Escribe Guillermo Schavelzon
Con frecuencia, editoriales de gran prestigio literario necesitan publicar algunos libros altamente comerciales -que no llegan a ser deleznables-, como estrategia que les ayude a sostener el proyecto y a ganar dinero. Aunque algunas lo hacen poniéndoles otro sello para camuflar la presencia de estos libros, me parece digno quienes no lo hacen, porque es un gesto de transparencia hacia sus lectores, que sabrán comprender sin necesidad de explicaciones.
Hasta el intenso proceso de industrialización de la edición, iniciado hace unas décadas a consecuencia de la concentración en grandes corporaciones que, necesariamente, las llevó a priorizar los beneficios, las editoriales eran, en su mayoría, empresas culturales, cuyos fundadores solían ponerle su propio nombre, como muestra del compromiso personal que asumían frente a los lectores, y del orgullo con el que lo hacían. Que fueran un proyecto cultural no quiere decir que no quisieran ganar dinero, a veces las ganancias eran significativas.
Había editoriales, que eran fuertes, en las que su negocio se basaba en el prestigio literario. Era un momento y un entorno educativo y cultural, en el que ese prestigio era una señal indiscutible para los buenos lectores, que eran muchos. Creaban valor ofreciendo calidad.

En Estados Unidos, el país qué más títulos publica y en el que más libros se venden, entre 1930 y 1970 los mejores escritores querían publicar con Alfred Knopf, una editorial de calidad, con una marca tan impuesta, que a menudo en la tapa de los libros solo ponían el logotipo (un refinado galgo), como único guiño a los libreros y lectores. A efectos de la venta, la crítica era, en esa época, lo que las listas de más vendidos son hoy: el principal prescriptor.
No solo la calidad de los autores era importante, también los criterios estéticos e industriales. Knopf fue de las primeras en poner un cuidado extremo en la edición -el editing de los textos-, en el intenso y cercano trabajo con cada autor, a veces durante años, en el diseño interior de cada libro, en el arte y la tipografía de la tapa, en los textos de solapa y contraportada, y en el estilo digno de su promoción y publicidad, que nunca decía “Un millón de ejemplares vendidos” aunque fuera verdad, porque no era el éxito de ventas lo que atraía a los lectores.
Fundada en Nueva York en 1917 por un matrimonio de judíos neoyorkinos muy atentos a la cultura europea, lo que no era habitual en Estados Unidos, Alfred Knopf ofrecía una gran calidad literaria. La amistad de los propietarios con George Brochardt, un visionario agente literario francés que se instaló en Nueva York para ofrecer escritores europeos desconocidos allí, les permitió publicar a Albert Camus, Sigmund Freud, André Gide, Sartre, Simone de Beauvoir, Ilya Ehrenburg, Mikhail Sholokhov, Thomas Mann, John Le Carrè y otros, con los que los Knopf formaron un catálogo de excelencia. Tuvieron otras habilidades, como ser la primera editorial que comenzó a publicar novela negra (Dashiell Hammet, Raymond Chandler), presentándola como un género literario respetable.
Consagrados a cultivar una buena relación personal con los escritores, hábiles los dos, Blanche Knopf era la parte lectora del matrimonio, lo que la convirtió en la directora editorial, demostrando que sabía muy bien qué y cómo publicar. Cuando Adolf murió, dirigió la editorial veinte años más. Para entonces también publicaba a los mejores escritores estadounidenses, los más destacados europeos y japoneses, y una excelente colección de libros infantiles de los mejores escritores del mundo.

La mayoría de los libros eran de literaturas extranjeras, a las que entonces no se les prestaba mayor atención en Estados Unidos, como vuelve a suceder ahora, cuando los libros traducidos ya no aparecen entre los best sellers. Durante las últimas décadas, la lista de libros más vendidos de The New York Times fue determinante de la venta en todo el país. Hoy, el único autor extranjero que aparece entre los más vendidos, es el Príncipe Harry.
Ese prestigio y esos autores, junto a una excelente capacidad para promover y vender, llevó a las agencias literarias de Nueva York a proponerle a Knopf publicar a los grandes escritores norteamericanos que querían publicar en ese catálogo. Los libros que superaban el millón de ejemplares fueron unos cuantos, y eso implica solidez financiera. Cuando había una subasta entre editoriales para contratar un libro importante, competían, y muchas veces ganaba.
Knopf, que en su catálogo tenía 17 premios Nobel y 47 premios Pulitzer, ayudó a que escritores ya respetados fueran más conocidos aún, y vendieran más, y no dudó en apostar por escritores inéditos o desconocidos. La minuciosidad, el compromiso y la dedicación de los editors de Knopf a cada obra y a cada autor, era proverbial. Lo cuenta en detalle el editor Robert Gottlieb, director editorial luego de la etapa de Blanche, en Lector voraz, un libro de memorias muy atractivo (Navona, 2018). Todas las historias de trabajo con los autores, sus consejos y comentarios, siguen teniendo validez, incluso ahora, cuando las cosas ya no son así. Saber cómo eran antes ayuda a hacerlo mejor. Se aprende más de la historia, que de los algoritmos.
Pero lo que ayudó económicamente a esta construcción, nos cuenta Gottlieb, era “una arma secreta”, un libro menos presentable pero que ayudaba a sostener el proyecto editorial: El Profeta, de Khalil Gibrán, del que en los primeros años vendieron diez millones de ejemplares y se reimprimía sin parar.

Los hijos de los Knopf vendieron la editorial al millonario Samuel Irving (Si) Newhouse, cuyo padre había fundado un imperio de revistas reunidas en el conglomerado Condé Nast, que incluían desde la popular Vogue hasta la culta e influyente The New Yorker, un verdadero mito de la cultura americana.
La nueva Knopf, cercana ahora a las revistas de Si Newhouse, mantuvo su prestigio y los mejores autores, pero nuevamente fue vendida a otro gran editor estadounidense, Benet Cerf, presidente de Random House, en una asociación que no estuvo mal vista por el sector cultural. Años después, todas terminaron siendo compradas por el grupo alemán Bertelsmann, que adquirió Random House y después Penguin, transformándose en la editorial más grande del mundo, tan grande que, recientemente, la justicia estadounidense no les permitió comprar Simon & Schuster.
Dentro del nuevo mega grupo, Knopf mantuvo su línea de calidad, dirigida durante veinte años por el británico de origen indio Sony Metha, editor mítico al que nadie -ni la gran corporación a la que pertenecía- podía decirle qué publicar y qué no, como tampoco impedirle fumar en su despacho, cuando ya no estaba permitido hacerlo. Estuve una vez en esa humeante oficina, desordenada como la de Claudio López Lamadrid en Barcelona, para hablar sobre uno de sus autores, el excanciller mexicano Jorge Castañeda.
Respecto a trabajar dentro de un gran grupo, Sony Metha declaró: “Somos parte de algo que es muy grande, pero nos concentramos en nuestra forma de hacer las cosas. Puede ser ilusorio aislarse de todo eso, pero lo intentamos”. Durante mucho tiempo lo logró.
Actualmente, la editorial Knopf es una de las 250 editoriales del grupo Penguin Random House.

Sudamericana
No todas las editoriales tienen un arma secreta de semejante calibre, pero algunas sí, y suele ser lo que las sostiene. Entonces la decisión de contratar se basaba en “el olfato del editor”, que por más literario que fuera, sabía que había libros que no podía dejar pasar.
La editorial argentina Sudamericana, fundada en 1939 por el catalán Antoni López Llausás, hijo y nieto de editores, al que el franquismo lo empujó a exiliarse en Argentina, donde fundó la editorial con un grupo de amigos. Bajo su dirección comenzó a crecer, y se transformó en una empresa familiar que sabía combinar prestigio literario y capacidad comercial. Cuando murió, en 1979, fue sucedido por su hijo Jordi, que murió al poco tiempo, y después de varios intentos de profesionalización, asumió la dirección literaria su nieta, Gloria López Llovet, junto con su esposo Jaime Rodrigué a cargo de la gestión. Una familia de editores -siguen siéndolo- de pura raza, que llevaron la editorial hasta 1998, cuando ante las recurrentes crisis de la Argentina, y la concentración en grandes grupos que pasaron a controlar el mercado internacional, la vendieron al grupo Penguin Random House. Sudamericana es otra de las 250 editoriales del grupo, de las cuales 46 de ellas publican en español.
Muy conocida por haber lanzado al mundo Cien años de soledad, la novela de un colombiano desconocido convertida en uno de los libros más vendidos del siglo veinte, Sudamericana fue la editorial que publicó por primera vez en español a Cortázar, Onetti, Faulkner, Malraux, Aldous Huxley, Sartre, Simone de Beauvoir, Jung y muchísimos escritores más, casi todos antes de que fueran famosos (de la primera edición de Bestiario, de Cortázar, se vendieron 400 ejemplares).

Gloria, la nieta del fundador, recordó hace unos años cuales eran “las armas secretas” (aunque no utilizó este término) de su abuelo: Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie, Entre lágrimas y risas, de Lin Yutang, y Cómo adelgazar comiendo, de Victor Linhlar. Tres libros de los que vendían millones de ejemplares, que les permitió abrir sucursales en varios países (en España se llamó Edhasa), y convertirse, junto con la editorial Emecé, en los mayores exportadores de libros en español de todo el mundo.
Gloria Rodrigué, refiriéndose a los criterios de selección aplicados en Sudamericana, dijo que en aquella época “al editor le traían los libros escritos, él los leía y decidía…Hoy en día el negocio es otra cosa. Yo creo que a los escritores hay que esperarlos, es decir, hay una maduración en los autores, pero hoy en día el negocio editorial no nos da el tiempo. Si publicamos un libro que anda más o menos bien, ya lo estamos torturando al escritor para que escriba otro libro en un año. La rapidez del negocio va en contra de la creación.” (Antonio López Llausás Editor, en sepaargentina.com).
Era otra época.