«Las grosellas», una historia para empezar a leer a Chejov

El final del siglo XIX fue una época marcada por un período de estancamiento en la vida sociopolítica de Rusia. En estos días, Antón Chejov busca transmitir al lector preguntas sobre el significado de la vida y la verdadera felicidad, exponiendo el conflicto entre los bienes materiales y espirituales.

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18 Ago, 2021

Desde la mañana temprano todo el cielo estaba cubierto de nubes de lluvia. No hacía viento ni calor, y se sentía el tedio, como sucede en los días grises, cuando sobre el campo se ciernen desde hace tiempo las nubes y se espera lluvia, pero ésta no llega. El veterinario Iván Ivánich y el profesor de instituto Burkin ya estaban cansados de andar; el campo les parecía interminable. A lo lejos, frente a ellos, apenas se vislumbraban los molinos de viento de Mironositski, a la derecha se extendía y luego se perdía en lontananza, una serie de colinas. Ambos sabían que era la ribera del río. Allí había prados, verdes sauces, fincas, y desde lo alto de una de esas colinas se divisaban un campo enorme como éste, el telégrafo y el tren, que desde lejos parecía una oruga arrastrándose por el suelo, y en un día claro incluso se podía ver desde allí la ciudad. Ahora, con el tiempo en calma, cuando toda la naturaleza parecía mansa y pensativa, Iván Ivánich y Burkin se sentían transidos de un amor profundo a ese campo, y los dos iban pensando en lo grande y hermosa que era esta comarca.

       —La última vez, cuando dormimos en el pajar del alcalde Prokofi —dijo Burkin—, usted iba a contarme una historia.
       —Sí, quería contarle algo de mi hermano.

Iván Ivánich suspiró profundamente y encendió la pipa para empezar a contar, pero justo en ese instante comenzó a llover. Al cabo de cinco minutos arreció la lluvia, era tan persistente que se hacía difícil predecir cuándo terminaría. Iván Ivánich y Burkin se detuvieron indecisos; los perros, ya mojados, se pararon, con el rabo entre las piernas, y les miraban tiernamente.

       —Tenemos que refugiamos en algún lugar —dijo Burkin—. Vamos a casa de Aliojin. Está cerca de aquí.
       —Vamos.

Torcieron a un lado y siguieron andando por un campo segado, unas veces en línea recta y otras desviándose hacia la derecha, hasta que salieron a un camino. Pronto aparecieron unos álamos, un jardín y los tejados rojos de los graneros. Brilló el río y descubrieron la vista de un río con un molino y una casa de baños blanca. Era Sófino, donde vivía Aliojin.

El molino estaba en funcionamiento y ahogaba el rumor de la lluvia. La presa temblaba. Junto a las carretas estaban los caballos mojados, con las cabezas agachadas, y caminaban hombres que se cubrían con sacos. Había humedad, el lugar era sucio y poco confortable. El río tenía un aspecto frío y desagradable. Iván Ivánich y Burkin empezaron a notar ya la sensación de humedad, de suciedad y de malestar en todo el cuerpo. Les pesaban las piernas por el barro, y cuando, tras cruzar la presa, subían a los graneros, iban callados como si estuvieran enfadados el uno con el otro.

En uno de los graneros se sentía una máquina aventadora. La puerta estaba abierta y de ella salía una nube de polvo. En el umbral estaba Aliojin, un hombre de unos cuarenta años, alto, grueso, de pelo largo, más parecido a un profesor o a un artista que a un propietario. Llevaba puesta una camisa blanca, sin lavar desde hacía tiempo, atada por un cordel. En lugar de pantalones, llevaba unos calzones y sus botas también estaban manchadas de barro y paja. Tenía la nariz y los ojos negros de polvo. Conocía a Iván Ivánich y a Burkin, y se alegró mucho al verles.

       —Por favor, señores, pasen a la casa —les dijo, sonriendo—. Enseguida estoy con ustedes.

La casa era grande, de dos pisos. Aliojin vivía en el piso de abajo, en dos habitaciones con bóvedas y ventanucos, donde en un tiempo vivieron los empleados. El mobiliario era sencillo. Olía a pan de centeno, vodka barato y arneses. Las habitaciones señoriales del piso de arriba las visitaba poco, sólo cuando tenía visitas. Iván Ivánich y Burkin fueron recibidos en la casa por la sirvienta, una mujer joven, tan hermosa que ambos se pararon a la vez y se miraron uno al otro.

    —No pueden imaginarse cuánto me alegra verles, señores —dijo Aliojin al entrar tras ellos en el recibidor—. ¡No me lo esperaba! Pelagueya —se dirigió a la sirvienta—. Dele a los invitados algo para cambiarse. Por cierto, yo también me cambiaré. Antes necesito lavarme, me parece que no me he lavado desde la primavera. Señores, ¿no quieren ir al baño mientras preparan todo aquí?

La bella Pelagueya, tan delicada y de aspecto tan dulce, llevó toallas y jabón, y Aliojin se fue con los invitados a la caseta de baños.

       —Sí, hace tiempo que no me lavaba —les dijo, quitándose la ropa—. La caseta de baños, como ven, es buena, la hizo mi padre, pero no sé por qué, nunca tengo tiempo para bañarme.

Se sentó en el escalón y enjabonó sus largos cabellos y su cuello, y el agua a su alrededor se puso marrón.

       —Sí, ya veo… —comentó a propósito Iván Ivánich, mirándole a la cabeza.
       —Hace tiempo que no me lavaba… —repitió Aliojin algo confuso y se volvió a enjabonar. El agua a su alrededor se puso de color azul oscuro, como la tinta.

Iván Ivánich salió afuera, se tiró al agua con estrépito y se puso a nadar bajo la lluvia, con amplias brazadas, formando olas en las que se mecían lirios blancos. Nadó hasta el medio del río, y se sumergió, apareciendo poco después en otro sitio, nadó otro poco y se sumergió, intentando tocar el fondo.

       —¡Ah, Dios mío!… —repetía, gozando del baño—. ¡Ah, Dios mío!…

Nadó hasta el molino, habló con los muzhiks y regresó. Se dejó flotar en medio del río, de cara a la lluvia. Burkin y Aliojin se vistieron y se disponían a irse, pero él seguía nadando y sumergiéndose.

       —¡Ah, Dios mío!… —decía—. ¡Ay, Señor!
       —¡Ya basta! —le gritó Burkin.

Volvieron a la casa. Y sólo cuando encendieron la lámpara en el salón de arriba y Burkin e Iván Ivánich, con batas de seda y zapatillas, se sentaron en los sillones, y el propio Aliojin, lavado, peinado, con ropa nueva, se paseó por la sala, disfrutando a ojos vistas del calor, de la limpieza, de la ropa seca y el calzado ligero, y cuando la bella Pelagueya avanzó silenciosamente sobre la alfombra, sonriendo con dulzura, y sirvió en una bandeja el té con mermelada, sólo entonces empezó a contar Iván Ivánich su historia. Parecía que no sólo Burkin y Aliojin le escuchaban, sino también las jóvenes y viejas damas y los militares que, con expresión serena y severa, les miraban desde los marcos dorados.

       —Somos dos hermanos —comenzó—: yo, Iván Ivánich, y otro, Nikolái Ivánich, dos años más joven. Yo estudié veterinaria y Nikolái se puso a trabajar a los diecinueve años en la Delegación de Hacienda. Nuestro padre, Chimshá-Himalaiski, fue cantonista [hijo de un soldado; al nacer se le adscribía a un regimiento y luego estudiaba en una escuela militar], pero se retiró siendo oficial, dejándonos un título de nobleza y una hacienda. Al morir él, embargaron la hacienda por unas deudas, pero, con todo, pasamos nuestra infancia en la aldea, en libertad. Como los hijos de los campesinos, pasábamos día y noche en el campo, en el bosque, cuidábamos de los caballos, arrancábamos la corteza de los árboles, pescábamos y hacíamos cosas por el estilo. Y saben ustedes que quien, aunque sólo sea una vez en la vida, haya pescado un gobio o haya visto pasar en los días claros y frescos del otoño a los zorzales volando en bandada sobre la aldea, ya no será nunca un hombre de ciudad, y hasta su muerte deseará vivir al aire libre. Mi hermano se aburría en la Delegación de Hacienda. Pasaban los años y él seguía sentado en su sitio, hacía el mismo papeleo y pensaba únicamente en cómo se estaría en el campo. Y esa añoranza se convirtió poco a poco en un deseo concreto, el sueño de comprarse una pequeña finca al lado de un río o de un lago.

Era un hombre bueno y sumiso; yo le quería, pero nunca compartí con él ese deseo de encerrarse para toda la vida en una finca propia. Se suele decir que el hombre sólo necesita tres arshins de tierra. Pero tres arshins es lo que necesita un muerto, no una persona viva. También dicen ahora que es bueno que nuestra intelliguentsia [intelectualidad, clase intelectual] se sienta atraída por la tierra y aspire a tener una finca. Pero esas fincas sólo son esos tres arshins de tierra. Dejar la ciudad, la lucha por la vida, el mundanal ruido y encerrarse en una finca propia, eso no es vida, eso es egoísmo, pereza, es una especie de vida monacal, pero de una vida monacal sin mérito. El hombre necesita no ya tres arshins o una finca, sino toda la tierra, la naturaleza entera, la inmensidad para poder manifestar todas las características y peculiaridades de su espíritu libre.

Mi hermano Nikolái, sentado en su despacho, soñaba con comer su propio schi [sopa de legumbres con carne], cuyo sabroso olor se extendía por todo el patio, con comer sentado en la verde hierba, dormir al sol, pasarse horas enteras sentado en un banco junto al portalón, mirando el campo y el bosque. Su alegría, su alimento espiritual preferido eran los libros de agricultura y todos esos consejos de los almanaques. También le gustaba leer los periódicos, pero sólo los anuncios de que estaban en venta tantas desiatinas [antigua medida rusa de superficie equivalente a 1,45 hectáreas] de tierras para cultivar y prado, con finca, río, jardín, molino y estanques. En su mente se dibujaban los caminos del jardín, las flores, las frutas, los nidos de estorninos, los peces en los estanques y, bueno, ya saben, cosas por el estilo. Esos cuadros imaginarios eran diferentes según el anuncio que leía, pero en todos ellos, por algún motivo, inevitablemente había grosellas. No podía imaginar ninguna finca, ningún rincón poético sin que tuviera grosellas.

       —La vida del campo tiene sus comodidades —solía decir—. Te sientas en el balcón, tomas el té, nadan en el estanque tus patitos, huele tan bien y…, y crecen las grosellas.

Trazaba el plano de su propiedad y siempre había lo mismo en él: a) la casa señorial, b) la de la servidumbre, c) el huerto, d) las grosellas. Vivía miserablemente: comía y bebía poco, sabe Dios cómo iba vestido, como un mendigo, ahorraba todo lo que podía y metía el dinero en el banco. Era terriblemente avaro. Me daba pena verle, y siempre le daba algo o le enviaba algún regalo para las fiestas, pero incluso eso lo guardaba. Si alguien se le mete algo en la cabeza, no hay nada que hacer.

Pasaron los años, le trasladaron a otra provincia. Era ya un cuarentón y seguía ahorrando y leyendo los anuncios de los periódicos. Más tarde supe que se había casado. Guiado por el mismo objetivo de comprarse una finca con grosellas, se casó con una viuda vieja y fea, por la que nada sentía, sólo porque tenía dinero. También con ella vivió miserablemente, la tenía medio muerta de hambre y guardó en el banco el dinero de la mujer a nombre de él. Antes ella estuvo casada con un jefe de correos y se había acostumbrado a tomar pastas y licores, pero con su segundo esposo apenas sí veía el pan negro. Con esa vida, empezó a marchitarse y, al cabo de tres años, entregó su alma a Dios. Mi hermano, por supuesto, ni por un momento pensó que era responsable de su muerte. El dinero, como el vodka, hace raro al hombre. En nuestra ciudad murió un comerciante. Antes de morir ordenó que le sirvieran un plato de miel y se comió con miel todo su dinero para que no se lo quedara nadie. En cierta ocasión, estaba yo inspeccionando ganado en la estación cuando un tratante se cayó y la locomotora le cortó una pierna. Lo llevamos al puesto de socorro, la sangre le manaba a borbotones, era un caso terrible, y él no hacía más que pedir que le buscaran la pierna, pues estaba muy preocupado porque había guardado veinte rublos en la bota de la pierna cortada y se podían perder.

       —Ésa es otra historia —dijo Burkin.
       —Después de la muerte de su mujer —continuó Iván Ivánich tras un momento de reflexión—, mi hermano se puso a buscar una propiedad. Claro que aunque te pases cinco años buscando, acabas equivocándote y compras algo totalmente distinto a lo que habías soñado. Mi hermano Nikolái adquirió, mediante un corredor y una larga hipoteca, una finca de ciento doce desiatinas, con casa señorial, una vivienda para la servidumbre y un parque, pero sin árboles frutales, ni grosellas, ni estanques con patitos. Había un río, pero tenía el agua de color café, porque a un lado de la hacienda había una fábrica de ladrillos y al otro, una de cola. Pero a mi Nikolái Ivánich le duró poco la pena: encargó veinte matas de grosellas, las plantó y empezó a vivir como un propietario.

El año pasado fui a verle. Iré a ver qué tal le van las cosas, pensé. En sus cartas mi hermano llamaba a su finca «El Páramo de Chumbaróklov» o «Himaláiskoye». Llegué a «Himaláiskoye» después del mediodía. Hacía calor. Por todas partes había zanjas, tapias, cercas, hileras de abetos recién plantados, y uno no sabía cómo entrar al patio o dónde dejar el caballo. Me dirigí a la casa y salió a mi encuentro un perro pelirrojo y gordo que parecía un cerdo. Quería ladrar, pero le daba pereza. Salió la cocinera, descalza, gorda, también parecía un cerdo, y me dijo que el señor estaba reposando después de la comida. Entré en el cuarto de mi hermano, lo encontré sentado en la cama, con las piernas cubiertas por una colcha. Había envejecido, estaba más gordo y obeso; tenía hinchadas las mejillas, la nariz y los labios; parecía como si fuera a gruñir sobre la colcha.

Nos abrazamos y lloramos de alegría y de tristeza al pensar que en un tiempo habíamos sido jóvenes y ahora estábamos llenos de canas y la muerte nos rondaba. Se vistió y me llevó a ver su finca.

       —¿Qué tal vives aquí? —le pregunté.
       —Ya ves, gracias a Dios, vivo bien.

Ya no era el funcionario tímido y pobre de antes, sino un verdadero propietario, un señor. Se había hecho a esa vida, se había acostumbrado a ella y le había tomado gusto. Comía mucho, iba a los baños, engordaba, tenía pleitos con la comunidad y con las dos fábricas, y se enfadaba mucho cuando los muzhiks no le llamaban «su Señoría». Cuidaba sólidamente de su alma, al modo de los señores, y hacía buenas obras, pero no con humildad, sino dándose importancia. ¿Cuáles eran esas buenas obras? Curaba a los muzhiks de sus enfermedades con soda y aceite de ricino, y el día de su santo celebraba un oficio de acción de gracias y luego daba medio balde de vodka, pues creía que así debía hacerse. ¡Ah, esos terribles medios baldes! Hoy el gordo propietario lleva ante la autoridad local a los muzhiks por haber pisado sus tierras y al día siguiente, por ser fiesta, les da medio balde de vodka y ellos beben y gritan «¡Hurra!», y borrachos se arrodillan ante su señor. El hecho de vivir mejor, saciarse y no trabajar hace crecer en el hombre ruso la presunción más insolente. Nikolái Ivánich, que en la Delegación de Hacienda no se atrevía a tener opiniones propias, ahora sólo decía grandes verdades con tono de ministro: «La educación es necesaria, pero para el pueblo aún es prematura», «los castigos corporales en general son nocivos, pero en algunos casos son útiles e imprescindibles».

       —Yo conozco al pueblo y sé cómo tratarlo —decía él—. El pueblo me quiere. Me basta mover un dedo para que el pueblo haga lo que yo quiero.

Fíjense que decía todo eso con una sonrisa sabia y bondadosa. Repitió unas veinte veces: «Nosotros, los nobles», «yo, como noble que soy»; por lo visto, ya no se acordaba que nuestro abuelo había sido muzhik, y nuestro padre, soldado. Incluso nuestro apellido Chimshá-Himalaiski, en realidad absurdo, le parecía ahora sonoro, ilustre y muy agradable.

Pero no se trata de él, sino de mí mismo. Quiero contarles el cambio que se produjo en mí en las pocas horas que estuve en su finca. Por la tarde, cuando tomábamos el té, la cocinera puso en la mesa un plato lleno de grosellas. No eran compradas, sino de su propia cosecha. Eran las primeras que habían cogido desde que plantaron las matas. Nikolái Ivánich sonrió, miró en silencio las grosellas y con lágrimas en los ojos —no podía hablar de la emoción— se llevó una grosella a la boca, me miró con la expresión triunfal de un niño que por fin ha conseguido su juguete favorito, y dijo:

       —¡Qué rica está!

Las comía con avidez, repitiendo una y otra vez:

       —¡Qué ricas están! ¡Pruébalas!

Estaban duras y ácidas, pero, como dijo Pushkin, «una mentira sublime nos es más querida que un montón de verdades» [cita incorrecta del poema “El héroe” (1830), de Aleksándr Pushkin (1799-1837)]. Vi a un hombre feliz que había hecho realidad su sueño más querido, que había alcanzado su meta en la vida, había conseguido lo que deseaba, y estaba satisfecho de su destino y de sí mismo. A mis ideas sobre la felicidad humana siempre se había agregado, no sé por qué, algo triste, y ahora, al ver a un hombre feliz, se apoderó de mí un sentimiento de pesadumbre, próximo a la desesperación. Ese sentimiento se hizo más intenso durante la noche. Me hicieron la cama en la habitación contigua al cuarto de mi hermano, y oí cómo no podía dormir y cómo se levantaba, se acercaba al plato de grosellas y se las comía una a una. Pensé: ¡cuánta gente hay satisfecha y feliz! ¡Qué fuerza tan opresora es ésa! Echen una ojeada a esta vida: la insolencia y la ociosidad de los fuertes, la ignorancia y bestialidad de los débiles, y por todas partes, una miseria insoportable, hacinamiento, degeneración, alcoholismo, hipocresía, falsedad… Mientras tanto, en todas las casas y en las calles reina el silencio y la tranquilidad. De las cincuenta mil personas que viven en la ciudad, ni una sola grita indignada en voz alta. Vemos a los que van al mercado a por provisiones, comen de día, duermen de noche, dicen tonterías, se casan, envejecen, llevan plácidamente a sus muertos al cementerio; pero no vemos ni oímos a los que sufren. Todo cuanto es horrible en la vida, transcurre entre bastidores. Todo es silencio, calma, y sólo protesta la muda estadística: cuántos se han vuelto locos, cuántos baldes de vodka se han bebido, cuántos niños han muerto de hambre… Ese orden, por lo visto, es necesario. Por lo visto, el hombre feliz sólo se siente bien porque la gente desgraciada soporta su carga en silencio, y sin ese silencio la felicidad sería imposible. Es una hipnosis colectiva. Sería preciso que tras la puerta de cada hombre feliz y satisfecho hubiera alguien con un martillo, y continuamente le recordara con sus golpes que existe gente desgraciada, que por muy feliz que sea, tarde o temprano la vida le enseñará sus garras, le ocurrirá una desgracia —enfermedad, pobreza, muerte—, y nadie le verá ni le oirá, igual que él no ve ni oye ahora a los demás. Pero el hombre del martillo no existe, y el hombre feliz vive su vida tranquilamente, las pequeñas preocupaciones cotidianas apenas le afectan, como el viento a los álamos, y todo va bien.

       —Aquella noche caí en la cuenta de que yo también era un hombre satisfecho y feliz —continuó Iván Ivánich, levantándose—. Yo también, en la sobremesa y yendo de caza, daba lecciones de cómo vivir, cómo tener fe, cómo gobernar al pueblo. Yo también decía que el estudio es luz, que la instrucción es necesaria, y que al pueblo llano le basta con aprender a leer y a escribir. La libertad es un bien, decía yo, sin ella, como sin aire, no se puede vivir, pero hay que esperar. Sí, yo decía eso, pero ahora pregunto: ¿En nombre de qué hay que esperar? —preguntó Iván Ivánich mirando enfadado a Burkin—. ¿En nombre de qué hay que esperar?, les pregunto. ¿En nombre de qué consideraciones? Me dicen que no se puede hacer todo a la vez, que cada idea se realiza poco a poco en la vida, a su debido tiempo. Pero ¿quién dice eso?, ¿dónde está la prueba de que eso es justo? Ustedes apelan al orden natural de las cosas, a las leyes de los fenómenos, pero ¿hay orden y ley en el hecho de que yo, hombre vivo y pensante, esté ante un foso y espere a que se cubra o a que se llene de barro, mientras que podría saltarlo o construir un puente sobre él? Y de nuevo, ¿en nombre de qué hay que esperar? ¡Esperar a que no haya fuerzas para vivir, y mientras tanto, hay que vivir, hay ganas de vivir!

Me fui de la casa de mi hermano a la mañana siguiente, y desde entonces no soporto vivir en la ciudad. Me angustian el silencio y la tranquilidad, me da miedo mirar por las ventanas, pues para mí ahora no hay espectáculo más deprimente que una familia feliz sentada a la mesa tomando el té. Ya soy viejo y no sirvo para la lucha, ni siquiera soy capaz de odiar. Me duele el alma, me enojo, me enfado, por las noches la cabeza me bulle de ideas y no puedo dormir… ¡Ah, si fuera joven!

Iván Ivánich se paseaba inquieto de un extremo a otro de la habitación y repetía:

       —¡Ah, si fuera joven!

De pronto se acercó a Aliojin y le estrechó una mano y luego la otra.

       —¡Pável Konstantínich! —dijo con voz suplicante—. ¡No pare! ¡No se duerma! ¡Mientras sea joven y fuerte y se sienta con ánimos, no deje de hacer el bien! La felicidad no existe y no debe existir, y si la vida tiene un propósito y un sentido, ese propósito y ese sentido no consisten en nuestra felicidad, sino en algo más grande y racional. ¡Haga el bien!

Iván Ivánich dijo todo esto con una sonrisa suplicante, de pena, como si lo estuviera pidiendo para él mismo.

Más tarde los tres se sentaron en los sillones, en extremos distintos del salón y se quedaron callados. La historia de Iván Ivánich no había sido del agrado de Burkin ni de Aliojin. Cuando desde los marcos dorados les miraban generales y damas que, en la penumbra, parecían estar vivos, escuchar la historia de un pobre funcionario que comía grosellas era aburrido. Por alguna razón, se deseaba hablar y contar historias de gente elegante, de mujeres. Y el hecho de que estuvieran sentados en un salón en que todo —las arañas cubiertas, los sillones y las alfombras— hablaba de que en otro tiempo aquellas personas que ahora les miraban desde los marcos habían andado, se habían sentado y habían tomado el té en aquel lugar; y el hecho de que ahora andara allí silenciosamente la bella Pelagueya, era mejor que cualquier historia.

Aliojin se caía de sueño. Se había levantado para trabajar a las tres de la madrugada y ya se le cerraban los ojos, pero temía que sus invitados contaran algo interesante en su ausencia, y no se acostaba. No entraba en la cuestión de si lo que había dicho Iván Ivánich era inteligente o justo. Sus invitados no hablaban ni de grano, ni de heno ni de engrudo, sino de otras cosas que no tenían una relación directa con su vida, y él estaba contento y deseaba que continuaran…

—En fin, ya es hora de irse a la cama —dijo Burkin, levantándose—. Permítanme que les dé las buenas noches.

Aliojin se despidió y bajó a su habitación, mientras que los invitados se quedaron en el piso de arriba. Les habían asignado para la noche una habitación grande, con dos viejas camas de madera tallada y un crucifijo de marfil en un rincón. De las amplias y frescas camas, que les había preparado Pelagueya, salía un agradable olor a sábanas limpias.

Iván Ivánich se desvistió en silencio y se acostó.

     —Señor, perdónanos a nosotros, pecadores —dijo, cubriéndose la cabeza.

De su pipa, que estaba encima de la mesita, salía un fuerte olor a tabaco. Burkin tardó bastante en dormirse, se preguntaba de dónde salía aquel olor tan pesado.

La lluvia golpeó en la ventana toda la noche.

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