«Caldo de supersticiones» un cuento de Carlos de la Torre Paredes

Caldo de supersticiones No temerás el terror nocturno; ni la saeta que vuele de día, ni la pestilencia que ande en la oscuridad… SALMOS 5 – 6, 91:5 – 92:8     La bruja sale cada noche al promediar las dos de la mañana. Será un trabajo sencillo: Forzar la cerradura y llevarse el oro. […]

Caldo de supersticiones

No temerás el terror nocturno;

ni la saeta que vuele de día,

ni la pestilencia que ande en la oscuridad…

SALMOS 5 – 6, 91:5 – 92:8

 

 

La bruja sale cada noche al promediar las dos de la mañana.

Será un trabajo sencillo: Forzar la cerradura y llevarse el oro.

Repitió el plan en su cabeza muchas veces. Acercarse a la casa y ocultarse tras las sombras hasta que salga. La viene vigilando casi una semana, pero siempre la pierde luego de unas cuadras. La vieja se mueve rápido y evita usar los mismos caminos.

Todas las mañanas, cantidad de personas llegan a la casa de la anciana; principalmente mujeres, muchas de ellas con maridos importantes. En toda Lima corre la voz de los grandes poderes de la bruja para asuntos de pareja. Y, efectivamente, la mujer debe ser rica.

Él no se considera supersticioso, si se habla de brujería es porque la iglesia así mantiene a sus fieles. Además, si la inquisición aún no ha quemado a la vieja, eso puede significar una sola cosa: No tiene nada de bruja.

Reza el dicho: ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón. Bueno. ¿Qué de malo puede tener robarle a una estafadora?

Mientras más y más personas llegaban iba sacando la cuenta. Contó más de cincuenta cabezas. Según dicen, cobra diez doblones de oro por cada sesión. Eso hace más de quinientos doblones en menos de siete días.

La vieja se viste como harapienta, vive sola y podría jurar que solo sale cada día a las dos de la mañana para regresar poco antes de que amanezca… Está seguro que en cierta forma, la mujer está desquiciada. Él ya se ha topado antes con esa clase de gente. Acumulan y acumulan, no quieren rodearse de nadie porque creen que les robarán, y mueren a pan y agua: La avaricia… Ese tipo de personas suele tener un par de baúles repletos con monedas. Y por ellos irá; será complicado llevarse todo, pero se puede.

Él ya es un ladrón experimentado. Sin embargo, es de esos con algo de compasión, o sentido de justicia, o algo así: Él solo le roba a las personas que considera nocivas. No sabe porque. Muchos de sus colegas no tienen el menor reparo al despojar de sus objetos a otros, en incluso, en varios de casos, se atreven a cegar vidas con sus puñales… Pero él jamás ha matado. Considera que robar es un arte y él un artista; no necesita llegar a extremos que pongan en riesgo su vida.

Cae la noche.

Entonces, empieza con el plan. Oculto tras las sombras, espera, paciente, a que la anciana abandone su hogar. Cuando sale, la vieja voltea y mira hacía las tinieblas. Él está bien escondido. Pero sus miradas se topan. El corazón se le detiene, siente nervios, contiene la respiración. Juraría que la ve sonreír. Ella voltea y se va. No puede haberlo visto… Por el cuerpo le recorre un escalofrío.

Sale de su escondite asegurándose de que no lo vean, y avanza cauteloso hasta la casa de la anciana. Fuerza la cerradura. No le resulta difícil.

La casa emana un penetrante olor a moho y está sumida en tinieblas. Espera a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad del interior. Atraviesa la pequeña sala evitando hacer ruido; sabe que podría llamar la atención de los vecinos. Se dirige a la habitación de la bruja: ahí tiene que estar el botín.

Entra y de inmediato ve los baúles. Busca dentro. Solo hay ropa con un fuerte hedor a suciedad y vejez. Busca bajo la cama, en los cajones de los muebles y el armario. Nada. ¿Dónde tiene el oro? ¿En la cocina? Tiene que revisar; en algún lugar tiene que estar.

La cocina está distribuida de forma extraña. Tiene una gran mesa a un extremo. Y hay demasiados estantes; nunca había visto tantos en una cocina. Dos calderos se encuentran en la chimenea apagada; una es bastante más grande de lo habitual. Vuelve a barrer el lugar con la vista y nota que además de los estantes hay repisas repletas de distintas cosas que no distingue con claridad. O la mujer es una cocinera experta o todo es parte de la decoración incluida en la parafernalia de ser bruja. Se acerca a la mesa. Tal vez debajo encuentre algún sacón con las monedas.

Nada.

Se fija sobre la mesa. Retazos de pan, platos sucios, cucarachas. Pero blanquecino algo llama su atención. No termina de reconocerlo. Estira la mano y la retira presuroso al notar que se trata de un cráneo.

No es supersticioso. Pero su corazón late con violencia.

Solo fue un susto. Debe seguir buscando.

Revisa los armarios. Frascos y frascos repletos de distintas sustancias y menjunjes. Busca en los estantes. Chucherías. Más frascos, además de patas de conejo o animales parecidos, también huesos de distintos tamaños. Nada de valor.

Tiene que pensar. En algún lugar está el botín.  Y no se irá sin él.

En ese instante lo invade un temor: Tal vez la vieja se dio cuenta. Sabe que ha venido. Notó que la ha seguido y se ha llevado el oro a otro lugar. ¿Pero a qué otro lugar?… No. Él la ha vigilado y no la ha visto ir a ningún lugar. Además, conoce a ese tipo de personas: No ha llevado el oro a ningún otro sitio. Está seguro que ella no se desprendería de sus monedas por nada. Su miserable hogar es muestra de su avaricia… Está desvariando. La anciana no puede haberse dado cuenta. Lleva años en el oficio… Es tan ligero como una pluma.

Las monedas están en algún lugar; solo debe encontrarlo.

¡Eureka!

Cómo no lo pensó antes. El caldero grande. Ahí tiene que esconder el dinero la anciana. Está claro. Ella vive prácticamente a pan y agua. Un caldero tan grande solo puede serle decorativo, o en este caso, el escondite perfecto para su oro.

Se acerca a la chimenea. Mira dentro del caldero grande. El líquido, negro, parece un agujero a las mismas puertas del infierno. Duda un instante y sumerge la mano en la oscuridad. Es tibia y aceitosa. No se detiene. Busca más profundo. Sumerge el brazo. Entonces coge algo. No sabe qué; su tacto no se lo dice. Saca el brazo del líquido. Una bolsa chorreante cuelga de sus dedos. Las gotas caen de vuelta al líquido con un irritante sonido que empieza a asemejarse a una carcajada.

La bolsa empieza a transformarse en un rostro que abre los ojos. Son rojos e iluminan como el fuego de las hogueras. Y él ve sus propias cejas, su boca, su nariz, sus propios ojos rojos. Siente su propio cabello entre sus dedos.

Entonces ve el rostro de la vieja que lo observa sonriente. Siente su huesuda mano tomándolo por los cabellos. Intenta gritar pero no puede.

Intenta zafar pero es inútil.

Su cabeza ya está en el caldero.

 


Carlos de la Torre Paredes, Lima 1988. Politólogo de profesión por la Universidad Nacional Federico Villarreal, maestrista en Gestión de Políticas Públicas en la misma universidad y especialista en Gestión Cultural en el Ámbito local por la Universitat de Girona (Cataluña-España) y la OEI. Guionista en el cortometraje “Mucho más” y el microprograma de internet “De artes Tomar”. Escritor con ocho libros publicados: “Los viejos salvajes – Herederos del cosmos” (2012), “Campos de batalla” (2014), “Cuando la sangre importa” (2015), “SOS – Herederos del cosmos” (2016), “Esencia cardiaca” (2016), “Son pocos pero son” (2016), “Tabaco con hierba no es magia” (2016) y “Talk show” (2016).

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