El encargo
Carlos Figueroa
Parado en la entrada del Cerro El Pino, a las siete y media de la noche, con un apagón a cuestas y un paquete entre las manos (de cuyo contenido no tenía la menor idea), Fernando pensaba en que toda su vida había sido demasiado responsable.
Sabía que el encargo tenía que llegar a su destino costara lo que costara, pero ¿cómo entrar a ese cerro de tan mala fama, sin conocer a nadie y en pleno apagón? Ahí había un cóctel interesante de terrucos, policías y ladrones, y gente honesta también. A las once de la mañana Alberto y Fernando se vieron en el Parque El Porvenir del distrito de La Victoria. Según lo acordado, Alberto le entregó un papel y se retiró. Fernando lo desdobló unas
cuadras después y encontró una dirección ubicada en el distrito de Comas. Preguntando cómo llegar determinó su ruta y emprendió el viaje a esa parte del cono norte. Dos horas y media después encontró el lugar que indicaba la dirección, pero para su mala suerte la
entrada estaba resguardada por dos perros, animales a los que Fernando temía desde niño; optó por esperar a que los canes se fueran. Una hora de pie en la esquina de la casa había sido más que suficiente para despertar la sospecha en el barrio y poner sobre alerta a los inquilinos de la casa a la que tenía que llegar, lo que de alguna manera le facilitó las cosas pues uno de ellos salió a la calle y se ubicó en la esquina contraria. Ambos se miraron y, antes que el inquilino lo abordara, Fernando se acercó a decirle que venía por el encargo, de parte de Alberto; con esas señas ambos fueron a la casa y entraron, los perros ni se inmutaron.
—Así que tú eres Fernando. —Dijo el que parecía estar a cargo del grupo— Pensábamos que eras una persona mayor.
—Tengo 22 —respondió Fernando.
—Bien, compañero. Este es el encargo y esta la dirección a la que tienes que llevarlo. No falles, la gente está esperando que lo lleves antes de la reunión. Otra cosa, si alguien te encuentra con el paquete nosotros no existimos, nunca estuviste aquí ni nos vimos jamás.
—No hay problema, compañero, así será. —Dijo Fernando alzando la voz para inspirar confianza —Solo una cosa, ¿me pueden acompañar a salir? Esos perros como que no congenian conmigo.
Ya en la calle y como le habían indicado, dos cuadras después abrió el papel: la dirección indicaba nada menos que el famoso Cerro El Pino, al final de la Av. México en La Victoria, lugar conocido por todos los tipos de peligro que podía encontrar. Eran las 4:30 p.m., si se apuraba llegaría en dos horas, todavía con luz. En la Av. Túpac Amaru vio un micro similar al que se había venido y subió. Veinte minutos más tarde se dio cuenta que no era el micro correcto y se bajó. Estaba en el Rímac, distrito que tampoco le era muy familiar. Caminó entonces en busca de alguna zona conocida en donde tomar un bus que fuera por la Av. Abancay; de ahí se ubicaría mejor para llegar a La Victoria.
Con el paquete entre las manos, Fernando cruzó la pista sin percatarse que, al frente, estaba el Cuartel de Ejército Rafael Hoyos Rubio. Pensó entonces en dos opciones: darse media vuelta, voltear la esquina y desparecer, o seguir caminando, pasar por la puerta del cuartel como si nada ocurriera y continuar su camino. La primera opción tenía el riesgo de que sospecharan el cambio inesperado de ruta, y la segunda de que lo detuvieran por sospechoso al tener un paquete en las manos. El momento político que vivía el país daba
para todo.
Cruzó la pista rumbo a la puerta del cuartel sudando frío, llegó cerca de la puerta apretando su paquete y tomó la izquierda, hacia la otra calle. Mientras caminaba su corazón bombeaba a mil, llegar a la esquina parecía una eternidad, de pronto el grito de ¡Alto!, le congeló el corazón. Fernando volteó pensando en lo peor, pero el grito era para un reciclador que había acercado su carretilla más de la cuenta, a la entrada del cuartel. Llegando a la esquina apuró el paso y a la volada se subió al primer microbús que pasaba.
Llegó a las 6.45 pm al cruce de la Av. Abancay con la Av. Grau, ahí ya se ubicaba bien, pero estaba aún lejos del punto de llegada. Tomó un bus que iba por todo México y se bajó en la calle Luis Chiappe, en la falda del cerro, en donde había una subida tal como le indicaron en el papel que recibió.
Cuando se dirigía al ingreso del cerro escuchó a lo lejos una explosión e, inmediatamente después, toda la zona quedó a oscuras. ¿Debía subir al cerro? ¿Irse? Los patrulleros no tardarían en aparecer, y tratándose de una zona roja se llevarían a cualquier sospechoso.
Sin embargo los primeros en llegar fueron los chicos malos del cerro, listos para ―limpiar‖ a cualquiera que pasara por su zona. Fernando insinuó que era de Sendero Luminoso y que en ese paquete tenía dinamita, que mejor era que se fueran. Los delincuentes le creyeron
y lo escoltaron a la casa donde tenía que dejar el encargo. Después de tres toques, un gordo fornido y con cara de malo abrió la puerta.
—¿Sí?, ¿qué quieres?
—Compañero, soy Fernando, traigo un encargo desde Comas.
Dentro de la casa alumbrada con velas había una decena de personas a quienes no había visto nunca en el local del Partido, le hicieron algunas preguntas por seguridad, hicieron una llamada y luego abrieron el paquete: volantes de arenga a un Paro Nacional. Luego le pidieron gentilmente que se retirara, a lo que accedió con una condición: que alguien lo acompañara a tomar el microbús en la Av. México. Una chica lo acompañó. En el camino le contó que era de la Universidad de San Marcos y vivía en la parte alta del Pino; antes de salir del cerro vieron a un grupo de policías listos para subir, y a ella no se le ocurrió mejor forma para pasar desapercibidos que fingir que eran enamorados. Cinco minutos duró el romance y los besos. Pero la estrategia no evitó que les pidieran sus documentos.
—¿De Lince?, ¿y qué haces acá? —Pregunta el policía.
—El amor, jefe —respondió Fernando— qué vamos a hacer.
Ya en el bus rumbo a casa, y luego de despedirse de «Giovanna», evaluaba lo sucedido ese día, si valía la pena todo ese riesgo de ser militante de izquierda. La respuesta en ese momento fue sí.
—¿Por qué llegas tan tarde?— le preguntó su madre—con este apagón es peligroso estar en las calles, peor si eres universitario.
—Nada, viejita, no te preocupes, tuve que hacer un trabajo en grupo en la universidad y había que coordinar varias cosas.
Encargo cumplido. Vendrían otros que cumplió con igual responsabilidad y no menos riesgo, hasta 1994, cuando se retiró de la actividad política partidaria, pero ese encargo especial del Cerro El Pino marcó su vida para siempre. ―Giovanna‖ se radicalizó y al poco tiempo pasó a integrar las filas del MRTA, por cuyas acciones la condenaron a 25 años de cárcel. Alguna vez la visitó en prisión, pero de aquella chiquilla que conoció durante quince minutos ya no quedaba nada.