Escribe Pedro Casusol
La serie de moda, de la que todo el mundo habla, se llama “Bebé Reno” (“Baby Reindeer” es su título original) y habita en la gran N. Se trata de una angustiante historia de acoso basada en un hecho real, la que vivió su creador, protagonista y escritor, el comediante escocés Richard Gadd. Estrenada hace un mes, cerca de 60 millones de personas ya la han visto y se mantiene entre los primeros cinco títulos de la plataforma. Ahora, más que centrarme en la trama, en las actuaciones o en la compleja construcción de Donny Dunn, el protagonista interpretado por el mismo Gadd, me gustaría reflexionar sobre la forma en la que estamos consumiendo ficción en estos días.
Parte del impacto que tiene la serie radica en que se advierte, desde el principio, que lo que vamos a ver está “basado en hechos reales”. Es decir, la vieja y gastada fórmula para que el espectador abra más los ojos y enarque más las cejas ante cada giro argumental. En el caso de “Bebé Reno”, estamos hablando más bien de “autoficción”, esa etiqueta o subgénero literario que se ha puesto tan de moda en las últimas décadas y que consiste en el cruce del relato real de la vida del autor y una experiencia ficticia vivida por este. Richard Gadd hace precisamente eso en esta serie de siete capítulos, de 30 minutos en promedio cada uno, basada en el unipersonal que presentó en el Festival Fringe de Edimburgo, echando mano de su propia historia y de los cientos de correos electrónicos, mensajes de texto y audios enviados por una acosadora.
Por eso, el éxito de “Bebé Reno” estas semanas, el hecho de que se haya convertido en una pregunta habitual en las reuniones sociales, me lleva a pensar que no queda espacio para las ficciones originales, si es que estas no parten de un acontecimiento verificable o forman parte de un aparato intertextual tipo Marvel. Me explico: no tengo nada en contra de la “autoficción”. Por el contrario, entiendo que son ficciones que mantienen un pie en lo real, y obras como “En busca del tiempo perdido” de Proust o la divertida “La tía Julia y el escribidor” fueron escritas mucho antes de que el término acuñado por Serge Doubrovsky se popularizara y se convirtiera en la etiqueta de las góndolas donde se venden a autores como Karl Ove Knausgård o Carrère.
Lo que me preocupa es que la ficción esté muriendo. La serie que nos ocupa, con todas sus virtudes —buen guion, excelentes actuaciones, gran construcción de personajes, el final que es una delicia desconcertante—, debería valerse por sí misma sin necesidad de cubrirse con el velo de que “eso realmente ocurrió” (por más de que eso realmente haya ocurrido). Pienso en Aristóteles cuando explica, en “Poética”, la diferencia entre poesía e historia, entendiendo a la poesía como ficción: “La diferencia reside en que uno relata lo que ha sucedido, y el otro lo que podría haber acontecido. De aquí que la poesía sea más filosófica y de mayor dignidad que la historia, puesto que sus afirmaciones son más bien del tipo de las universales”. Es decir, cuando Homero habla de un Ulises que tardó diez años en regresar a Ítaca, no se refiere a alguien que vivió y sufrió ese periplo, sino que representa algo más grande concerniente a la naturaleza humana.
Me preocupa que muy pronto ya no se pueda (es decir, no sea rentable) contar historias que no tengan asidero en el mundo real. ¿Tanto daño nos hizo décadas de telerrealidad, docudramas, series de crímenes reales y talk shows mal actuados? Hace solo unos días, un chico de unos veinte años me preguntaba si la película “Vivo o muerto” no era acaso realidad. Creí por un momento que se refería al género documental, pero pasaron los minutos y comprendí que él pensaba que una película podía ser verdad. En pocos años, a nadie le va a interesar una historia en donde una persona no aparezca, como ocurrió con “Bebé Reno”, reclamando ser el personaje, amenazando a todo el mundo con juicios por miles de millones. Olvidaremos entonces lo que es sentir empatía por un personaje de ficción y los autores no podrán exclamar: “¡Madame Bovary soy yo!”.