CUENTO | «Ciudad solitaria», una historia de Gabriel Rimachi Sialer

La noticia de un embarazo no deseado pone en la balanza decidir por el aborto y sus consecuencias o asumir lo hecho. Con su estilo directo y sin concesiones, el escritor peruano Gabriel Rimachi Sialer nos entrega un cuento estremecedor de inicio a fin.

Escribe Gabriel Rimachi Sialer

— Estoy embarazada —me dijo por teléfono, la voz entrecortada.

— Putamadre… —susurré. No tenía nada más que decir.

El metro pasó en ese momento atravesando el medio cielo y se hizo un silencio entre nosotros. Miré hacia el parque mientras el ruido disminuía al alejarse y empezaba a sentir la violencia de mi corazón.

— ¿Sigues ahí? —preguntó.

— Sí. Sí… acá estoy, es que, no sé qué decir, yo…

— No lo quiero tener.

Un taxista empezó a tocar su claxon en el cruce del semáforo. Una vendedora se acercó corriendo a llevarle una Coca Cola. Hacía frío.

— ¿Estás segura?

— Sí… pero no puedo hacer esto sola. Tengo cinco semanas, acabo de hacerme la prueba de sangre y no puedo esperar más tiempo. Ven, necesito que me abraces, no voy a poder hacer esto sola.

Colgó. No fui a verla ese día.

¿A quién le preguntas dónde puede abortar tu chica? ¿Cuánto cuesta? ¿Cómo es? ¿Aceptan tarjeta? No hay forma de saberlo si no es por la experiencia, el miedo y el riesgo. En la farmacia el tipo que atendía me dijo que cinco semanas era para preocuparse, que no podía pasar más tiempo, que el Cytotec ya no serviría para nada. Me dio el nombre de una enfermera que se encargaría de todo, que no cobraba mucho. La señora vivía a la espalda de mi casa, aplicaba inyectables a los vecinos y compraba el pan en la misma panadería donde yo lo hacía cada mañana. Cuando me vio en su puerta supo inmediatamente a lo que iba.

—¿Cuánto tiempo tiene ya la Vicky?

—Seis semanas —dije con un hilo de voz.

—Es mucho. —Su expresión cambió, quise creer que sintió algo de pena—. Yo no puedo hacer nada, es mucho riesgo… Anda a esta dirección.

—Disculpe, pero… ¿sabe cuánto es lo que costará, más o menos?

—No, no, siempre depende del tiempo que tenga la embarazada; mientras más tiempo pase, más caro es, por el riesgo de que se pueda morir en la operación. Que no pase más tiempo, la Vicky así de flaquita como está, se te puede morir con la bajada.

Sentí un escalofrío recorriendo mi columna.

—Pero el doctor es un buen doctor ¿verdad? —pregunté.

—Con que no se te muera la flaca, está bien. —Y me acompañó hasta la puerta de su casa.

Fuimos a la dirección una tarde fría después de clases. Creo que fue un martes o miércoles; en el instituto nos habían dado una charla “que marcaría nuestro futuro”, y que nunca he podido recordar. Mi mente solo pensaba en posibilidades ingenuas, fantasías del desesperado. No había forma de tener un hijo, ¿cómo podríamos tenerlo? ¿Dónde si apenas nos alcanzaba para almorzar? ¿Y si lo tenemos… quién de los dos dejaría las clases para ponerse a trabajar? Teníamos miedo, esa era toda la verdad, miedo de “qué pasaría si…”, miedo de “y qué van a pensar los demás”. Y con ese miedo en el cuerpo tomamos el metro, llegamos y subimos los tres pisos de un edificio cerca de la plaza Bolognesi. La sala de espera estaba vacía, tenía las paredes color verde agua y estaban sucias. Una señorita nos hizo una seña de que esperáramos, había otra pareja dentro. Ocupamos un sillón de cuero sintético y esperamos. Cuando la secretaria nos hizo pasar, preguntó a qué íbamos. Le dijimos que estaba embarazada, seis semanas ya, que no lo queríamos.

—Son seiscientos soles —dijo, mecánicamente—, el proceso demora una hora y luego dos de descanso en la camilla. Compren esta receta en la farmacia de enfrente y regresen; se paga por adelantado y en efectivo.

Bajamos las escaleras en silencio. Cien soles por cada semana de embarazo. Seiscientos soles que eran una fortuna para dos estudiantes que apenas llevaban un año de enamorados. Dos sueldos de practicante en el verano. Una vida de mierda en el Perú. En la farmacia tenían un cajero ATM. Ella sacó la tarjeta y retiró el monto. “Es la tarjeta de mi hermana”, me dijo. Sentí vergüenza. Al regresar y subir las escaleras y antes de entrar, le pregunté “¿Estás segura?”, ella solo agachó la cabeza y entró. La enfermera nos guió por un pasadizo triste y silencioso hasta la sala de operaciones. El médico nos recibió con una sonrisa “¿Ya pagaron?” preguntó. Tenía un pantalón de vestir color gris y una camisa azul impecablemente planchada. Llevaba una alianza en una de sus manos. Mientras se colocaba la bata blanca le dijimos que sí y sonrió más.

—Quítate el pantalón y la trusa, y échate en la camilla —le dijo— no te preocupes que no pasa nada, esto es solo un trámite, un desliz, no eres la primera ni serás la última.

La vi desnudarse, tenderse sobre esa camilla crema y separar las piernas. Sentí que el cuerpo me pesaba. El médico le inyectó un sedante en el brazo a través de un catéter que colgaba de un gancho en la pared. Le pidió que contara hasta diez y que no tuviera miedo, que no sentiría nada.

—Usted puede esperar ahí— Me dijo, señalando una silla a metro y medio del cuerpo de ella.

Sentí que los pies se me congelaban. Desde mi posición veía su sexo expuesto al frío de aquella habitación. Agaché la cabeza un momento, me ardía el rostro, apreté los dientes. Antes de que ella cerrara los ojos y se quedara dormida, me miró y susurró mi nombre. Estaba llorando.

La habitación estaba iluminada por fluorescentes blancos que daban la sensación de limpieza. Olía a una mezcla de creso y Pinesol. Hacía frío. Sobre el escritorio del médico había varios fólderes, documentos, libros de medicina, un teléfono y al lado de este un portarretratos hecho con coloridos palitos de chupete. De su lámpara movible colgaba un zapatito blanco.

—Bueno, me vas a tener que ayudar —me dijo sonriendo, con confianza— porque si llamo a una enfermera les va a costar doscientos soles más… y no creo que tengan.

No dije nada, solo asentí ligeramente. El médico acercó a los pies de la camilla una mesa pequeña donde tenía desplegados una serie de instrumentos que me recordaron aquella escena donde el verdugo le muestra a William Wallace las herramientas con las que lo torturaría hasta la muerte, a menos que pidiera perdón al rey. William Wallace, el hombre que por amor a su mujer asesinada había liderado la rebelión más grande de Escocia y acabado con un reino de siete clanes, se hubiera avergonzado de mí. El médico cogió algo parecido a un pico de pato, de metal, y lo introdujo en la vagina de Vicky, que seguía sedada con la boca entreabierta, y luego lo abrió. Cogió entonces algo parecido a un lápiz de cuyo extremo salía un pequeño gancho, y lo metió con fuerza. Escuché el sonido que hizo la matriz al abrirse con el impacto. Repitió el movimiento, el mismo golpe, varias veces. Sentí cómo se me encogían los testículos. Entonces la sangre empezó a salir. “Trae esa riñonera” me dijo. En su frente asomaban pequeñas gotas de sudor que brillaban con la luz de los fluorescentes. Mecánicamente me puse de pie, tomé la riñonera y me volví a sentar. “No, huevón —me dijo— tráela acá y ponla debajo de sus nalgas, que no llegue la sangre al piso”. Avancé y lo hice. Me quedé ahí, de pie, cuando volvió a meter el gancho y empezó a moverlo en círculos. Luego metió algo parecido a una espátula muy chiquita y empezó a arrastrar lo que había adentro, como si limpiara un pequeño horno. Entonces lo vi, esa forma larval, casi como una media luna del tamaño de un dedo índice, cayendo en la riñonera blanca donde se iba acumulando la sangre, pero entonces el médico puso la riñonera sobre la mesa, cogió una tijera y lo cortó en dos. Luego me la alcanzó con los restos y me dijo “Tíralo al guáter, no te olvides jalar la palanca”.  

Estiré mis manos heladas e hice lo que indicó. El baño, a diferencia de la habitación donde dormía Vicky, era un asco. Las paredes tenían la pintura levantada por el salitre y olía muy fuerte a humedad. Un foco alumbraba pobremente ese espacio donde además habían amontonado trapeadores y escobas. El espejo, lleno de óxido en sus esquinas, me devolvió una imagen triste. Antes de jalar la palanca me quedé mirando el fondo del guáter con el agua roja y los pedazos de nuestro hijo. En un momento creo que se movieron. Salí del baño temblando, helado. Me senté nuevamente frente a ella, que ya estaba sin el pico de pato de metal en su cuerpo. Sus piernas descansaban sobre la camilla pero tenía los muslos manchados de sangre. “Va a dormir una hora más —dijo el médico— cuando despierte que se vista y listo, que no coma nada picante ni muy pesado, una sopita está bien. Que tome las pastillas que le dará la secretaria. No creo que haya infección. Eso sería todo”. Y salió de la habitación. Me quedé ahí, de pie, solo, con ella que dormía sobre la camilla, semidesnuda, aún tenía en sus mejillas la marca de sus lágrimas. Le acaricié los cabellos y besé su frente. No era mi cuerpo el que estaba ahí pero también me había dolido el golpe, cada golpe, de una forma que aún no olvido. Cogí un paquete de pañitos húmedos que habíamos comprado en la farmacia y empecé a limpiarla con mucho cuidado.

Cuando despertó y mientras se vestía, me preguntó si había visto todo, le dolía el cuerpo como si la hubieran apaleado. Le dije que no, que había esperado afuera. Cuando por fin pudo ponerse de pie la abracé muy fuerte y fuimos a tomar una sopa caliente en un restaurante de la plaza Bolognesi mientras moría la tarde. En el bus que nos llevó a su casa escuchamos por la radio el estribillo de una canción que habíamos oído cuando niños: chicos y chicas van cantando / llenos de fe-li-ci-dad. / Más la ciudad sin ti / está solitaria…

Y comenzamos a llorar.

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* Del libro inédito Todos los muertos de mi felicidad.

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