Tulipanes africanos
Alexis Iparraguirre
Y es que, como veis, a Alicia le habían pasado tantas cosas extraordinarias aquel día, que había empezado a pensar que casi nada era en realidad imposible.
ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS
El interior del taxi olía a ducha, a él mismo a sus veinte años. Aún flotaba en el sopor de la siesta. El viento cálido golpeaba por la ventanilla. La penumbra creciente de la noche era atenuada por las luces veloces de los edificios y de los autos, amenazadoramente festivos. La ciudad se deslizaba al otro lado del parabrisas. Y el taxi dio una curva cerrada, final, y llegó casi sin que pudiera percibirlo.
Saltó fuera del auto y sintió curiosidad.
— ¿Seguro que está…?— preguntó.
—Estamos trackeándola desde su casa, Acuña—sonrió Fausto, que lo esperaba, menudo y encapuchado.
De las discotecas entraban y salían multitudes irisadas y semidesnudas por el calor húmedo del verano. Alguien los saludó a gritos. Alzaron las manos para devolver el saludo hacia una pareja de enamorados acodados en un quiosco de helados concurridísimo.
—A ellos también los sigo —dijo Fausto—. A los dos. Me pagan cruzado.
La concepción del negocio era descabellada. Pero la había defendido desde la secundaria: “Todos tienen un amor platónico, todos quieren saber dónde se divierte de noche para tener un encuentro casual”.
Acuña volvió a su asunto:
—¿Quién te dijo que está adentro?
—No fallo —subrayó Fausto—. Es mi negocio.
Le hizo un ademán para que lo siguiera. Flaquísimo, el chico adquiría la densidad de la ondulación de su camisa. Ninguno de los hombres de seguridad, vestidos con camisetas blancas y distintivos luminosos, lo tocó, ni siquiera le dirigió la palabra, cuando cruzó el umbral de neón hacia el interior del local más ruidoso.
Adentro, Acuña pensó en la oscuridad como una cortina perenne, cortada por unos fogonazos de luz.
—Las escaleras solo son de bajada —aclaró Fausto, casi gritando, para imponerse al escándalo— Aparenta una espiral cerrándose.
Repiqueteó el celular con perfecta claridad y escucho cinco segundos:
—Dile que mienta. Averigua cómo cambió el taxi sin que la viéramos —Volteó hacia él: —Es un XP 24, el amplificador de señal incorporado. Su señal llega de aquí al infierno. Los sábados usamos todo el equipo.
En medio de una fila doble de cuerpos perfumados que iba y venía, se vieron empujados contra la terraza de la primera barra. Ahí Mario y Pamela, visiblemente vueltos de la playa, bebían; Natalia, rabiaba a unos pasos.
—Me ha dejado plantada—y marcaba el teléfono una y otra vez, sin fijarse en la bulla de la música.
—Acuña —dijo Mario, cuando se le acercó con Fausto— ¿viniste o sueño?
—Sueñas —dijo Fausto—. Acuña está aquí por mi divina gracia.
Él miró a Mario y a Fausto, con una sonrisa indecisa.
—Quiere respirar nuevos aires —dijo Fausto.
—Bajo tierra, lo dudo, hijito —se burló Natalia, desentendiéndose un segundo de su lucha con el celular.
—El encanto de las histéricas —observó Mario.
—Son legión —dijo Fausto.
—Todas son bellas, todas tienen un jean caro para mostrar piel—dijo Pamela, alzando la voz—. Si no perturbas a los hombres a cada paso, ¿cómo eres distinta?
—En el sexo —dijo Mario—. Pero mi hermano dice que no tiene sentido a los veinte. La especialidad de la casa solo se consigue después de los treinta.
Le dio un beso a Pamela, mientras que con una mano le desarreglaba los rulos. La besaba alineando la boca y enroscando visiblemente la lengua. Acuña percibió el vaho ascendente de los alcoholes en sus boqueadas.
—Dime eso cuando te muerda la nuca más tarde —se rió Pamela.
—No sonrojes a Acuña —le advirtió Mario—. Tómate un trago con nosotros.
—Sueñas —le dijo Fausto al oído.
—Le estoy pagando y su tiempo… —aclaró Acuña
—Váyanse ya —se rió Mario.
—Aquí los baños son las compuertas con ojos de buey— Fausto se abría paso entre pieles tibias, olorosas y veloces, y lo hacía también para Acuña—, por si no manejas los nervios.
—No me pone nervioso —dijo Acuña.
—Igual, hazte la idea. Las espirales largas siempre marean.
Acuña se metió las manos en los bolsillos y el vacío lo abstrajo:
—Solo he jugado a las miradas porque me sentía solo.
—Lo haces por adrenalina —señaló Fausto.
Acuña sabía que no era la expresión correcta:
—No lo sé—. Lo dijo de corrido, como si lo expulsara de sí: —La casa es aburrida. Todos salen y salen. Y ella sale. Y yo salgo porque quiero verla. Pienso: “Está por algún lado, y yo no estoy ahí”.
Alcanzaron una pista de baile iluminada que se extendía sobre la oscuridad.
—Veré que te dejen pasar a la Boca —dijo Fausto—. Espérame.
—Hola, Acuña —dijo Natalia. Lo tomó del brazo—. Méteme dónde Pedro, tu amigo—lo empujó.
Acuña tropezó con la divisoria de vidrio que separaba la pista de los privados. Natalia ya saludaba a Pedro y Mauro, acomodados en torno a una mesita de centro luminosa.
—¿De dónde sales, Acuña?—preguntó Pedro.
—Sale de la nada—dijo Natalia— ¿Qué me cuentas, Pedro? Me aburren mis amigos. Mario quiere conmigo. Qué lindo que estás con tu camisa de dragón. ¿Y tus amigas?
Ambos bebían con dos muchachas rubias. Vestían solo camisolas transparentes de punto, bajo las que oscilaban sus cuerpecillos quemados de veraneantes nudistas. Se distinguían a simple vista sus senos menudos, de aureolas muy prietas, que saltaban continuamente. La más próxima a Acuña cruzaba una piernas altas compactas, que balanceaban un pie diminuto de pedicura francesa impecable.
—Paz y Diamond—dijo Mauro—. Siéntate, Acuña.
Natalia las saludo de beso, trepando sobre él que justo se sentó en medio.
—Tienes cara conocida— dijo Paz, con los ojos aguamarina titilando con la sonrisa—. ¿Estudiaste donde las monjas inglesas?
—¿Estás loca? Ahí todas son una estúpidas —contestó Natalia.
—Nadie las ha descrito mejor—Diamond frunció la nariz.
—Son unas descerebradas y unas hipócritas. Salud.
Golpeó con entusiasmo un vaso de vodka que le pasó Mario con los de las chicas. Por el impacto se le escapó entre los dedos. Cayó derramándose sobre los pechos de Paz, transparentando aún más el vestido con una veloz brecha de humedad helada que se le metió por la entrepierna con un escalofrío fulminante.
—¡Mierda! —gritó Natalia.
—Me seco en el baño—le impidió Paz que se abalanzara a secarla con las manos.
—Voy contigo —interpuso Diamond—. Me hago la pila.
Se levantó tirando de borde de su camisola para que no se le descubriera una nalga oscura con el movimiento, pero las dos se lucían incesantes por el tejido de punto.
—¿Ya viste cómo me las quité de encima?—le cuchicheó Natalia a Acuña— ¿Es verdad que estás con auto nuevo, Pedro?
—El Pontiac es mío —se apresuró a precisar Mauro.
—El de la pantalla es un Solstice —dijo Pedro. Monitores extraplanos pendían sin volumen del techo.
—Aún no tengo auto —dijo Acuña.
—Que te lo financie tu papá —intervino Natalia.
—Capota automática transparente— suspiró Pedro.
—Cuesta cien mil—Acuña sintió la mano de Fausto en el hombro y su cara pálida y encapuchada asomó entre ambos: —Viene una nudista en el asiento de copiloto.
—Una mujer no cuesta cien mil—negó Pedro—Cuesta menos. Hay que fingir que uno es como su papá. Hoy Paz es mi beba—. La miró volver y jalarse de nuevo la camisola para sentarse, y escrutó el triangulo que abismaba dentro de las piernas antes de que se juntaran. Natalia parloteaba maniaca con Mauro—. Cualquier precio que las haga sentir como en casa.
—Muy caro—negó Fausto.
—¿Cómo en casa? —pregunto Acuña.
—Su dinero es la casa.
Jaló a Acuña entre los muebles.
Bajaron por una escalera de caracol corta pero que se cerró más con cada giro. El desplazamiento a la deriva de los cuerpos de los chicos y las chicas les robaban los escalones. Cuando Fausto y Acuña pusieron pie en la pista más extensa de todas, saltaba una multitud acuosa, de cabezas despeinadas contra el sudor coagulado en suspensión y brazos alzados como antenas sacudiéndose contra la ventisca. Un ascensor transparente pasó con su circo de luces al lado de ambos, y dentro iban Natalia y Mauro. Él le cogía del mentón y le hincaba la lengua entre los labios.
—Debe estar muy ebrio—comentó Fausto.
Acuña no tuvo tiempo de opinar. Con mayor frenesí, la multitud saltaba en torno de un hombre con gafas de metalúrgico, cabellos entintados de platino, de pie en lo alto de un podio, que se desplazaba en un semicírculo de consolas electrónicas, atento a un audífono casi invisible, pero cuya presencia Acuña adivinó por la inclinación de su cabeza.
—DJ Casius —lo señaló Fausto, que caminaba sin darse tregua, cortando entre los manojos de cuerpos cada vez apiñados, como si siguiera una línea punteada invisible e ineluctable, aunque sinuosa, hasta Casius. Contestó el teléfono, adosándole una bocina más potente. Negó con la cabeza, molesto: —No seguimos infieles.
Llegaron donde Casius. Acuña lo reconoció porque algunos meses había intentado salir sin ningún éxito con su hermana.
—Hola —lo saludó.
Él lo miró, tras el delineador de sus pestañas, como quien mira un animal exótico, pero imprevisiblemente familiar. No supo si lo reconoció o no porque solo lo continuo mirando. Acuña no supo qué añadir y volteó balbuceando.
Fausto apartó de un manotazo una cortina negra.
Otra pista de baile, ahora más íntima delimitada por el azul neón de las luces. Las caras titilaban en la penumbra.
—Maya está bailando sola —indicó Fausto, señalando a una forma oscilante que Acuña identificó en el acto—. Acércate sin que lo note y báilale.
A Acuña le pareció imposible. Pero en su ánimo sintió como la potencia acumulada de haber descendido aceleradamente por las escaleras concéntricas. Su mirada lo condujo entre las caras iluminadas de neón. Y estuvo al lado de una chica de cabellos cortos, oscuros, finísimos, desordenados, que cruzaba una cartera brevísima de cinta delgada sobre el vestido de gasa zurcido en punto, con diminutas margaritas y cisnes estampados en tecnicolor. Su rostro era de un blanco imposible para la temporada y lo balanceaba de lado a lado, tras su nariz minúscula entre mechones exactos, que descubrían a ratos unos ojillos de almendras y un cuello bien delineado. Al principio, no reaccionó a la proximidad de Acuña, pero luego dio impresión de conocerlo de alguna parte y se le juntó más y más mientras miraba sonriendo a otra muchacha que bailaba y debía ser su amiga. Se detuvo y apuntó con un dedo su propia mejilla derecha:
—¿Tengo un ojo más grande que el otro?
—No —contestó Acuña, creyendo que no entendía o el volumen de la música no lo dejaba escuchar bien.
—A veces, es más grande—. Ella dejó de bailar. —Hago mi propia ropa.
Estiró los bordes de su falda para exhibir el vestido. Guardó silencio. Acuña quedó más desconcertado.
—Es indispensable ser creativo —añadió y le sonrió enseñando los dientes: —¿En serió no está más grande?
Acuña negó con la cabeza, desconcertado.
—Pienso que hay que marcar la diferencia en un mundo que te iguala tanto. Ese es el trabajo de una diseñadora —continuó—. En serio, yo lo siento más grande ¿No está más grande?
Acuña solo la miró incrédulo.
—No me mientas —advirtió ella.
Maya volteó, tomó de la mano a su amiga que bailaba y señaló de nuevo su ojo.
—Creo que está más grande —le dijo.
—Sí —confirmó su amiga.
Maya giró hacia Acuña:
— Es más grande —insistió.
Acuña negó con la cabeza dos veces, retrocedió. “¿Qué es esto?”, alcanzó a pensar. Chocó con Fausto, que aguardaba.
— Sácame rápido —pidió.
Había una zona de servicio de luces de un blanco doloroso. Fausto sacó a Acuña por unas escaleras de barandas amarillas y de giros angulares y silenciosos. Nada los detuvo hasta que Acuña escuchó el ruido tenue del viento cuando Fausto empujó la puerta de servicio hacia el exterior. Salieron a un parque con un faro. Hacia el bochorno de una noche calurosa. Vieron sin obstáculos toda la bahía y su mar sin olas. Algunos chicos noctámbulos echaban acrobacias con patinetas en un perímetro de rampas inventado con peldaños de escalinatas quebradizas.
—¡Acuña!—lo reconoció un patinador.
Acuña demoró en contestar. La imagen de un dedo fino señalando a un ojo pequeño lo nulificaba. Pero Fausto sabía a quién tenía en frente.
—Acabo de sacarlo de la Boca.
Acuña por fin le prestó atención:
—¿Trabajas con Fausto?
—No, Acuña. Por si no te has dado cuenta soy Santiago.
Le estrechó la mano y le palmeó la cara pálida.
—Yo cumplí mi parte del trato —precisó Fausto.
—Está muy bien —sonrió Santiago—. Pero ahora viene conmigo. Tengo que llevarte, Acuña. Hay cantidades imbebibles de cerveza en la casa de Boris. Ya verás.
Acuña no sabía qué contestar. De todas formas, había avisado que no volvería hasta mañana. Sonó el teléfono de Fausto, contestó y un segundo después hizo adiós con la mano. Acuña volteó hacia Santiago:
—Vamos.
Acuña siguió a Santiago a través de la avenida que separaba al parque de los altos edificios luminosos de la otra vereda. Se metió tras él en unas callecitas atemperadas por la atmósfera penumbrosa de árboles oscuros y muy húmedos. Sus ramas guarecían casitas de una planta con jardines diminutos, cercados de ladrillos y rejas minúsculas. A cada nuevo paso penetraban en un mundo regido por la voluptuosidad de los olores vegetales. Avanzaban por las veredas estrechas, respirando el néctar caliente de las flores nocturnas. Acuña hubiera querido liberarse de la palabra “Ojo” saturándose de tantos perfumes vivos, pero Santiago no le hablaba, para que Acuña la dijera y se la dijera para sí mismo de alguna forma.
Al cabo de unos cien metros, tras casitas con jardines delimitados por crotones recién podados, llegaron al garaje de una casita con techo colorado de dos aguas, con barda, localizada frente a unos tumultuosos tulipanes africanos. Santiago golpeó tres veces y casi al instante, les abrió, por una portezuela, una chica de gafas pequeñas y ojos límpidos. Acuña sabía que era Inés, que salía con Efraín, el mejor amigo de Boris.
—Ustedes son campeones demorándose— les recriminó —. Ya empezaron Boris, Efraín y Susana. Acuña, pensábamos que ya no venías.
Adentro había un jardín de césped medio seco y una piscina de media luna vacía. El aroma de los tulipanes africanos y el calor del verano le pulsaban el olfato. Boris y Efraín discutían a gritos. Habían trepado en la gresca a unos altoparlantes y se lanzaban cables de audio con clavijas uno al otro como si fueran látigos. Parecían florar en el olor vegetal de la noche. El más movedizo era Boris, también el más voluminoso, que giraba los cables en alto para que adquiriesen un impulso mayor.
—Esto nos pasa por poner metal.
Efraín iba a replicar con un cable coaxial vuelto lazo, pero vio a Santiago y a Acuña y brincó al césped.
—¡Miren quienes están!— Quiso saludarlos, pero Inés se adelantó y lo besó de sorpresa como solía hacer siempre.
—¡Acuña!—croó Boris, atiborrándose con cerveza.
Santiago dirigió la mirada a las consolas de audio escondidas por los nudos de metros de cables.
—¿Qué clase de burro quiere conectar video en audio?
Boris, desternillándose, vociferó:
—Uno bastante dotado.
—Sí —. Santiago ajustó una perilla del equipo y los parlantes atronaron a todo volumen, el que Efraín difuminó apuntando el control remoto—. Déjame decirte que el macrogenitosoma en la especie humana produce tarados.
Boris estiró el pescuezo y emitió un rebuzno.
—Parece Chewbacca— se desternilló Efraín.
—¿Cuál? —replicó Boris— ¿El de la mezcla del 76 o la del 2004?
Acuña no pudo evitar intervenir:
—No hubo dos. Se dijo que hicieron una nueva para la edición remasterizada del 2004, pero solo limpiaron la del 76.
—¿Incluso cuando Lando embosca a Han Solo en la cena en Bespin de El Imperio Contraataca?—preguntó Efraín, entusiasmado —Hay una variación de color en el aullido que muchos atribuyeron a un nuevo sonidista.
—Solo una —repitió.
Boris y Efraín se clavaron la mirada.
—¡Fuente! —se abalanzaron sobre Acuña.
—The Complete Star Wars Encyclopedia —dijo Acuña —Stephen Sansweet y Pablo Hidalgo, 2016, apartado de efectos de sonido.
—Tiene razón —Inés miraba en su teléfono—. Sale en la Wookiepedia.
Todos brindaron por la revelación, eufóricos.
—¡Acuña!— Giró hacia la casa. Susana gritó su nombre otra vez, mientras caminaba hacia él. Era pequeña, de rostro pálido, pero levemente bronceado, ojos encendidos, cejas tupidas, cabellos retintos y mallas que le silueteaban la apostura de bailarina. Lo besó en la mejilla y lo miró fijo a sonrisa plena
—Hola— apenas pudo saludar Acuña, cuando lo jaló de la mano.
—¡Vamos a bailar! —Eufórica, Susana encendió la consola con la lista de pistas bailables. Los embistió música arrebatada, urgente y emocionante. Seguía agolpándosele a Acuña el olor de clorofila tibia, contra los sentidos, en medio de la noche. Supo de inmediato que no era lo mismo balancearse en la oscuridad, sin que nadie viera, que emplear su cuerpo a fondo para ejecutar un baile.
—No sé— declaró, haciéndose a un costado.
—No te preocupes —le sonrió Susana, entornándole la mirada, tirándole del extremo de los dedos, sus cabellos negrísimos salpicándole la cara—.Yo te enseño. Espera.
Se descalzó. Sus pies eran minúsculos y estaban afilados para asentarse con precisión en cualquier piso. Empezó a marcar los pasos básicos.
—Mira— le indicó a Acuña— ¡Sígueme! Uno, izquierda… dos, derecha. ¡Sácate los zapatos!
Dio una palmada y volvió al primer paso. Era fácil seguirla. Vaciló un segundo en descalzarse, se dio cuenta que no le importaba. Con los pies tocando la hierva y su humedad tibia, al principio se le escapaban todos los pasos por querer corretearlos con los ojos. No entendía cómo dirigir sus movimientos podía ser enredarse espontáneamente con ellos. Pero el gozo de Susana, entregándose con cada paso más autónomo y sin recato a la voluptuosidad de la música, cuando conseguían confluir un lapso inacabable del mismo tempo, era más que el movimiento que no podía dirigir, del que gozaba, a pesar de ello, como si no hubiera más que él y ella vibrando en lo alto.
—¡Es facilísimo!— le dijo Susana.
—¡I want you! —cantó Susana, a plena voz. Inés y Efraín no bailaban. Boris seguía bebiendo y Santiago proponía ir a hacer skate a un parque zonal al que solo se podía ir en tranvía. —I wan you, so bad —y atrajo hacia sí a Acuña, y se ajustaron, entre ellos, a la música —It’s driving me mad —. Él estaba soberanamente mareado, sentía los jugos vegetales de la noche de verano como un vapor contra el rostro en cada paso, aunque Susana siempre sabía cómo encajar sus movimientos vacilantes en un ir y venir de medio lado que hacía el baile más ceñido y más ligero. —I want you so bad babe —Y ella ahuecaba sus cabellos negros y los meneaba y volvía a la carga —It’s driving me mad, it’s driving me mad —Dime que no estás preocupada por tu ojo derecho —le susurro Acuña contra la cara. Ella se murió de risa: —Solo si me da conjuntivitis—. Se obsevaron como oyendo una alarma silenciosa que solo funcionaba para ellos. Y luego se besaron solo juntando mucho los labios —I want you—. Y se apartaron. —It’s driving me mad—. Susana siguió bailoteando con los ojos fijos en él. —It’s driving me mad—. Santiago hablaba de Age of Empires como un juego ilimitado. Susana quedó inmóvil un segundo. Acuña adelantó la boca conteniéndose, y Susana lo volvió a besar, apresurada —She’s so heavy, heavy, heavy— Santiago insistía en la evidencia de vida nociva en las antípodas, mientras Boris rugía, y Acuña y Susana no dejaban de combinarse a cada paso del baile, con cada nuevo beso apremiante.
Acuña abrió los ojos, medio adolorido y muerto de sueño, cuando lo tocó el frío azul del amanecer. Corría un vientecito enervante. Vio a Santiago despierto y despeinado, inclinado sobre él, que lo examinaba con imperturbabilidad.
—Me quedé dormido en el jardín —murmuró Acuña, con el sueño venciéndolo.
—Eres un genio —replicó Santiago, sin pestañear.
Tras un instante en que recordó la imagen de Susana acariciada, mientras le besaba los pies de bailarina en el pasaje titilante del entramado del césped y de las flores rojas de los tulipanes africanos mezclándose con ambos, preguntó:
—¿Lo vieron todos, verdad?
—Hasta los Beatles, con seguridad —dijo Santiago y luego sonrió. Añadió con confidencialidad:
—Lo que pasa es que esto debe de acabar —se inclinó un poco más hacia él—. ¿A que no sabes por qué?
Acuña combinó el escalofrío de despertar con el miedo pánico en una frase:
—Tiene un ojo más grande que el otro.
Santiago se rió.
—Una buena posibilidad —dijo—. Pero no es ese el motivo.
Acuña lo pensó con más calma.
—¿Puedo ser franco?
— Puedes.
— Nunca me pasa lo que me pasó anoche. Con las chicas, con todo. Y la noche se acabó y todo tiene que volver a ser una mierda.
—Tampoco acaba por eso —negó Santiago, afectando desesperación. Se acarició la barbilla y añadió:
—¿Una última opción?
—Tengo sueño…
—Sueñas, Acuña.
“Sueñas”, recordó el estribillo de Fausto.
—Tampoco —se adelantó Santiago. Recién vió que tenía puesto un delantal de cuero y blandía un rastrillo de puas para restregar el césped—. Hay que limpiar este tiradero y las flores de los tulipanes africanos están pudriéndose.
Le lanzó un capote sobre la cabeza para que se protegiese del rocío inminente del amanecer.