Escribe Alexis Iparraguirre
Ya es hora de decir que Dune 2, cinta dirigida por el canadiense Denis Villenueve, es un gran blockbuster, una película que no da tregua, en la que la producción cumple un rol preciosista, y donde hay tomas tan espectaculares y bellas que uno podría ponerles marco a todas. Particularmente intensas y absolutamente funcionales: la secuencia en blanco y negro en el coliseo y la pelea entre Paul y Feyd-Rautha. La discusión moral sobre la manipulación religiosa es tan sencilla como compleja por sus múltiples capas en las más de dos horas que dura la película, con lo que, contra lo que cree Marvel, la reflexión en un blockbuster puede ir más allá de un par de eslóganes sobre el poder y la responsabilidad.
Dicho esto, tampoco se puede negar que la adaptación de Villenueve, brillante en sí misma, es una opción por borrar, por inmunizar a la historia de Frank Herbert de todo lo abyecto que moviliza originalmente. La vuelve una fábula habilitada para el consumo de las clases medias norteamericanas, con las que ellas se puedan identificar. No solo se trata de haber neutralizado el voyeurismo gay del barón Harkonnen, de nulificar la lujuria de Piter de Vries, de eliminar cualquier escena de sexo explícito (entre Lady Jessica y el duque Leto, entre Paul y Chani, e incluso entre Lady Margot Fenring y Feyd-Rautha), de desaparecer los cuerpos gibosos de los navegantes de la Cofradía, de convertir el sudor del barón en estéticos baños de lodo (como si estuviera en un spa), o de excluir a la friki suprema, Alia, la hermana de Paul, que teniendo dos años luce como de doce, y que se ríe como maníaca mientras acuchilla a su abuelo el barón. No se trata, digo, de estas exclusiones que parecerían ejercerse en función de una sociedad más aséptica, más consciente en el ámbito público de sus «ascos», y que consideraría, sintomáticamente, la representación de lo anterior de «mal gusto».
Se trata principalmente de haber despojado a Dune de significaciones problemáticas sobre la evolución humana, el límite entre lo humano y lo no humano, la posibilidad siempre abierta de que en efecto todos los protagonistas estén participando en un plan mesiánico sin saberlo; o de otro modo, se trata de haber reducido a Dune al dilema moral que plantea adoptar el fundamentalismo mesiánico como forma de liberación política. En este nuevo escenario, Villenueve modifica el personaje de Chani para que sirva como compás moral de los valores auténticamente anticoloniales, autonomistas, populares y, en cierta medida, democráticos y progresistas.
De este modo, la saga de Herbert en Villenueve funciona un poco como el drama de las más bien puritanas familias norteamericanas con votantes republicanos, altamente ideologizados en su versión del cristianismo, y votantes demócratas, progresistas y laicos, las que tienen como único futuro a la vista la separación trágica porque ambos bandos tienen muy buenas razones para nunca aceptar el triunfo del bando contrario (aunque la buena causa esté cargada del lado demócrata, se sabe, porque el rol de Chani, progresista, esté hecho para simpatizar abiertamente con su causa).
Quitando todo lo inhumano de la novela (en lo que también debo incluir una diversidad de mutantes adictos a las especie que son centrales para comprender la economía de Dune), Villeneuve se queda con un drama moral, literalmente en esteroides, para que los más característicos consumidores de su cine se reconozcan, y que a la vez le sirve para atraer públicos globales, porque cada vez más las clases medias planetarias construyen sus imaginarios sobre los consumos de las norteamericanas (así en la práctica no puedan comparárseles).
Desde luego, Villenueve está en su derecho, y las actuaciones y la acción que consigue con ello son de lo más entretenido y emocionante que he visto en mucho tiempo, pero, subrayo, que luego no se esté diciendo que captura completamente o en gran parte el propósito que Herbert tuvo en su novelas porque no es ni remotamente eso.