Un cuento de Antonio Gálvez Ronceros, de 1979
El día de la muerte del hacendado Ricardón, ocasionada por la mordedura de un can rabioso, se produjeron hechos muy extraños.
Todo empezó por la mañana cuando él dijo:
—Yo soy hijo de la perra Manuela. Salí a la vida una tarde en que no había dónde, sobre unos despreciables costales, en un rincón del corral de la casa.
Los peones, que bajo la enramada de la casa lo asistían en su lecho de enfermo, creyeron que bromeaba. Pero dudaron cuando el paciente, con voz dramática, prosiguió:
—Conmigo, fuimos cinco. Y mi madre empezó a amaman-tarnos con dos hileras de tetas colgantes de su vientre. Las tetas nos sobrepasaban en número; pero, debido a la flacura de algunas, nos vimos en la desagradable necesidad de pelearnos por poseer las más llenitas…
“A la semana de nacidos abrimos los ojos. Entonces conocí a mi madre. La pobre era tan flaca, que sentíamos la dureza de sus costillas en la punta de las narices. Al mediodía ella acostumbraba ir al otro lado de la casa y regresaba llenos los ojos con un brillo de amargura. Se detenía frente a nosotros y nos contemplaba lánguidamente, mientras a gritos le reclamábamos las tetas. Terminaba por tirarse de largo sobre los costales a ofrecernos sus pezones cada vez más secos.
“Muchas veces la vi roer huesos hormigueantes y triturar con sus dientes flojos pequeños roedores cogidos después de un acecho inagotable en los umbrales de sus escondrijos; y otras, correr por los campos de labranza en busca de lombrices que el arado dejaba entre los terrones. Todo esto me dio la sospecha de que en casa no había comida para mi madre.”
Los peones se miraron a la cara: aquello les era tan raro que no lo entendían. Sin embargo, un pequeño pero significativo incidente vino a iluminarlos, aunque con débil resplandor.
Cerca del mediodía, mientras Ricardón seguía reposando bajo la enramada de la casa, un gallinazo apareció en lo alto. Dio vueltas alrededor y bajó. Distante, estuvo largo tiempo observando hasta que decidió acercarse. Saltando, saltando, llegó a la enramada y se detuvo. Nadie había reparado en él. Y de pronto, como si hubiera pisado un resorte de extremada sensibilidad, dio un gigantesco salto por encima de los peones y cayó sobre Ricardón. En el acto, con un descontrolado movimiento de cuello, le descargó una retahíla de picotazos. Gritó Ricardón y se asustaron los peones. El animal, espantado, se alejó volando con rapidez.
Una inconsciente certidumbre llevó a los peones a relacionar los hechos con la mordedura de que había sido víctima Ricardón. Él mismo había contado:
“… Como estaba cerca de la casa, me bajé del caballo y me vine despacio jalándolo de su rienda. Y quién iba a pensar que el animal ése me estaba esperando en el desvío del camino, todo escondidito en los matojos del borde. ¡Como si el diablo lo hubiera dispuesto así! No bien doblé, cuando vi salir un bulto de detrás de unas plantas y volar como pájaro con dirección a mi cara. Mi caballo, al ver cosa tan rara, se espantó, salió corriendo de ahí y me dejó solito. Al principio creí que el tal bulto era la carcancha que, dicen, asusta a la gente para matarla de miedo y poder llevarse su alma al Enemigo. Pero luego me di cuenta de que el tal bulto ladraba como perro y sólo quería morder. ¡Ni más ni menos que un perro loco! Entonces me descontrolé. Me iba para un lado, me iba para otro lado, y el animal siempre prendido de mí, muerde que muerde. Me subí a una pared, y el perro se subió; me colgué de la rama de un árbol, y el perro también se colgó. Sólo cuando ya no quedó sitio donde morderme, se le ocurrió hacer polvo sus patas: se perdió en la noche y yo quedé todo despellejado”.
Efectivamente, cuando aquella noche Ricardón apareció de improviso en la fiesta de Burrogrande, estaba irreconocible. Al verlo, alguien había gritado: “¡Miren ahí!”. Los peones muy bien lo recordaban:
“Tambaleándose como si estuviera borracha, una sombra venía hacia nosotros. No se sabía quién era y sólo cuando estuvo cerca lo pudimos reconocer: era don Ricardón. Salimos a su encuentro y lo rodeamos. Como si se lo hubieran traído pateando todo el largo del camino, estaba revolcado; la ropa le colgaba en hilachitas; y la acostumbrada cara reseca que tenía se le había abierto en surcos, por donde rapidito le corría la sangre como cuando se riega con el agua nueva”.
—¿Qué le ha pasado? —le preguntamos.
—¡Un perro loco me ha mordido! —respondió colérico.
“Dentro de la casa se calmó y pudo contarnos cómo había sido eso”.
El incidente del gallinazo avivó el interés por la conducta de Ricardón. Una celosa curiosidad, oculta inútilmente tras un convenio tácito, hizo que nadie abandonase al enfermo, llegado el mediodía. Por su parte, Ricardón siguió con su relato:
—Una tarde vino hasta nosotros un hombre; era el dueño de la casa. Cogió a dos de mis hermanitos y los arrojó a las aguas traicioneras de una acequia. ¡Ah, cómo aborrezco a ese hombre!
“Mi madre, cada vez más consumida, ya no tenía con qué amamantarnos. A pesar de ello, inocentemente seguíamos succionándole la vida a través de los huequitos de sus pezones. Un día vino despacio, muy despacio, se dejó caer junto a nosotros y no se levantó más. Había muerto. Cuando crecí, supe ya con certeza por qué había sido: murió de hambre. En casa no se comía”.
La velada sospecha de los peones iba adquiriendo cierta claridad. Recordaban que la madre de Ricardón había muerto precisamente por todo lo contrario de lo que ahora él afirmaba: en medio de una noche intolerable, un cólico perverso había logrado voltearle definitivamente las vísceras, después de asiduos intentos. Esa tarde se había dado un atracón de carne de cerdo y guayabas verdes.
Y aquello de que un hijo rebajara de tal modo la muerte de su madre, les pareció abominable. Sintieron profunda lástima por el patrón, y casi poseídos del origen de su comportamiento, se dijeron: “Menos mal que esa noche estuvimos en la fiesta del Burrogrande, si no a estas horas hablaríamos como este desdichado”. Ellos le habían preguntado: “Patrón, ¿usted no va a la fiesta?”. Y él había dicho: “Vayan nomás ustedes. Este domingo tengo que hacer un asunto por arriba”. Y en la fiesta, alguien los previno del perro loco. Alguien que pasó corriendo por el camino. “¡Mucho cuidado que anda suelto un perro loco!”, había gritado. Se acordaban:
“Hasta nosotros llegaron sus palabras preñadas de miedo. No se le podía ver porque, desde abajo, hacía rato la nochecita seguía subiendo, sin apurarse, como segura que de todas maneras tenía que subir. El pretexto de la reunión (panzada de frijoles con oreja de cerdo) ya había dado sus frutos: bajo la ramada de la casa algunos dormían tumbados por el vino. Salvo unos cuantos que discutíamos tonta y enredadamente, en la casa del Burrogrande el asunto terminaba. Desde el camino, las palabras de quien las dijo nos parieron todo su miedo. Callamos los habladores y saltaron los más borrachos.
—¿Eh? ¿Qué dice? ¿Perro loco? —nos preguntaron.
Y había razón para temerle. Un recuerdo lamentable vivía escondidito en nuestros corazones: las correrías del último perro loco habían dejado mucha gente boqueando en los caminos”.
Con la fuerza de un rebuzno, Burrogrande preguntó al desconocido:
—¿Perro loco dice?
—El otro se detuvo.
—Sí —contestó—. Se ha loqueado hace como dos horas.
—¿Y dónde está?
—No se sabe. La última vez lo vieron rastreando el camino de Lomo Largo.
—¿Y de quién es?
—De don Ricardón. Pero él no sabe nada porque dicen que salió temprano a ver el agua en la Toma del Carrizo y no ha vuelto todavía.
—¿Y por qué corres?
—Yo tengo que avisar en todos los sitios para que la gente esté alerta. No vaya a ser que alguien resulte mordido. Así que rápido me voy. Tengan cuidado…
La noticia había acabado con la fiesta. Sin embargo, nadie había querido marcharse. Aquello de no saber por dónde andaba el animal era peligroso.
“De repente en un recodo del camino podíamos darnos de boca con el cuadrúpedo. Más valía entonces esperar hasta que se supiera su paradero”.
Cada quien había aguardado con su propio palo, por si asomara el perro por allí.
Pero no asomó.
“El único que asomó fue don Ricardón, hecho un espantajo. El animal lo había mordido hasta por puro gusto”.
—Que en la casa se sufría de hambre —continuó Ricardón—, perfectamente lo entendieron mis hermanos. La abandonaron una noche y se radicaron en la ciudad. Les fue peor. A uno lo atropelló un automóvil y al otro lo envenenaron en el mercado de abasto un fatal domingo por la mañana… Y todo por culpa de ese hombre canalla. ¡Ah, cómo lo odio!
Sus palabras estaban cargadas ya de rencor y los peones tuvieron que serenarlo. Emplearon en ello riguroso tacto, pues conocían las iras del patrón: con laboriosa ferocidad acostumbraba buscar al causante de ellas para matarlo. Recordaron precisamente que en casa de Burrogrande, luego de detallar la forma como el can rabioso le mordió, había dicho:
“… Pero el asunto no se queda de este tamaño. Alguien me las va a pagar. El animal no tiene la culpa, porque si se ha vuelto loco será por algo que le han hecho. Tal vez muchos días amarrado a un horcón, sin comer ni tomar agua. Tal vez. Sea como sea, el único culpable es su dueño y es él quien me las va a pagar…”
Y con las venas del cuello faltándoles poquito para reventar, nos preguntó a gritos:
—¡Dígame quién es el dueño para agarrarlo a machetazos!
—Usted mismo, pues, don Ricardón. El perro es suyo —le dijimos.
—¿Mío? —indagó descontrolado.
—Sí, suyo.
“Hizo una mueca ridícula y se dobló hacia atrás”.
Durante el tiempo en que Ricardón había estado hablando, el cielo de ese lado se había ido poblando de gallinazos. De distintas direcciones habían acudido veloces, como a una cita a punto de perderse. Ahora, arremolinándose en un cielo puro de azul, esperaban impacientes.
Con los gallinazos arriba, la curiosidad de los peones vino a tornarse medrosa. No dejaron entonces de vigilar a los animales ni de escuchar al patrón. Éste prosiguió con sus cuitas:
—Yo mismo cuánto sufrí por su culpa. Toda mi vida le cuidé fielmente la casa y a cambio recibí hambres y puntapiés. Cansado, abrumado, abrigué la esperanza de huir, pero parece que el malvado lo adivinó: fui amarrado a un horcón y abandonado allí sin alimentos ni agua. Con torturante lentitud vinieron días atroces. Una sequedad polvorienta me quemaba las entrañas; mi vientre, hundiéndose más y más, estaba a punto de chocar con el espinazo: y la pelambre, cayéndoseme de raíz, dejaba al descubierto vivos trozos de mi pellejo. Mi cuerpo cobró tan horrible aspecto, que si la Virgen hubiese venido a socorrerme habría tenido que salir espantada de mi presencia. Parecía ya un esqueleto maltrecho. Pero un día amanecí con formidable energía y me lancé por los caminos a querer destrozar a la gente. Malévola energía: había enfermado. Y ahora estoy así. Me he convencido de que jamás volveré a ser el de antes… Y todo por culpa de ese miserable. Cómo quisiera tenerlo en mis manos para hacerle pagar toda mala vida que nos dio a mí y a mi familia —calló por un momento, la barbilla recogida sobre el pecho, la mirada sombría proyectada desde abajo—. De pronto, de un salto se puso de pie en el lecho y gritó: —¡Sé que ese hombre se llama Ricardón!
Los peones, alarmados, comprendieron en definitiva la de-gradante metamorfosis operada en la mente del patrón, y sintiéronse inundados por oleadas de escalofríos. Por su parte, los gallinazos, seguros de lo que hacían, hallábanse en las ramas de los árboles, de donde acechaban alargando y recogiendo sus cuellos.
Ricardón infundía ya terror: como a punto de desprenderse del cuello, trastabillábale la cabeza, empapada; un jadeo irrefrenable poníale en los labios densos espumarajos, y sus ojos escudriñaban con inusitada crueldad. Volvió a gritar:
—¡He olvidado la cara de ese Ricardón, pero estoy seguro de que entre ustedes está! ¡Díganme quién es para agarrarlo a dentelladas! —y se arrojó sobre los peones.
Éstos, aterrados, echaron a correr. Pero Ricardón, como obedeciendo a un extraño impulso, tomó otro rumbo, perdió el equilibrio y, al punto que se hundía en un pozo de agua, lanzó un espantoso alarido.
Emergió, íntegro, con violencia: se hundió luego hasta el pecho y comenzó a mover los brazos, en procura del borde. Ganó la orilla y se arrastró hasta quedar tendido bajo la enramada, boca arriba, resoplando.
Sorpresivamente, su cuerpo fue atacado por un temblor vertiginoso, que acabó dejándolo quieto y rígido. Había muerto.
En el acto los gallinazos enfilaron hacia Ricardón. Pero se estrellaron con los puntapiés de los peones. Sin embargo, tercos, volvieron a la carga. Se entabló entonces una batalla.
Desde el suelo, Ricardón miraba impasible la escena con unos ojitos chamuscados.
Algunos gallinazos lograban escabullirse por entre las piernas y llegaban a posarse sobre Ricardón; pero rápidamente la fuerza de un pie o una mano los levantaba por los aires. No obstante, la situación era angustiosa para los peones, que sentían perder terreno ante el ardor del enemigo.
No se supo de quién vino la idea. El hecho fue que, mientras unos se entendieron con los gallinazos, otros cogieron picos y lampas y con extraordinaria rapidez pusiéronse a cavar un hoyo. Cuando estuvo terminado, metieron dentro a Ricardón, vaciaron la tierra y encima colocaron enormes piedras. De inmediato fugaron despavoridos por entre los matorrales.
Evidentemente chasqueados, los gallinazos quedaron mirando, ceñudos, de soslayo, el lado por donde los peones habían desaparecido.