Escribe Francisco Joaquín Marro
La escena literaria limeña de los años 2000 (y ésta es una declaración atrevida y cuestionable, soy consciente de ello) fue dominada por dos factores concatenados que le dieron un carácter especial: 1) aparición de una generación de escritores surgidos de la especialidad de Literatura de la PUCP y 2) el nacimiento, dentro de ese mismo ambiente, de la editorial Estruendomudo.
¿UNA “GENERACIÓN ESTRUENDOMUDO”?
El retintín caleta, aristocrático y selectivo de la personalidad de Estruendomudo en los años 2000 (¡muy, muy diferente a como es ahora!) se basaba en una premisa tácita y no abiertamente declarada en esa época, que los no iniciados comentábamos y de la que hasta cierto punto nos mofábamos: casi todas las obras de Estruendomudo eran metaliterarias, es decir, que eran obras que hablaban de su propio proceso creativo. También solían ser obras con abundantes guiños a los maestros literarios pre años noventa: Artl, Borges, Bioy Casares, y algunas referencias a maestros de novela gótica, ciencia ficción y literatura pulp (Lovecraft, Arthur C. Clarke, Philip K. Dick), y que preferían retratar atmósferas carentes de “sabor local” (donde caracterizaciones como lugar, época y etnia solían ser obviadas). Es decir, obras en abierta oposición a la literatura urbana de la década anterior que enfatizaba las miserias de las juventudes de la clase media-alta. Curiosamente, estas obras de los años noventa locales, quizá inspiradas por la narrativa de Volpi y Fuguet, quisieron imponerse al exotismo latino y regionalista del Boom, negándolo, pero terminaron mostrándose como la avanzada de lo que hoy llamamos Globalización (el retrato de las vicisitudes de las élites latinoamericanas consumistas no se diferenció mucho de sus pares del primer mundo, altamente industrializado, una vez que se les retiró a aquellas la capa de color local).
Como fuese, las nuevas obras escritas al inicio del nuevo milenio 2000 constituyeron una nueva fase de oposición a la llamada “tradición realista nacional”. Se apartaban de las estéticas del Boom o el Indigenismo, y también contravinieron, de plano, la tradición urbana local de Vargas Llosa y Ribeyro, y lo hicieron en un momento en los que florecían todavía los émulos de Bukowski o, un poco más humildes, los de Ray Lóriga (es decir, la variedad “sucia” del realismo).
Así fueron las obras de Carlos Gallardo, Edwin Chávez, Johann Page, Luis Hernán Castañeda y Alexis Iparraguirre, que ofrecieron una mirada sobre un acervo literario a la vez culto como pop, con guiños que, cuando no eran homenaje o reformulación de una premisa literaria ya utilizada, resultaban siendo abiertamente paródicos. La introducción de la ironía y la imperiosa necesidad de crear “atmósfera” fueron quizás los rasgos más resaltantes de esta nueva literatura local.
De esa década y de esa generación surgida de las aulas de la PUCP tenemos presente dos obras, las más comentadas hasta hoy: la primera es Casa de Islandia (2004) de Castañeda y la segunda El inventario de las naves de Iparraguirre. La elección entre una u otra obra en el presente no suele ser azarosa; son como dos ramas divergentes de una misma sensibilidad, que eligió la metaficción y privilegió las atmósferas tenebrosas y que, en la década del 2010, adquirieron nuevos.
Casa de Islandia es una novela formada por un conjunto de relatos fragmentarios que, a su vez, contienen cuentos a manera de ejemplos de escritura; esta obra de humor ora discreto ora desenfado y, en algunos casos, casi coprolálico, marcó un hito, o al menos señaló a otros escritores una vía inexplorada en la ficción de esos años: la burla y desacralización de la existencia literaria. Es cierto que al humor chocante de Casa de Islandia podría vincularse con el precedente humor chocante de Bryce Echenique, pero se desmarcó abiertamente de ese estilo al ser autorreferencial y, sobre todo, de franca oposición al costumbrismo. Más bien, “Casa de Islandia” funcionaba como un teatro de Guignol, o como una muñeca rusa; su preocupación no era mostrarnos la sicología o leitmotiv de ningún personaje y —prescindiendo de esta imposición nacional por el realismo gris o la crítica social— ofrecía divertidas caricaturas de tipos humanos reconocibles en el mundo de quienes se suelen afanar por inmortalizarse a través del arte. Así, a diferencia de, por ejemplo, El círculo de los escritores asesinos de Diego Trelles Paz (2005), los tormentos y preocupaciones de las caricaturas literarias de Castañeda se entendían mejor en la búsqueda del bello párrafo antes que en la denuncia de un sistema del arte corrompido por influencias. El reseñista que tortura, en notas al pie de página, al protagonista, podría leerse como un desdoblamiento de la conciencia creadora, masoquista e inconforme.
Pero más allá de Casa de Islandia y la incomprendida Hotel Europa, Castañeda pareció decidirse conscientemente a abandonar esa inexplorada veta humorística. No obstante, ella fue retomada, irónicamente, a fines de la década del 2000 por el humor chirriante de otro autor de Estruendomudo tan desenfadado como Danny Salvatierra, quien, en su Terapia de grupo, hizo patente sus influencias extraliterarias, principalmente del pop cinematográfico, lo mismo que en obras posteriores de singular hechura. Así, pues, se trató de la aparición de un humor distinto, digno de tenerse en cuenta por el signo anticostumbrista de la década.
La otra obra de los 2000, El inventario de las naves, de Alexis Iparraguirre, en cambio, suele ser la predilecta de los escritores peruanos jóvenes que se decantan por la literatura fantástica y la ciencia ficción. Ha tenido tres ediciones peruanas: la original del Premio Nacional PUCP (2005) y dos de Estruendomudo (colección Cuadernos esenciales 2007 y Colección cajas 2010, respectivamente), una estadounidense (Sudaquia 2014), una chilena (Cinosargo2015), y la peruana más reciente (Planeta 2018); y, siendo una obra que ha tenido lecturas críticas cultísimas (que la destacan como una obra metaliteraria), no evade un acercamiento menos “letrado”. Es más, creo que gran parte de su vigencia entre los escritores de mi generación se debe al diálogo que El inventario… realiza con la cultura popular audiovisual, que a su vez ha alimentado a géneros literarios como el fantástico y la sci fi, influjos muy presentes en el libro. Y difícilmente, la sci fi literaria renegará de sus vínculos con la cultura audiovisual moderna para preferir referentes exclusivamente literarios; antes bien, gran parte de ella hoy en día tiene su origen en esa cultura.
El inventario de las naves como tánatos
De El inventario… podemos decir que compondría una unidad con tres arcos narrativos evidentes: los dos primeros cuentos privilegian la atmósfera oscura, onírica y morbosa de las pesadillas adolescentes: “Sábado” , cuyo lenguaje callejero se hilvana con otro, que parece ser el lenguaje de una subconsciencia universal, activado por una legendaria droga que obliga a una masacre que podríamos tildar de dionisíaca ( ello trayendo a cuento lo que, según Nietzsche en El espíritu de la tragedia, le dijo Sileno a Midas: “ (…) lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti -morir pronto.”) A este le sigue Hombre en el espejo, más bien la narración de una epifanía o revelación del fin del mundo, la que se efectúa en el lugar menos religioso posible: una fiesta juvenil, con la subsecuente sorpresa de una madre y un médico, posiblemente simbologías del orden cotidiano.
El segundo arco es el estrictamente metaliterario: lo componen los cuentos “La hermandad y la luna” y “El inventario de las naves”. Son estos dos cuentos los que le han dado al libro fama de “borgiano.” Privilegian en sus argumentos las escenas detectivescas cultas, la exposición de ideas que algunos lectores podrían tildar de afectadas y densas, pero estas continúan y enriquecen la idea del primer arco narrativo, adquiriendo en “El inventario…” justamente su clímax: un Dios de la literatura decide acabar con el mundo.
Y, finalmente, el tercer arco nos ofrece un mundo en ruinas. Este tercer arco resulta el más interesante de todo el libro y, curiosamente, es al que la crítica le ha prestado menos atención, quizá (y esta es una ocurrencia personal) porque la escasa crítica literaria de Perú tiende a formular sus opiniones en base a sus zonas de confort. La adolescencia y la literatura borgiana les resultan más conocidas que el clima pop y sci fi de títulos como “Proximidad del huracán”, “Orestes” y “El francotirador”. De “Proximidad del huracán” solo diremos que se trata de la genial ocurrencia de una escena de sexo en el momento menos oportuno. “Orestes” nos recuerda el clima de El almuerzo desnudo de Burroughs, tanto por la deshumanización de los adictos a la droga, convertidos en “máquinas”, como por los alcances místicos y proféticos que alcanzan a través de la droga. Y “El francotirador”, que cierra el libro, es básicamente un relato sobre la aparición de la culpa en medio del crimen: “No pienses en chivos expiatorios o en sacrificios (…) Dios no oye, es como las amebas”.
Fundación del fin del mundo en el anime y la guerra fría
Una generación criada entre el temor a la guerra atómica producirá necesariamente obras exentas de cinismo; con esto no quiero decir que producirá obras carentes de humor (el cinismo como subproducto del sentido del humor, tal es la deformación de nuestra época). Con pocos canales oficiales de comunicación y con el evidente maniqueísmo de diarios, revistas y TV, pienso que la gente que pasó de niña a adulta en las últimas décadas del siglo pasado creía sinceramente que el mundo podía acabar. Eso es precisamente un libro como El inventario…, el reflejo de ese terror más una idea subrepticia, un tanto misantrópica, que se puede captar en todo el texto: casi podría colocársele a El inventario… la cita de Nietzsche que puse arriba.
En “Sábado”, Yavé es el nombre del dealer que vende el menos, la droga: Dios quiere que todo acabe, Dios quiere que muramos. Esa idea obsesionante la continúa el tercer cuento, “La hermandad y la luna”, donde podemos leer: “aunque nosotros los más lúcidos, los más dotados tengamos que desaparecer…” Sé que es fácil enlazar esta idea de Dios reformulando el Fin del Mundo con Neon Genesis Evangelion (1995), pero dentro del manga y del anime japonés esta idea no es nueva: Demon Lord Dante (1971) de Go Nagai (el creador de Mazinger Z) ya había desarrollado la idea de un Dios creador malvado. Es más, ya que hablamos de Iparraguirre como un autor que ha declarado abiertamente su afición por el anime japonés de los años setenta y ochenta, es bueno hacer notar que existe toda una generación de artistas peruanos que hemos “perdido la inocencia” con esta clase de producciones. A diferencia de los aniñados y melosos dibujos animados estadounidenses, los animes de los años setenta y ochenta nunca escamotearon temas fundamentales como la guerra, cierto velado erotismo, la muerte, la violencia y la inminencia de la destrucción total; ello se percibe con claridad en El inventario…. Como en muchas ocasiones el propio Iparraguirre me hizo notar, el esquema del género “mecha” o de combate de robots gigantes, suele ser la inminencia del ataque enemigo en episodios autoconclusivos pero que siguen un arco narrativo que es, más o menos, este: el avance del enemigo a pesar de las derrotas sucesivas, que van minando las fuerzas de los protagonistas, es decir, que convierten sus victorias en victorias pírricas, hasta que por fin el enemigo logra la destrucción del cuartel general de los “buenos”, aunque muchas veces a costa de su propia existencia. A este esquema casi general de los animes setenteros y ochenteros hay que sumar la visión nipona del heroísmo, que se plasmó en estos dibujos animados pre-Evangelion (como en Acorazado espacial Yamato, de Leiji Matsumoto, 1974-1975) y que no grafican el individualismo occidental: dibujos en los que la bondad tiene más que ver con renuncia, autosacrificio y resignación ante la muerte, posiblemente una consecuencia lógica de una sociedad de emprendedores forjada desde las cenizas de la postguerra atómica.
El inventario… lleva a su clímax estos elementos en el cuento que da título a la colección y es justamente allí donde se da en realidad el suceso tan largamente anunciado, que Dios ha decidido destruirnos. Allí se manifiestan de manera muy nítida los rasgos arriba señalados. Pero, como en una nueva arca de Noé, la destrucción de la civilización no significa la destrucción de la humanidad, pues sobre sus restos se yergue otra Humanidad (como en el caso de los cuentos “Orestes” y “El francotirador”), una que intenta elevarse por sobre la podredumbre y la anarquía.
La adolescencia ante el Apocalipsis
No se nos puede escapar que la experiencia vital sitúa a Alexis Iparraguirre como niño y adolescente a fines de los años setenta e inicios de los ochenta, para los que suelen gustar de etiquetar a las generaciones (mea culpa). Y hay un rasgo muy determinante en la generación de Iparraguirre, y que no sé si llamar inocencia o credulidad. Lo que quiero decir es que nosotros, los que forjamos nuestra conciencia y expectativas a fines de los noventa, por poner un ejemplo, así tuviéramos la evidencia de que al instante podría explotar una ciudad, en cualquier parte del mundo, no hubiéramos vivido ni viviríamos tal tragedia con la desolación con que se vivieron las tensiones imperialistas entre EE. UU. y la ex Unión Soviética entre los años sesenta y mediados de los ochenta. Esto quizá por varias razones: ¿tal vez porque la sobreabundancia audiovisual de información nos insensibiliza?, ¿O porque los canales de información traen más de una versión de una misma historia, ninguna mejor? ¿O porque sobre la sensibilidad ramplona de las redes sociales hemos visto que se impone el oportunismo de los opinólogos de turno, lo que nos vuelve desconfiados? ¿O quizá porque la violencia en el mundo solo nos ha terminado por resultar escandalosa cuando ocurre en países que no están acostumbrados a ella (Nueva York-2001; París- 2015)? Como fuese, sentimos más empatía por el quiebre de normalidad en países ricos, post industriales, que la “anormalidad” cotidiana de países donde la violencia parece ser moneda corriente.
Y si rebuscáramos en El inventario… encontraríamos, superpuesta a la atmósfera de tragedia bíblica, una elevada conciencia ante la inminencia de la tragedia humana por excelencia: la violencia normalizada para la mayoría. La “lluvia” que antecede a la proximidad del huracán en “La hermandad y la luna” no puede eludir su carácter redentor ya que el mundo hiede a crímenes: “vemos los accidentes en masa, los asesinatos múltiples, los crímenes espectaculares.” Tal pareciera que, a pesar de la voluntad de los pequeños héroes del relato por detener el fin del mundo, es justo que el mundo perezca por su inviabilidad. El huracán del relato homónimo al título del libro podría tener lectura de desenlace atómico; reconozco que esta idea es bastante antojadiza, pero los relatos que suceden a “El inventario…” son muy específicos en hacer notar el doble cataclismo, espiritual y material, que circunda a sus protagonistas.
Y estamos hablando, sin embargo, de un libro de sensibilidad adolescente, lo que, valga aclarar, no es lo mismo que decir que sea un libro hecho desde la inmadurez. No, en el caso de El inventario… la sensibilidad adolescente es tan melancólica y pesimista —y a su vez dionisíaca— como lo puede ser, por ejemplo, la poesía de Luis Hernández; esto porque, básicamente, la adolescencia es una etapa de negación del mundo y de la realidad (el huracán de los relatos) como de celebración de los sentidos (representados por el sexo y la droga). Dentro del pathos adolescente se esconde además la idea del suicidio y del fin del mundo como alternativas reales frente a la melancolía. Que una guerra o un fin del mundo solo puedan tener de profetas a muchachos y muchachas que comparten la destrucción del principium individuationis a través de un estado alterado de conciencia es un eco de una creencia mística y milenaria, de origen asiático, que hoy es parte más de la cultura pop que de un legítimo sistema religioso: de que la Verdad del mundo solo puede ser conocida y presenciada desatendiendo la voz de la razón y de la lógica. Es una idea de rebeldía anti cartesiana que Occidente solo recuperó a partir de Nietzsche en el siglo XIX y de la cultura beat, en los años cincuenta. Desde entonces la cultura europea progresista ha privilegiado el misticismo de culturas nativas y su aparente antimaterialismo como alternativa a un occidente que se retrata cada vez más inhumano y decadente. No obstante, tanto El inventario… como el anime japonés nos llaman la atención sobre la cuota de misticismo anticartesiano y redentor que habita en el propio seno de la cultura occidental: la mitología cristiana apocalíptica y su cultura esotérica, espinazos dorsales de la temática del libro.
El inventario de las naves, más allá de calificativos, es una de las pocas obras locales que ha logrado disparar la imaginación de sus lectores apelando tanto a pulsiones tanáticas, que son usuales en la juventud, y a la propia inclinación de ésta por el esoterismo o la búsqueda de experiencias trascendentales. Sus elucubraciones borgianas o sus atmósferas de pesadilla erudita son solo un componente, el más obvio, de su constitución, pero no el más importante como pretende la crítica tradicional. En todo lo que tiene de desbordante y claustrofóbico, es un libro llamativo por amalgamar un orden violento tercermundista con los senderos menos usuales de la cultura pop; y con ello consiguió llamar la atención de un público nuevo sobre un cataclismo para adolescentes que involucra, de una u otro forma, la suerte de la especie humana. La sensibilidad que lo formuló y plasmó le debe tanto o más a la paranoia posnuclear de los animes japoneses, a un misticismo alucinante New Age y hasta el clima “oscuro” de las películas ochentera de fantasía (ahora pienso en El cristal oscuro, Laberinto) que a las lecciones más notables de la alta cultura literaria (Borges, Calvino), aunque circunstancialmente las aproveche también. Y, como expliqué arriba, al deseo que existe en toda conciencia adolescente, en ello semejante a toda religión monoteísta, de poder presenciar la Verdad, o su mejor versión, en el desenlace de la historia humana.