Escribe Manuel Rosas
Creo que todo el mundo debería leer, aunque sea una vez en su vida, el magnífico cuento de Guy de Maupassant “Bola de Sebo”. En este cuento, publicado en 1880, una prostituta llamada Elizabeth (aunque todo el mundo la llama “Bola de Sebo”) viaja en una diligencia, huyendo de la recientemente ocupada Rouen, en compañía de un variopinto grupo de ilustres representantes de la sociedad: un par de comerciantes, un rico propietario y su esposa, un matrimonio aristocrático y dos monjas. Ellos tratan cortésmente a Bola de Sebo y aceptan gustosos la comida que ella les ofrece. A medida que pasan las horas, el viaje se hace más pesado e incómodo y las perspectivas no se ven tan atractivas. Para colmo, un oficial prusiano detiene indefinidamente el coche y tras largas entrevistas queda claro que los franceses no avanzarán hasta que el oficial se haya acostado con Bola de Sebo.
Los viajeros reaccionan con indignación cuando se enteran de los requerimientos del oficial, pero conforme avanzan las horas, esa rabia es redirigida hacia ella. Los respetables ciudadanos ven como un acto de odioso egoísmo que Bola de Sebo los obligue a permanecer varados. Con palabras razonables y argumentos lógicos la convencen de que debe hacer lo correcto y sacrificarse. Ella accede, pero cuando se reanuda el viaje se topa con que ahora nadie le dirige la palabra y la evitan como a una apestada. Ni siquiera le invitan un poco de comida, lo cual hizo ella antes con ellos. Cae la noche, Bola de Sebo se siente insultada, humillada, profundamente vacía y sola. Un tripulante empieza a silbar la Marsellesa y entonces allí, en medio de la noche, en medio de la oscuridad y de la incertidumbre, Bola de Sebo llora.

En “Anora” (Sean Baker, 2024), las cosas suceden de diferente manera, pero en un escenario parecido: la fría Nueva York de nieve, de sucios garitos y de violenta pobreza. Anora (ella prefiere que la llamen Ani) es una escort que vive en el barrio de inmigrantes rusos de Brooklyn, Brighton Beach, compartiendo piso con su hermana. Un día conoce a un joven millonario, Ivan, hijo de un oligarca ruso. Este joven es un niño mimado por la fortuna y desperdicia sus días entre videojuegos, drogas, alcohol y sexo casual. Le propone a Ani pasar una semana juntos por la que le pagará quince mil dólares. Ella acepta. Él es considerado, cortés y divertido con ella y al final de una trepidante juerga en Las Vegas, le propone matrimonio y se casan. Ani renuncia a su trabajo en el club y se ilusiona con una nueva vida. Conoce a los amigos de Iván, se instala en su mansión y la vida parece sonreírle. Pero cuando los padres de Iván se enteren del paso que ha tomado su hijo, se enfurecerán, enviarán primero intermediarios para desbaratar el matrimonio y después ellos mismos aterrizarán en tierras americanas, resueltos a evitarle a su retoño una vergüenza mundial.
Tanto Anora como “Bola de Sebo” son dos muchachas en quienes la sordidez de su entorno no ha podido borrar un destello de dignidad. En la estratificación social, pertenecen a ese extraño limbo de marginación al que la sociedad relega a las trabajadoras sexuales: pueden vestir pieles y costearse ciertos lujos, pero jamás pisarán el terreno vedado del “entorno familiar”, eso no. Ambas encarnan la paradoja de la prostituta que puede moverse entre distintos estratos económicos, pero nunca integrarse en la esfera moralmente aceptable de la sociedad. Cuando intentan cruzar ese umbral sobreviene entonces la catástrofe. Cuando “Bola de Sebo” comparte la diligencia con sus compañeros de viaje y ellos aceptan su comida, se ha creado el escenario ideal para que ella sueñe con integrarse, con llegar a ser parte de ese mundo civilizado, en este caso, esa Tercera República que renacerá de la guerra franco-prusiana. La realidad de clasismo y exclusión le golpeará duramente en la cara. Anora también sueña por un momento que sus días de miseria han acabado. ¿Por qué no le puede tocar a ella vivir el cuento del príncipe azul? ¿Por qué su “monstruosidad” no podría quedar diluida en un mundo hipermoderno e hiperglobalizado donde todo, hasta el status, hasta el propio pasado, es negociable?

Pero no será así. Las crueles e invisibles leyes exclusivistas siguen ahí, detrás de un mundo aparentemente fluido, en el que las clases sociales parecen difuminarse y permitir el ascenso meteórico de ciudadanos comunes y corrientes, un mundo que se presenta como abierto y meritocrático pero que a la menor sacudida descubre sus viejas e inamovibles estructuras jerárquicas. Es contra esas estructuras que ambas terminan estrellándose inevitablemente.
De un tiempo a esta parte, Sean Baker ha venido explorando esos escenarios de marginalidad. Desde “Starlet” (2012) hasta la muy conmovedora “The Florida Project” (2017), Baker nos cuenta las historias de personajes excluidos del sueño americano, sin el más mínimo tono de condescendencia, mostrándonos un retrato profundamente humano. Baker no romantiza ni juzga a sus personajes. Su mirada, llena de ternura y comprensión, celebra más bien la vibrante humanidad de estos seres que, a pesar de vivir al margen de la sociedad, nos dejan lecciones de resistencia y belleza.
Me parece que Sean Baker y su esposa, la productora Samantha Quan, han conformado un tándem realmente demoledor. Ellos dos han conjurado todas las dificultades que amenazaban la ejecución del proyecto. Primero, la elección de las locaciones; elegir las frías calles de Manhattan y Brooklyn, ciudades costeras con la humedad que cala hasta los huesos y con la presencia anómala de gaviotas, fue un gran acierto. Me gusta que este drama estridente explore la situación de los inmigrantes, hijos o nietos de inmigrantes, que pueblan Norteamérica con la naturalidad de ser hijos suyos. Me parece una respuesta natural a los delirios racistas del trumpismo. Anora es nieta de inmigrantes rusos y chapurrea el ruso con alguna dificultad. Por eso, la ubicación en Brooklyn es doblemente necesaria.

Otro punto que Baker y Quan han resuelto con eficacia es la elección de la protagonista. Si uno ha visto a Mickey Madison en “Once Upon a Time in Hollywwod” hace seis años puede tener una idea de la tromba que puede llegar a ser. A diferencia del pequeño papel que representó en la película de Tarantino, aquí tiene un personaje con todo un arco de emociones por delante. Anora debe ser seductora, pero también debe estar muy cansada, sintiendo cómo el boleto al paraíso se le escapa de las manos. Su pequeña figura, su discreta belleza y sus ojos achinados acentúan su temple y su voluntad. Y, por supuesto, su manera de lanzarse a las patadas contra los matones. Las agallas de las que hace gala cumplen una doble función: eyectan la comedia hacia todo el espacio que la rodea, pero también hacen que el aspecto dramático devenga más duro y lacerante hacia el final.
En otras palabras, la construcción realista del personaje, sus máscaras trágicas y sus máscaras cómicas, impiden tomarse esta película a la ligera (algún comentarista despistado ha encontrado similitudes entre “Anora” y la comedia disparatada de 2009 “The Hangover”…) No, no es con “The Hangover” que le película encuentra algún nexo sino quizá con “The Holdovers” (¿el parecido fonético le jugó una mala pasada al comentarista de marras?) en el aspecto visual. Ambas fotografías evocan una Nueva York de los años setenta, una ciudad amenazante imaginada por Friedkin o por Joseph Sargent, un laberinto de calles melancólicas, filmadas con una Arricam LT, en el que es preciso despabilarse y poner pies en polvorosa.
Debo confesar que, al final, cuando Anora se monta sobre Igor e inicia su consabido juego sexual me pareció que la película derrapaba. Pero luego lo entendí: Anora quiere probar que aún puede ejercer dominio sobre alguien mediante la única forma que conoce. En el frenesí de la entrega de los cuerpos, en el intercambio de fluidos, Anora comprende su vulnerabilidad y su absoluta soledad. No sólo la de ella, sino la de todas las chicas que son como ella y que están condenadas al monótono contoneo en la penumbra de un sórdido cuchitril.
Los pobres siempre pierden, parece decirnos la película. Y los inmigrantes no tienen futuro en la tierra de los sueños, podemos añadir.