«Trabajos manuales» un cuento inédito de David Roas

TRABAJOS MANUALES   Para Gilberto La costumbre de robar santitos en casa de las vecinas empezó mucho más tarde, como una continuación lógica de su afición por la construcción de altares. Pablito tenía unos cinco años cuando empezó a fabricarlos. Al principio, aquellos pequeños altares eran muy simples: un tosco trozo de madera más o […]

TRABAJOS MANUALES

 

Para Gilberto

La costumbre de robar santitos en casa de las vecinas empezó mucho más tarde, como una continuación lógica de su afición por la construcción de altares.

Pablito tenía unos cinco años cuando empezó a fabricarlos. Al principio, aquellos pequeños altares eran muy simples: un tosco trozo de madera más o menos regular (los encontraba en el descampado donde los vecinos se liberaban de sus trastos) cubierto por un tapete de ganchillo (su madre tenía cajones llenos de ellos, obra de su abuela) sobre el que había colocado una cruz también de madera y un par de figuras modeladas con plastelina. Los muertitos, decía el niño, con una traviesa sonrisa. Poco a poco los fue complicando añadiendo más figuras (combinaba las de plastelina con soldaditos, vaqueros e indios de plástico), velas, flores que arrancaba del destartalado jardín de su madre y dibujos en los que iban apareciendo las primeras palabras que aprendió a escribir (su nombre, el de mamá, los de sus hermanas…).

Quien los vio recuerda la perfección y detalle de aquellas miniaturas que iba repartiendo por todas las estancias de la casa y que su madre y sus hermanas mayores recibían siempre con una gran sonrisa (aunque después las guardaran en un cajón o las perdieran en el fondo de algún armario). A todas divertía aquella extraña afición del niño.

Nunca explicó por qué los hacía, ni nadie le preguntó. Quizá todo se debiera a la irrefrenable pasión de su madre por los funerales. Desde el mismo momento en que nació, Amelia lo llevaba con ella a cuantos velatorios y entierros se celebraban en el pueblo. De familiares (primero su abuela y luego su padre, siendo él todavía un bebé), de amigos, de vecinos, de extraños. La muerte está siempre a nuestro lado, Pablito, y hay que acostumbrarse a ella, le explicaba dulcemente. Los muertos nunca se van del todo.

Asomado sobre el féretro desde los brazos de su madre, el niño miraba los cadáveres fijamente y en silencio. Nunca protestó ni lloró. Aquellos seres absolutamente inmóviles, con los ojos cerrados y vestidos con sus mejores galas, parecían fascinarle. Pero, ni siendo muy bebé, hizo jamás el intento de querer tocarlos, o de hablarles. Simplemente los observaba con gesto pensativo y, a veces, con una enorme –e inesperada- sonrisa. Mientras los adultos comían, bebían y charlaban sobre el muerto, Pablito, muy formal, se quedaba sentado en una silla, esperando tranquilo a que su madre viniera a recogerlo y regresaran a casa. Las vecinas (las viudas, como siempre, eran más abundantes que los viudos) estaban encantadas con aquel niño tan educado.

Todo cambió cuando empezó a construir pequeños ataúdes que colocaba armoniosamente sobre los altares. Pablito debía tener ya siete u ocho años y su pericia resultaba envidiable. En sus increíblemente hábiles manitas aquellos trozos de madera que recogía en el descampado se convertían ahora en mínimas tablas que encajaban exactas para dar forma a aquellos diminutos féretros, que después barnizaba y sobre cuya tapa dibujaba una refinada cruz. Su interior no envidiaba en nada al perfecto acabado exterior: Pablito había aprendido a coser con sus hermanas y con los retales que éstas le regalaban forraba elegantemente sus ataúdes, en los que incluso colocaba una almohadita adornada con puntillas. No les faltaba un solo detalle.

Una insólita afición que esta vez sí preocupó a su madre, sobre todo cuando comprobó que Pablito no dejaba vacíos aquellos elaborados féretros. Sus hijas llevaban quejándose desde hacía días de que alguien les robaba las muñecas, aunque Amelia no les había hecho mucho caso: sabía lo atolondradas que eran, lo poco que valoraban aquellos juguetes que a ella tanto le costaba comprarles. El misterio se resolvió cuando una de ellas abrió por azar uno de los ataúdes (el del altarcito del recibidor, uno de los últimos que el niño había construido) y encontró allí dentro a Mari-Luz, su Barriguitas más querida, envuelta en una delicada mortaja que Pablito había confeccionado con el mismo esmero que sus minuciosos féretros.

Los gritos de la niña atrajeron a la madre y a sus otras dos hermanas. Cuando lograron calmarla (escena que Pablito observó divertido), se organizó una curiosa procesión de altar en altar: en cada uno ellos el niño, bajo la mirada de reproche de su madre, tenía que abrir los ataúdes, sacar las muñecas y, tras pedir perdón, entregárselas una a una a sus llorosas hermanas (las lágrimas de la primera se habían contagiado al resto al ver a sus Barbies, Barriguitas y Nancys perfectamente embaladas en sus siniestras mortajas). Acabada la procesión, Pablito se llevó la primera reprimenda de su vida.

Aunque en el fondo Amelia se sentía culpable de fomentar (de forma inconsciente) el siniestro pasatiempo de su hijo, la pobre mujer no tuvo más opción que amenazar a Pablito con un severo castigo si seguía con esos juegos. El áspero tono de sus palabras sorprendió al niño, que, en silencio, y con gesto compungido, escuchó como ella le ordenaba que a partir de ese momento se olvidara de ataúdes y altares (que después de la bronca recogieron y encerraron en el desván) y, sobre todo, que dejara tranquilas a las muñecas de sus hermanas.

La reprimenda, al parecer, tuvo su efecto, porque pasaron los meses y Pablito no volvió a fabricar otro altar. En lugar de eso, y seguramente para congraciarse con su madre, orientó sus diestras manos a otra actividad: cuidar el pequeño jardín que ésta trataba torpemente de hacer crecer en la parte trasera de la casa. Amelia cada vez pasaba más horas en la fábrica y ya no tenía tiempo de encargarse de sus plantas.

En pocas semanas, Pablito convirtió el jardín en la envidia de las vecinas. Con la misma dedicación y esmero con los que fabricaba sus altares y pequeños ataúdes, el niño se entregó al cuidado de aquellas plantas. Sumergido en su reino vegetal, sólo su madre, al llegar por la noche del trabajo, lograba, con no poco esfuerzo, obligarle a entrar en casa, después de que se lavase aquellas manos perennemente manchadas de tierra húmeda.

Fue doña Herminia, en representación del resto de vecinas, la que acusó al niño de haber robado los santitos que cada una de ellas honraba en su casa. Perdóneme que se lo diga, Amelia, pero lo que ha hecho su hijo es una cosa muy blasfema. Al parecer, doña Ermelina, otra de las vecinas del barrio, lo había visto saltar la valla de su jardín cargado con un pequeño bulto que no había dudado en identificar como su San Antonio de Padua. Tras escuchar a la mujer, Amelia hizo entrar a Pablito y le preguntó si eso era cierto. Éste, mirándolas con una amplia sonrisa, contestó que no, que a él nunca se le ocurriría hacer esa maldad, que debió de ser otro niño el que doña Ermelina vio. Amelia, que conocía bien a su hijo, zanjó rápidamente el asunto: Sepa usted, doña Herminia, que mi Pablito es incapaz de hacer eso de lo que usted le acusa. Si él dice que no se llevó sus santitos (dijo santiguándose), yo le creo. Y, casi a empujones, acompañó a la anciana hasta la puerta de la calle (¡Viejas arpías envidiosas!). Antes de salir, doña Herminia miró recelosa a Pablito. En la cara del niño se dibujó otra amplia sonrisa.

El jardín crecía sin parar. Las enormes y lozanas hortensias se extendían junto a una espesa selva de dalias y de jacintos de un intenso color morado. Jazmines y begonias asomaban lustrosos entre los rosales. El niño había creado allí un pequeño paraíso vegetal.

Una esplendorosa mañana de domingo, Amelia salió al jardín. Sus hijos todavía dormían. Al pasar junto a la mata de hortensias, su pie tropezó con algo. En lugar de la piedra que esperaba encontrar, vio un trozo de madera que asomaba de la oscura tierra. Enseguida supo lo que era: uno de los pequeños ataúdes de Pablito. Sin saber muy bien por qué, lo abrió y de él cayó una figura de escayola envuelta en una de aquellas elaboradas mortajas que cosía su hijo. El San Martín de Porres de doña Patro. Lo había visto mil veces en el altarcito que decoraba el recibidor de su casa. La mujer escarbó un poco más allá, bajo la misma mata de hortensias y apareció otro ataúd: éste contenía el San Antonio de Padua perdido por doña Ermelina. Pablito se la iba a cargar. Dominada por la curiosidad, Amelia siguió revolviendo la tierra bajo las plantas.

Enterrados entre las dalias aparecieron dos ataúdes más. Uno contenía una Barbie sin cabeza (Laurita la había tirado a la basura cuando perdió dicho apéndice) y el otro el cadáver a medio corromper de un gorrión. Amelia sintió un escalofrío de inquietud. Una sensación que se intensificó cuando, tras exhumar bajo las begonias dos pequeños féretros, encontró en cada uno de ellos, envuelta en su blanca mortaja, una cría de gato.

Las tres sepulturas siguientes las ocupaban una enorme rata, un loro (con el verde plumaje aún lustroso) y algo que parecía un conejo al que hubiesen cortado las orejas.

El color morado de la inmensa mata de jacintos resplandecía majestuoso al fondo del jardín.

 


DAVID ROAS (Barcelona, 1965) es escritor y profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona, donde también dirige el Grupo de Estudios sobre lo Fantástico (GEF) y Brumal. Revista de Investigación sobre lo Fantástico/Brumal. Research Journal on the Fantastic.

Es autor de los volúmenes de cuentos y microrrelatos Los dichos de un necio (1996; reeditado para e-book, Digitalia, Nueva York, 2010), Horrores cotidianos (Menoscuarto, Palencia, 2007; y Borrador Editores, Lima, 2009), Distorsiones (Páginas de Espuma, Madrid, 2010; ganador del VIII Premio Setenil al mejor libro español de cuentos del año), e Intuiciones y delirios (Micrópolis, Lima, Perú, 2012) y Bienvenidos a Incaland® (Páginas de Espuma, Madrid, 2014; finalista del XII Premio Setenil). También ha publicado las novelas Celuloide sangriento (1996; reeditada para e-book, Digitalia, Nueva York, 2011) y La estrategia del koala (Candaya, Avinyonet, 2013). Es también autor del libro de crónicas humorísticas Meditaciones de un arponero (e.d.a., Málaga, 2008). Está a punto de aparecer una antología de su narrativa fantástica: Zona de penumbra y otros cuentos fantásticos (Editorial ARSAM, Lima).

Algunas de sus narraciones han sido recogidas en diversas antologías, entre las que destacan: Julio Ortega y Juan Francisco Ferré (eds.), Mutantes. Narrativa española de última generación, Berenice, Córdoba, 2007; Juan Jacinto Muñoz Rengel (ed.), Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual, Salto de Página, Madrid, 2009; Irene Andres-Suárez (ed.), Antología del microrrelato español (1906-2011), Cátedra, Madrid, 2012; Jorge Luis Cáceres (ed.), No entren al 1408 / Antología en español tributo a Stephen King, La Biblioteca de Babel, Ecuador, 2012; y Ángeles Encinar (ed.), Cuento español actual (1992-2012), Cátedra, Madrid, 2014.

Especialista en literatura fantástica, entre sus ensayos cabe destacar: Teorías de lo fantástico (Arco/Libros, Madrid, 2001), Hoffmann en España. Recepción e influencias (Biblioteca Nueva, Madrid, 2002), De la maravilla al horror. Los orígenes de lo fantástico en la cultura española (Mirabel, VIlagarcía de Arousa, 2006), La sombra del cuervo. Edgar Allan Poe y la literatura fantástica española del siglo XIX (Devenir, Madrid, 2011), Tras los límites de lo real. Una definición de lo fantástico (Páginas de Espuma, Madrid 2011; IV Premio Málaga de Ensayo), y A ameaça do fantástico. Aproximações teóricas (trad. Julián Fuks, Editora UNESP, São Paulo, 2014).

A todo ello hay que añadir que es autor del volumen Poéticas del microrrelato (Arco/Libros, Madrid, 2010).

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