
Paula Sibilia. (Foto: difusión)
Escribe Francisco Joaquin Marro.
Utilizando las metáforas de Herminio Martins: “ciencia prometeica” y “ciencia fáustica”, Paula Sibilia hace, a lo largo de todo su libro, una variopinta, perspicaz y contundente crítica a la mercantilización de las ciencias de la bioingeniería y de la informática a la vez que advierte sobre el nuevo mundo que se nos avecina:
…una sociedad donde los consumidores, antes que los ciudadanos, serán los completos beneficiarios del upgrade evolutivo (actualización hacia el último estadio de la evolución) que se prepara en los laboratorios de las principales universidades e instituciones científicas del mundo y que financia, como no puede ser de otro modo, el capital privado.
“El hombre postorgánico” resulta también una interesante inmersión en el giro de la filosofía hacia las ideas de biopolítica y biopoder, conceptos acuñados por Foucault en 1976 y que explican la administración cotidiana de la vida (desde la taza de mortalidad, la gestión pública de la salud y las incidencias de la morbidez) en función de políticas de control. Añade que ese panorama debe modificarse por la mayor y creciente importancia que cobra el capital privado en la sociedad, que ha mermado tanto los sistemas de represión de los Estados así como también sus mecanismos legales de protección ciudadana y asistencia social, de modo que el biopoder queda ahora en manos del gran capital internacional.
En una época en que debatimos la cada vez más frecuente imposición de patentes globales por parte de las trasnacionales de la salud o de la tecnología, este libro resultará una interesante guía y herramienta crítica sobre la manera en que opera casi insensiblemente el control de la vida cotidiana. Además, es también un viaje histórico y filosófico por las transformaciones que, desde la Era Industrial hasta nuestra actual globalización, ha sufrido el concepto de “hombre”; es decir, cómo el “espíritu”, centro del cuerpo, que concebía Descartes, ha devenido en la “unidad de información” de la tecnociencia contemporánea y, como tal, tiende a cambiar de “hardware”, es decir, superar los límites de su biología y trasladarse fuera de ella para evitar los hasta hace poco inevitables males del envejecimiento y la muerte. La preferencia por el “espíritu” sobre la materia, en esta oportunidad, favorecen la operación de preservación del “software” en otro contenedor; condena a la materia, al cuerpo, ya no por pecador o corrupto, sino por “ineficiente”.
La tecnociencia-dice Sibilia– parece ofrecer los elementos necesarios para realizar un sueño largamente añorado: modelar los propios cuerpos y almas y así generar los más diversos resultados al gusto del consumidor. No obstante, esta potenciación del individualismo, avalada y fomentada por el mercado (que es justa en tanto un derecho que la ciudadanía mundial ha ganado en multitud de batallas civiles, éticas e intelectuales) resulta también “pervertida” por estas mismas leyes del mercado, por su hedonismo y afán de lucro. Según Sibilia, ello nos conduce directamente a un mundo donde el máximo desarrollo de las subjetividades solo se corresponde con meros nichos mercantiles y los pobres quedan permanentemente excluidos por su incapacidad de acceder al crédito. Apunta Sibilia: Son los excluidos del mercado global, con el acceso denegado a los seductores prodigios de la tecnociencia fáustica. Es por ello que algunos sociólogos de tradición marxista, como Robert Kurz, se refieren a la etapa actual del capitalismo como «imperialismo de exclusión». O, como vaticinó Deleuze: «el capitalismo ha guardado como constante la extrema miseria de tres cuartas partes de la humanidad, demasiado pobres para la deuda, demasiado numerosos para el encierro». Lejos de solucionar este problema, la sociedad contemporánea «no sólo tendrá que enfrentarse con la disipación de las fronteras, sino también con las explosiones de villas-miseria y guetos».
Paula Sibilia. El hombre postorgánico. Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2005. 272 páginas.