El peso inevitable de las palomas
Algunas noches las palomas hacían ruidos, y Mitsuo, un hombre creativo que estaba siempre dispuesto a darle un sentido favorable a las cosas, se preguntaba entonces, levantándose de la cama, si no sería el frío el que las arrugaba, si no entrarían estas, por costumbre, en calor, frotando sus barbillas contra las mollejas en busca de ese sonido en espiral que les rizaba el buche y que les permitía escaparse, a continuación, cada vez que él se acercaba, por las rendijas de las ventanas. Porque en cuanto se movía sobre la cama, el batido rápido de unas alas desordenaba algún trasto; él mismo, con sus movimientos involuntarios, las ponía sobre alerta y las hacía huir.
Una vez, incluso, cierta taza de porcelana había caído al suelo generando así una pequeña catástrofe.
Fuera tal vez a causa de sus hábitos discretos o de sus deseos sedentarios y vacíos, que a Mitsuo todo aquello, no obstante mortificarlo, le recordaba al mismo tiempo a un breve y violento lector. Un libro sin interés alguno que abanicara con sus hojas el tránsito sincronizado que iba desde el lomo duro que se abría hasta el lomo duro que se cerraba. Un libro que a ese lector violento no le hubiera agradado y que luego, en un arranque de sinceridad, habría tirado por la ventana o rematado en algún tenderete callejero. Con algo suerte aquel libro habría ido a parar a las orillas del Sena, y, sin ella, en una mal arrimada caja de cartón de cualquier librería del barrio Latino. Había en ello si uno lo pensaba bien todo un manifiesto alrededor de la lectura. ¡Las secretas relaciones que podrían establecerse entre el batido de las alas de una paloma y los libros y los lectores! Todo eso proporcionaba a Mitsuo una satisfacción extrema. A veces se levantaba de la cama con no poco más de tres o cuatro ideas, lo que, en particular, no parecía indisponerlo ni incomodarlo. Esos eran días, por el contrario, de una producción significativamente feliz.
Pero el hecho de que las palomas cultivaran más alimañas entre sus plumas que las ratas, incluso que cualquier otra bestia endémica, según se había informado Mitsuo, también parecía preocuparlo. Pensar en ello a veces lo detenía en la cama durante horas. Lo sorprendía ver, en particular, cómo las palomas encontraban siempre refugio en plazas donde nunca les faltaban migajas de pan, ni sombra, ni la admiración de personas que las toleraban engordándolas con su indolente e irresponsable tránsito de turismo solidario, esa especie de culpabilidad mal dirigida y peor interpretada. Por eso odiaba, Mitsuo, la plazoleta de Notre Dame. Intentaba sortearla siempre, tomando algún otro camino, aunque viviendo en la Île Saint-Louis no siempre fuera posible la idea de rehuir a diario el puente de los candaditos. Era, por el contrario, imposible de evitar y odiaba a las palomas; pero odiaba a los amantes de las palomas; y en particular a los amantes de las palomas de Notre Dame.
Cierta vez, Nara vio a una de ellas con el cuello pelado y ese pedazo de cuerpo despojado de plumas le resultó demasiado humano, le confesó después, como si un tipo se hubiera metido en un disfraz de paloma y ese daño fuera la evidencia de su humanidad desnuda, el cierre mal adherido que mostraba la mentira de una identidad pretendidamente auténtica o natural. Se había sentido como una mujer acorralada en un callejón a punto de ser forzada, le dijo. Hinchando sus plumas, el macho había rodeado a la hembra, había gorgoritado moviendo el cuello. Y aunque ella no había accedido, se había montado encima, agitando las alas y enjirafando el cuello a fin de obtener un equilibrio afligido sobre el cual poder copular. Entonces se habían frotado uno al otro. Sacudiendo sus alas. Habían hecho un sonido triste parecido a un bostezo largo que se intentara evitar y que acabara metiéndoseles, a pesar de todo, hacia adentro.
Durante años, su esposa, Nara, había tenido una paloma. Esto se lo contó ella mucho tiempo después de su matrimonio, lo que a él le generó un estupor supersticioso porque según había escuchado de niño, criar palomas llamaba, inevitablemente, a la soledad. Estaba claro, había bromeado Nara, que ese no había sido su caso, que las supersticiones eran estúpidas y que ella no solo se había casado una vez, sino dos veces, la segunda con Mitsuo, a quien por otra parte había engañado tres o cuatro veces (ella era discreta y todo esto, desde luego, no se lo había dicho nunca). Nunca se lo dijo. Su risa también había aleteado esa tarde con un estrépito de cosa menuda y sin peso; había hecho equilibrio con sus patitas infértiles y, en la fugacidad de su buen humor, también se había alejado volando.
Pero Mitsuo pensaba que era todavía posible liberarse del peso inevitable de las palomas. Y cada mañana, aunque debiera levantarse de la cama y recorrer distintas calles para consumarse en dicha ocupación, llevaba el caballete sobre sus hombros hacia las placitas de la Rue du Figuier y una vez allí, por una suerte de conjuro o de supersticiosa obsesión con la que procuraba defender la belleza real, intentaba atraerlas de una manera que revelara su verdadera naturaleza, y en sus oleos, las palomas eran siempre monstruos disfrazados de palomas, farsas de palomas que se sacudían como si quisieran arrebatarle al mundo sus plumas, robarle su esplendor, levantar todo lo que había quedado enterrado bajo ese escenario estéril, de forma que, en su delirio, llenaba el lienzo con aletazos que se le parecían más a los vellos duros de sus brochas y, algunas veces, hasta a las pestañas de Nara cuando se reía.
Uno de los amantes de Nara, Monsieur Petain, pensaba que esos óleos colgados en los bastidores con sus duras telas de lino, incluso a veces arrinconados contra la pared de la casa, debían representar una y otra vez la misma imagen interior. Recordaba entonces a Kofler: L’art doit détruire la réalité. A decir verdad, cada vez que los veía, solía acariciar también la blanca y tersa espalda de su amante como si planchara, en realidad, sus camisas, con ese pulso caliente que tenían sus dedos por la tarde. Los contemplaba entonces, llanos y virginales, acomodados contra el respaldar de un asiento, listos para ser vestidos con los cuellos duros a causa del almidón y de la presión de sus dedos. A veces pensaba que conservaba a Nara de amante tan solo para disfrutar de esas tardes observando los cuadros, si bien era como tener pensamientos irresponsables o sueños tan ligeros que apenas causaban la impresión de ser vistos.
Del libro inédito El peso inevitable de las palomas
Carlos Yushimito. (Lima, 1977). Ha publicado los libros de cuentos El mago (2004), Las islas (2006), Lecciones para un niño que llega tarde (2011), Los bosques tienen sus propias puertas (2013) y Rizoma (2015). Su último libro se titula Marginalia. Breve repertorio de pensamientos prematuros sobre el arte poco notable de leer al revés (2015). Incluido en antologías de nueve países, varios de sus relatos han sido traducidos al inglés, al portugués, al italiano y al francés.