, con ojos extasiados.

  Entonces los dos se apertrecharon en la ventana que daba al ferrocarril y sacaron sus muñecos al viento. Woody comenzó a balancearse, sonriente y a la vez inexpresivo, a un costado de las vías. Galopaba, corría o tiraba cuerdas invisibles. Los gemelos silbaban como vaqueros o, en el éxtasis, se llevaban las manos a las bocas y gritaban como indios salvajes.  La bocina del ferrocarril no dejaba de atronar, amenazante y escandalosa, pero en lugar de disminuir la velocidad Pablo siguió apuntando, disparando balas imaginarias o replicando con la bocina.

  El momento principal de esa noche, no obstante, sucedió después de quedar rezagados por la cabina de mando. Los vagones, pesados e idénticos, se sucedían uno tras otro con sus cargas inanimadas. Los muñecos de Woody, sin embargo, continuaron con la persecución. Y fue entonces que apareció el hombre. Estaba acodado en la cornisa del vagón que corría en paralelo. Era un hombre sin rostro. Al ver a los niños y sus juguetes, estiró el cuello, escupió el cigarrillo que fumaba y, sin más, desenfundó otra arma imaginaria. Comenzó a dispararles. Pablo revisó el retrovisor: era imposible describir la expresión en los pequeños rostros. Eran antorchas en ebullición, aunque con un color extraño, nuevo, como si la realidad los hubiera tomado por sorpresa y socavara cada fragmento del aire que respiraban.   El asalto terminó cuando el hombre del vagón levantó los brazos en señal de rendición y, saludando con efusión, desapareció metros adelante. Lo más seguro es que fuera un empleado, pensó Pablo, un operario sin rango que, aburrido después de tantas horas de viaje, entendió el cuadro del auto con los niños y los muñecos de Woody y quiso complacerlos. Pablo sabía que nunca más lo vería y que mucho menos conocería su nombre, pero después de que frenó y giró para ver a sus hijos y se reconoció a sí mismo en los ojos de estos, no pudo más que agradecerle mentalmente por aquel momento inolvidable.

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Álex Rivera de los Ríos. Arequipa, 1987. Es abogado de profesión por la UCSP y profesor de francés. Ha publicado los libros de relatos Nena (La Travesía Editora, 2013) y Deja que corra el agua (Surnumérica, 2021). Ha sido ganador del I Concurso de Cuentos Cortos de la UCSP, del I Concurso de relatos de la Editorial 12 Ángulos y del X Concurso Literario de El Búho. Cuentos y artículos suyos han sido recogidos en libros y revistas como: Los afectos (La Travesía, 2017), Aquella otra pasión (Quimera, 2018), Hasta que la muerte (o el amor) nos separe (Quimera, 2019) y Antología de narrativa arequipeña (Qumera Editores, 2021).

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