Escribe Nilton Santiago.
Según Muriel Rukeyser “El universo está hecho de historias, no de átomos” porque son las historias las que parecen sobrevivir más allá de la vida y de sus equinoccios, tal y como nos lo recuerda la poesía de Andrea Cabel (Lima, 1982) en “A dónde volver”, un hermoso testimonio de su trayectoria lunar y poética. Al leerlo, se tiene la impresión de que este libro es una suerte de ave acuática que extiende sus alas para señalarnos que es la trayectoria, el viaje mismo, el fin de todo camino y no así el destino final. Así, la poeta parece susurrarnos al oído que la esencia misma de la poesía no es sino la biografía de un instante, pero no de uno cualquiera, sino de un instante convertido en una pequeña eternidad, de esos que pueblan las palabras (y la vida) con lo que transciende y perdura: recuerdos de la infancia, del amor o de las pérdidas. Hace muchos años que la poesía de Andrea Cabel se ha ganado un lugar entre los seres del aire y no solo porque sabe hablar el lenguaje de los pájaros, sino porque su poesía nos transporta y nos devuelve una y otra vez hacia lo más esencial de la vida: lo que ya no está. No nos sorprendamos ni un segundo si descubrimos que los poemas de este libro callan para decir o, dicho de otra manera, que nos tapan los oídos para escuchar el murmullo del mar.
Como reza el prólogo astronómico de nuestro querido Eduardo Chirinos, leer “A dónde volver” como la “poesía reunida” de Andrea Cabel sería un error. Ciertamente es un testimonio transversal de la poesía escrita hasta el momento por Andrea, pero prescindiendo de las brújulas y de los relojes de arena, me explico: la poeta ha organizado los poemas de tal modo que nos propone una nueva lectura de éstos, más bien a manera de itinerarios, convirtiendo así a “A dónde volver” en un nuevo libro. Este peculiar anuario de instantes se divide en 4 puntos cardinales: “Retratos”, “La eternidad de una esquirla”, “Fruta partida” y “A dónde volver”.
“Retratos” es quizás el espacio para la memoria, el campo de batalla para reivindicar la mitología íntima de la poeta: “Entonces te miro: Papá tiene el rostro de un animal herido (…)”, nos dice para luego asegurarnos que de pronto “el silencio estalla” para hablar de lo que ya ha pasado pero que sigue sucediendo porque nos vuelve a emocionar (la palabra correcta sería “trastocar”): “una infancia mal curada”, una hermana solar, una madre (que tiene el mar entero encerrado en sus ojos) o ella misma aparecen en la memoria poética de este apartado como si los recuerdos reverberasen y, a su vez, fueran la “caída libre de una pluma hacia / la eternidad brillante”.
En “La eternidad de una esquirla” la mirada respira en una habitación vacía. Esta sección es una suerte de lettre d’amour uranista donde el yo poético se desdobla para hablarnos de aquella intimidad que solo es posible desde el vacío, porque el vacío lo contiene todo: “b. dice: (…) mi cuerpo murmura cielos y mares”; “a. dice: no tenemos brazos de lluvia, / sentimos el vacío en la noche cuando no estamos”; “b. dice: vuelve, absorbe mi respiración, dime que sangro a / disposición de tu boca”. Las palabras de este poema / pieza teatral / cataclismo son las costuras del silencio y Andrea lo sabe porque “las despedidas son recuerdos mutuos” y porque lo cotidiano es lo único que existe, “como la brisa, en todas partes”:
(…) desde tu médula hasta la mía
dejando huellas en casa, en mi único refugio,
palpamos la rutina de los días, cocinar: solamente
tomates, cebolla rota en varias partes, un pollo
luminoso mil veces muerto, o quizás pescado cogido
de raíz; camas y ojeras por el rostro de las clases
donde solo existe la palabra destino y se repite como
detenida y triste, detenida, percibiendo el barro en su
contorno, you are my favorite word of art / you are
my favorite word of art“.
En “Fruta partida”, la siguiente sección del libro, los poemas de Andrea Cabel parecen convertirse repentinamente en pájaros que vuelan sobre las esquirlas del aire. Aquí el don de la palabra se manifiesta en una suerte de diario de abordo en el que Andrea deshoja el árbol de la poesía en pequeñas bitácoras íntimas. Un día, una hora, un simple segundo pueden contener la eternidad. Así pues, el poema es el reflejo en el espejo del baño que ha decidido ser una gota de lluvia, el poema es el equipaje de una caracola de mar, el poema es Susana y Salvador cuando miran el amanecer y, en lugar de estrellas, lo que ven son los peces de la memoria que caminan descalzos sobre la mirada de la poesía, que se saca las gafas para ver:
“el sol se levanta como una rosa / tras la espuma y en lo alto del
silencio. / la niña se oscurece y el as se apaga. / salvador se acerca y
le da un beso frente al rayo. / la escalera relumbrante se retuerce, /
las esferas los vigilan sigilosas. / la quiere como a la perfección
enemiga / mientras vuelve a morir sin fuerza de planeta, / como un
deseo luminoso, / como tropiezo de pájaro o pez.”.
Sabemos que los pájaros son seres con plumas que se desplazan por el aire pero no tomamos conciencia de su significado hasta que descubrimos que el aire existe, que sopla el corazón de las flores y esparce su polen por los campos. Así pues, sabemos de los pájaros porque sabemos que existen las flores. Esta es una de las primeras conclusiones que podemos obtener cuando leemos la última sección del libro, que Andrea ha denominado “A dónde volver” y que contiene varios poemas inéditos. A mi juicio, aquí se pueden encontrar los pasajes más altos de su poesía: “tu olor es el de un ave cuando nace. el olor del aire del mundo, el de / una pluma que navega azul frente al tiempo”. También en este apartado la poeta parece decirnos que únicamente existe lo que ya no está porque solo podemos poseer lo que hemos perdido: “Conservo zapatillas que nunca has visto, capaces de correr hasta / donde tu nombre no existe, conservo poesía vertical, horizontal, / poesía que se adapta al movimiento del agua (…)”.
Les aseguro que ningún poema de este libro solar nos dice “a dónde volver” –felizmente-, quizás porque Andrea sabe bien que el único regreso posible es seguir el camino y que sólo nos queda borrarnos para “ser”, para “ver”, para permanecer:
“Dejar morir, dejar todos estos cuadernos, todas estas rayas que
suben y bajan, dejar la decepción y la agonía, dejar de lado el
carnaval de la mentira, dejar las botellas sin alcohol porque las dos,
las dos tenemos el mismo diagnóstico: the manza code at six.
Y no soñar demasiado esta vez.
Dejar ir a la mujer que señala la cometa, o a la otra que se borró la
cara, que borró todas sus señales, para no soñar demasiado y para
mantener todavía estos discos que aunque abiertos, aun la
sostienen”.
Dejemos pues que la poesía de Andrea sea este instante que acaba de terminar para que todos podamos ver con las gafas cristalinas de la eternidad. (Barcelona, julio de 2016).
A DÓNDE VOLVER. Andrea Cabel / Paroxismo, Ediciones, 2016