«Te dije que Dios nos iba a castigar», un cuento de Jhemy Tineo

Deshojar la biblia para armar barcos de papel podría convertirse en un juego peligroso para dos niños bajo los ojos de Dios. Un cuento de Jhemy Tineo.

Escribe Jhemy Tineo

No hagas eso, le dije a Moisés.

Quería arrancar una hoja de la Biblia con la que, hacía unos meses, habíamos orado para que nuestras madres no huyeran como las otras huyeron de sus ancianos esposos.

Dios nos castigará, añadí.

Hablábamos gritando: a pesar de no ser tan intensa, la lluvia tronaba en el techo de calamina.

Ya nos castigó, contestó él.

¿Y si nos castiga más?

¿Qué más nos haría?

Vi que las gotas de lluvia borroneaban el cielo. Tragué saliva antes de animarme a contestar…

¡Matarnos!, Moisés me quitó las palabras de la boca. ¡Mejor si nos mata!, agregó.

Él no me hizo caso. Arrancó una hoja del Verbo Sagrado, hizo un barquito y lo puso en la acequia que él mismo abrió en la gotera. El navío se deshizo en segundos, desapareció entre las aguas.

Génesis, sentada en la banca, nos miraba mientras zurcía una de sus muñecas de trapo. Ella era delgada, de cabellos largos y ojos grandes que amenazaban con tocarnos cuando la mirábamos de frente. Moisés y yo estábamos cerca de los diez años, Génesis bordeaba los once. Desde hacía unos meses, vivíamos completamente solos: a pesar de las oraciones de Moisés y las mías, nuestras madres habían fugado, una detrás de otra, con marido. Y, luego de que ellas huyeron, el anciano Josué, que hacía de nuestro padre, no quiso permanecer más en Zapote; caminó cinco horas hasta alcanzar la cima del cerro más alto. Allí, tanteó con los brazos, como cuando en la oscuridad un ladrón quiere meterse por el tragaluz de una casa. Las ancianas celebraron la ausencia de don Josué. Según ellas, el viejo había logrado subir al cielo.

Moisés armó otro barquito, que también desapareció en la acequia. Génesis seguía zurciendo; su muñeca aún tenía los brazos descosidos. Salvo el cabello largo cayéndole por el cuello y los hombros, como a Génesis, el juguete parecía un niño más: al igual que nosotros, vestía short, polo y sandalias heredadas de la dueña.

Moisés lavó sus manos en la gotera, y las secó en sus cabellos y en la ropa.

Lo seguí a la repisa.             

Mejor juguemos a la guerrita, dije, y miré la escopeta arrinconada en una esquina de la sala.

Moisés volvió a coger la Biblia de la repisa.

¡Juguemos a la guerrita!, grité, más fuerte que la lluvia.

Tampoco me hizo caso.

Empaste negro, letras doradas en la carátula (SANTA BIBLIA), bordes rosados. Moisés sostuvo el libro en una mano.

Ayúdame a hacer barquitos…

Arrancó una hoja y me la ofreció. Al ver que no la recibía, hizo con ella una pelota y la arrojó a patadas a la acequia. Lo seguí a la mesa. Hojeó el Libro Celestial con dos dedos y, al azar, arrancó más páginas, con cuidado, para que salieran enteras. Las hojas quedaron ordenadas en grupos de cuatro a lo largo de la mesa.

Los días en que no llovía, pasábamos el día separados: Génesis jugaba en casa de sus amigas; Moisés salía a la calle a molestar a los demás: cogía la pelota o las canicas de los niños y huía a esconderse; yo, en cambio, mataba las horas jugando a la guerrita: detrás de la puerta, acumulaba naranjas verdes; allí, resistía los bombardeos del enemigo. Y cuando agotaba mis naranjas-municiones, me defendía con la escopeta que don Josué usaba para cazar animales. Los adversarios caían al suelo con cada gatillazo, como si la escopeta en verdad estuviera disparando. Paseándome entre los caídos, escogía al más pequeño y lo alzaba del mismo modo que don Josué cargaba a sus presas.

Con cada grupo de cuatro hojas, Moisés armó un barquito. Doce embarcaciones a lo largo de la gotera, a los que fletó con piedrecitas, hormigas, grillos y pedazos de papel. Contemplaba feliz su flota, acuclillado. Mas la lluvia cayó más fuerte y las gotas del aguacero destrozaron las embarcaciones. Moisés no pudo hacer nada. Él también quedó empapado.

Intuyendo su reacción, fui a coger la Biblia de la mesa. Moisés, de un lado, y yo, del otro, forcejeamos.

¡Dejen de pelear!, dijo Génesis, sin preocuparse de que le hiciéramos caso.

¡Llegaron Los Pelones!, grité.

En vano, intenté distraerlo. Cuando éramos más pequeños, este truco siempre funcionaba. La mención a los Pelones nos hacía correr a escondernos en los matorrales o subirnos a los árboles de zapote. Si ellos nos encontraban, decía la creencia, nos iban a llevar como se habían llevado a nuestros padres y a todos los varones adultos menores de sesenta años.

Los dos hacíamos fuerza apretando los labios e inclinando el pecho hacia adelante. Las manos de Moisés estaban mojadas; si jalaba con más fuerza, estas resbalarían. En mi mente, le arrebaté a Moisés la Palabra de Dios. Sonreí y me vi huyendo bajo la lluvia con el Texto Sagrado protegido en la axila. Por culpa de esos pensamientos, no advertí el rodillazo que me dejó doblado en el suelo. Tocándome el estómago, vi a Moisés hundir la Biblia en la acequia.

Moisés fue a bañarse en el aguacero. Marchó en la acequia sobre los pedazos del libro sagrado, ante el cual, tres noches consecutivas, oramos postrados: “¡Dios mío, nada es imposible para ti! Tu Palabra tiene poder. ¡Que nuestras madres no huyan con marido, Señor!”. Hizo dominadas con la carátula. Estiró el elástico de su short para que las gotas de lluvia le cayeran en el trasero y la verga. Cuando ya no me dolía el golpe, cogí la escopeta y me puse a jugar a la guerrita. Apuntaba a las gotas del aguacero. Apretaba el gatillo. Apenas se oía el martillazo en el percutor. Ya lo he dicho varias veces: desde que murió don Josué, yo usaba su escopeta como juguete. Disparé a los restos de barquitos que flotaban en la acequia. Moisés abría la boca en medio del chubasco. Las tazas, platos, cucharas, tazones y ollas de la cocina me sirvieron de blanco. Por último, apunté a la cabeza de la muñeca de Génesis. Como quien acaricia a un hijo, ella acomodaba las costuras y alisaba la ropa de su juguete. Juro no haber tirado del gatillo, recién estaba apuntando: la escopeta disparó sola.

El estruendo me ensordeció. La bala sembró a Génesis en el suelo y rápidamente se formó un charco de sangre.

Moisés corrió a levantarla.

¡Te dije que Dios nos iba a castigar!, gritando estrellé la retrocarga contra la pared. 

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Jhemy Tineo Mulatillo (Moyobamba, 1986). Docente y narrador. Premio José Watanabe Varas de Cuento. Finalista del Premio Copé de Cuento 2022. Su libro Los sacrificios de la carne (Editorial APJ, 2022) ha sido reconocido por el crítico Ricardo González Vigil como la revelación narrativa del año. Textos suyos fueron incluidos en Papel para aviones (Editorial  Academia Peruana de la Lengua, 2020) y, recientemente, en la antología El tiempo es nuestro. Cuentos peruanos post-2000 (Editorial Planeta, 2023).

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