Escribe José María Bardales*
Todos hemos tenido alguna vez —o incluso ahora podríamos estar sin saber dentro de ella—, nuestra fortaleza Bastiani. Un trabajo, unos estudios a los que llegamos sin mucha convicción, cualquier tipo de proyecto concebido más por necesidad que por pasión, o incluso un matrimonio, o una relación a la que llegamos, como es lo común y recomendable, cargados de fe, pero que, transcurridos los años, el peso de la monotonía ha congelado al punto de la disolución, aunque nadie se atreva a dar el paso final. En fin, cualquiera que sea el lugar al que el destino pueda arrojarnos en el ancho y a veces ajeno mapa de nuestra existencia, no pocas veces estamos parados en un lugar con la sensación de vivir secuestrados en él, aguardando algo que nunca llega.
Esa es más o menos la atmósfera por donde avanzamos hipnotizados, siguiendo los pasos del correcto oficial Giovanni Drogo en “El desierto de los tártaros”, esa magistral novela que, más que otras, parece novelar, pese a su relativamente corta extensión, el Tiempo con mayúsculas, sus metamorfosis y sus estragos. Quizá la insignia más significativa en favor de esta novela sean las palabras que el mismísimo Jorge Luis Borges le prodigó a ella y a su autor. Afirmó el maestro: “Hay, sin embargo, nombres que las generaciones venideras no se resignarán a olvidar. Uno de ellos, verosímilmente, el de Dino Buzzati”. Y lo decía mientras incluía a este libro dentro de una selección de cien que habrían de constituir una colección escogida por él mismo, grupo del cual solo llegó a prologar los primeros sesenta y cuatro títulos pues, entendemos, la muerte sorprendió al creador de El Aleph antes de finalizar su exquisita tarea.
¿Pero qué es exactamente El desierto de los tártaros? Si como dijimos al comienzo, todos, de alguna u otra forma, alguna vez hemos padecido ante una expectativa que no termina de concretarse, esta novela narra la gesta espiritual y estoica de su protagonista por transformar la melancolía, e incluso el tedio de esa espera, en el camino obligado para alcanzar la realización. ¿Lo logrará? Entretanto, y por cierto, en lo que a la canción sólida respecta, este libro fue, es y será, un maravilloso hallazgo que quisiéramos compartir con quien aún no haya tenido la dicha de recorrer sus páginas. Veamos.

A sus 24 años, el oficial Giovanni Drogo acaba de egresar de la Escuela Militar de un reino ficticio, pero que bien podría tratarse de cualquier viejo imperio colonial de Europa; corren, según la impresión que deja el texto, los últimos años del siglo XIX, o los primeros del siglo XX. La primera orden que Drogo deberá cumplir en el riguroso escalafón castrense será la de incorporarse a la fortaleza Bastiani, una edificación que constituye quizá la última y más alejada guarnición de frontera ubicada en una zona conocida como el desierto de los tártaros. Nuestro protagonista, quien íntimamente, en un principio, rechaza el plan que sus superiores le tienen reservado —él preferiría hacer carrera militar en la ciudad—, decide admitir transitoriamente su destino, convencido que permanecerá en la fortaleza solo los cuatro meses que dicta el protocolo, periodo luego del cual intentará solicitar una reubicación, argumentando, si es necesario, una razón de salud. Desde el comienzo vemos que en la fantasmal fortaleza, autoridades y subalternos se mueven siguiendo a pie juntillas las diversas órdenes y contraordenes de la rutina, mientras que el tiempo y las nubes avanzan lentamente.
La única expectativa que inyecta color al pálido presente y futuro es la posibilidad de un ataque enemigo que llegará del otro lado de la frontera, tiñendo ese ansiado día de gloria y sentido a la milicia que se levanta autómata, pero en el fondo voluntariosa y perseverante en la fortaleza Bastiani. De manera que la espera es la constante que enhebra el argumento y la atmósfera de la novela. Sin embargo, no todo es lineal ni predecible en el inconsciente de estos militares. Pronto entenderemos, de boca del capitán Ortiz —una suerte de padre putativo que Drogo adopta al llegar a la fortaleza—, que incluso los veteranos dudan de la posibilidad de que algún día llegue la guerra con su toque de fama y posteridad. Es así que en uno de los primeros capítulos de la novela se lee esta paradoja:
—Es un trozo de frontera muerta – añadió Ortiz-. De modo que no la han cambiado nunca, se ha quedado siempre como hace un siglo.
-¿Cómo frontera muerta?
-Una frontera que no preocupa. (…) Nadie debe haber pasado por allí, ni siquiera en las últimas guerras.
-De modo que la fortaleza nunca sirvió para nada.
-Para nada -dijo el capitán.
Será en este evidente absurdo que un clima de opresión psicológica tensará las cuerdas de la consciencia de nuestro héroe. ¿Me quedo o me voy?, parece preguntarse Drogo durante una parte de la historia, donde la ansiada gloria solo podrá asumirse bajo el riesgo de estar entregando el destino a una remota leyenda cuyo brillo solo puede obtenerse si antes también nos hemos resignado a aceptar una mentira. Así transcurrirán al menos treinta años en la vida de Drogo quien por aquel ideal sacrificará familia, mujer, hijos y una carrera más acorde a sus sueños de juventud. En ese sentido, El desierto de los tártaros, como ya hemos dicho, trasunta como pocas novelas el paso del tiempo, y lo hace con un dominio magistral de la elipsis. No en vano, una figura que abunda en la novela es situar la vida como un río que corre.
“Del desierto del norte tenía que llegar su fortuna, la aventura, la hora milagrosa que al menos una vez le toca a cada uno. Por esa posibilidad vaga que parecía volverse cada vez más incierta con el tiempo, hombres hechos y derechos consumían allá arriba la mejor parte de su vida”, escribe Buzzati.
Precisas, acaso melancólicas, son, por otro lado, las descripciones que hace el escritor italiano del ambiente, la naturaleza desértica que impone cielos naranjas y amarillentos, cálidos, nubes que cruzan protectoras y amenazantes, pero también heladas mortales que trastocarán el destino de los distintos personajes en los capítulos de esta, a falta de mejor definición, poética novela. Por ejemplo, el trágico sino del teniente Angustina, amigo predilecto de Giovanni Drogo, durante una absurda “expedición para delimitar los confines en el trecho de frontera”, jornada en que empezará a nevar una nieve espesa y pesada sobre la desértica llanura, será una muestra de aquella poesía, a la par que uno de los relatos más conmovedores y vívidos de toda la novela. Algo similar ocurre con el soldado Lazzari quien en el capítulo XII será víctima del más absurdo y siniestro rigor castrense por haber olvidado una contraseña, en lo que parece ser una crítica a ese cerrado mundo militar en el que transcurre la novela, un universo puntuado por una lógica que a menudo linda con lo irracional.
Lírico es también el «aljibe» que Buzzati elige para anunciarnos el paso inexorable del tiempo en las distintas etapas del exilio que nuestro héroe vive en su puesto de frontera. ¿Qué es un aljibe? Yo mismo tuve que aprenderlo para nunca más olvidarlo. Un aljibe, voz que procede del árabe, es una especie de cisterna subterránea para captar agua de la lluvia, y será el monótono ¡Ploc! que genera el agua al caer en el interior de este objeto, la voz que oirá una y otra vez Giovanni Drogo desde la angustiosa primera noche que pasa en la fortaleza hasta el alucinado día, ya acerándose a los sesenta años, cuando parece que los “secretos del septentrión” han venido por fin convertidos en una amenaza verdadera que dote de sentido y heroísmo a los estoicos habitantes de la fortificación. Dejo a los futuros lectores de la novela averiguar cómo es que Drogo alcanza o no, tras décadas de espera, su inverosímil y más caro ideal…

Ahora bien, con todo lo dicho, es común comparar a Buzatti, el ethos que imprimió en ésta su más conocida ficción, compararlo, decíamos, con Kafka; sin embargo, entendemos que mientras los personajes kafkianos de El Proceso o El Castillo, por ejemplo, son víctimas de una burocracia ciega destinada a sustraerles la identidad, reduciéndolos a la insania, en la fábula de Buzzati los personajes han elegido la gloria guiados por una fe superior aunque con ello rechacen el confort y las certidumbres de la vida civil, ese conjunto de ventajas concedidas por las leyes del Estado, que, muchas veces, el ser humano, no obstante, elige convertir en el telón de fondo para la corrupción, la mentira y hasta la fealdad de sus acciones. El héroe de El desierto de los tártaros, y la mayoría de sus compañeros, rechaza esa corrupción; son, en ese sentido, ascetas y caballeros de un credo sublime.
Muy bien, para quienes la literatura es un placer genuino, una especie de peregrinación por territorios que pueden ser un escape o una forma, más que para aprender, para reconocerse, como creo que afirmó Javier Marías en alguna página, leer El desierto de los tártaros es una victoria… Una victoria que incluso a los lectores menos dotados nos puede acercar, o hacer creer que nos acercamos, por un instante, a imaginaciones privilegiadas como la de Borges, nada más y nada menos, y conjeturar junto con él, ¡sí, con él!, que por un momento somos el mismísimo Giovanni Drogo montando guardia por primera vez en un reducto de la fortaleza Bastiani, y preguntar a un remoto compañero, embrujados por la inmensidad del desierto, el cielo, el planeta todo:
—¿Es una impresión mía, o la luna esta noche es mucho más grande que de costumbre?
—No creo mi teniente -dijo Tronk-. Aquí, en la fortaleza, siempre da esa impresión.
Las voces resonaban enormemente, como si el aire fuera de vidrio (…)
Drogo se quedó solo y se sintió prácticamente feliz.
Saboreaba con orgullo su decisión de quedarse, el amargo gusto de abandonar las alegrías menudas y seguras por un gran bien a largo e inseguro plazo…
Si algún día desde la repisa o la mesa de cualquier librería de novedades o de viejo, encuentras este libro, o el azar de un obsequio lo pone en tus manos, no dudes en leerlo lentamente como buscando en tu consciencia el color del crepúsculo de un desierto real o imaginado. Tendrás entre las manos, no lo dudo, una lectura de verdad inolvidable.
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*José María Bardales es director de la página La canción sólida.