A Juan Norabuena y Simona Yánac,
in memorian.
…Todo esto parece una vil alucinación donde la verdad no es más que una simple mentira, y qué es la mentira, entonces, sino una simple verdad que se niega; una vida que se abona con la muerte, un río que hunde en las entrañas del mar; todo, cara y sello de una misma moneda…
…¿No ves a esos gallinazos rondar nuestra miseria?, han de saber algo que nosotros ya de por sí ignoramos; ¿no les estás oliendo el hedor a muerte que desperdigan sus siniestras plumas cuando aletean?, ¿no oyes graznar de placer a esos maldecidos que ya hasta parecen mirarnos con ganas de saborear nuestros viles despojos?; se te van a podrir las orejas de tanto que ignoras lo que bulle en este raído mundo; ¿por qué no me contestas, Nicasio?, ¿ya no me oyes acaso?, ¿te volviste sordo de pronto?, ¿o yo estoy muda, tal vez?, ¿o acaso estamos muertos, Nicasio?; mira a esos alados desvergonzados, si hasta parece que ya se relamen el pico al vernos tan desventurados en este recoveco de mundo donde nadie ha venido a reclamarnos hasta ahora, ni siquiera nuestro sobrino, Toro Moreno, que ha de estar solazándose en otros rumbos, detrás de las enaguas de alguna mujer, olvidando para siempre a quienes no has podido olvidarlo…
Una ráfaga de viento onduló las hojas del platanar espantando unos guacamayos perdidos entre el follaje, los arbustos murmuraron la desdicha de Teófila que hablaba completamente sola, viendo la polvareda del patio levantarse, como almas deformes que se elevan del purgatorio, y cubrir de tierra oscura al cuerpo del gavilán que se agusanaba, tronchado en el esplique, clavado en medio de la tierra sedienta. A lo lejos, una nube oscura pasaba de largo, divisó la cumbre, todo era verde, curiosamente verde, se maldijo a sí misma y continuó sus pasos sintiendo la ligereza extraña de sus años atascándose entre las piedras del murito de la huerta desde donde intentaba saltar con unas cuantas yucas y camotes recogidos en su raído reboso negro, el rugido de algo intenso se sintió aún más en la boca del viento que parecía provenir de una olla hirviendo pecados funestos.
De pronto, sintió que algo dentro de sí comenzaba a arder dolorosamente, ella solo volvió a divisar el horizonte, de aquí para allá, tratando de adivinar dónde se escondía la mirada omnisciente que lo acosaba hasta el fondo de su corazón candente.
Entró a la covacha que tenía el techo podrido, lleno de agujeros que dejaban ingresar infinitas lenguas ardientes que abrasaban el piso de la única habitación, …¡nos llevarán los Shapincos si no arreglamos el techo!, ¿me oyes, Nicasio?, ¡arréglame esto antes de largarte a buscar los cuernos del Barroso como tienes dicho desde hace días!…, la voz de la decrépita mujer reptó desde dentro hasta alcanzar a las lagartijas que miraban fijamente a cualquier parte y que al oír los gritos de la anciana, huyeron hacia los matorrales que rezaban el ángelus del mediodía que ya calcinaba todo el valle, …¿me oyes, Nicasio?, ¡nos llevarán los demonios, nos llevarán los shapincos, si sigues allí como si estuvieras jugando al muerto!…, y cuando lo dijo, sintió en su cuerpo un terrible escozor que le penetró hasta lo más profundo de su ser, sintió miedo y vergüenza por la descarga que se le metió hasta donde no debía, enmudeció por un instante.
El sol disparaba ráfagas de luz a la covacha que parecía estar a punto de ser tragada por la vegetación que la rodeaba. Desde el umbral de la casucha, el patio ondeaba de calor como la imagen de una temblorosa pesadilla, …¡si no te cubres la cabeza, te va a dar insolación, vas a morir por testarudo!, ¿me oyes, Nicasio Kullu rinri, viejo orejón?…, ahora la voz que parecía provenir de la boca de un cadáver, se oyó un poco lejana y algo agorera, una voz que salía de un cántaro hueco y vacío, oscuro; una voz que no buscaba respuestas, como almas que se elevan del purgatorio hacia ninguna parte del cielo.
Iba con un cántaro parchado a acarrear agua del puquial nuevo, a cada paso, sus pies se calcinaban como si estuviese recorriendo un camino de cenizas vivas e hirientes; más allá, el río bramaba como un toro chúkaroa punto de pelear, amenazando con desbordarse otra vez, en cuanto llegue la mangada de la tarde; se agachó para llenar agua cuando, inesperadamente, una terrible bulla celestial lo hizo estremecerse por completo, …¡castigo de Dios, castigo de Dios!…, pensó y gritó de súbito, levantó la cabeza con temor, oscilando entre los dos mundos que de pronto, inexplicablemente, se le confundían en uno solo; una bandada de loros chillones colmó de verde, el cielo despejado del cual colgaba un sol insanamente abrasador. …¡Malaya, el maizal; mayala, el maizal!…, corrió con su viejo cántaro lleno de frescura efímera para espantar a los loros que ya desgajaban las tiernas mazorcas que se iban llenando dentro de las pancas, entre una batahola de chillidos y alas revueltas entre las hojas.
Luego de espantarlos entre chillidos y un sobrero viejo que se agitaba incesantemente, derribando matas de maíz y cazando plumas abandonadas, se encaminó a la casucha, ofuscada, hirviendo en maldiciones, saliéndosele sapos por la boca y culebras por todos sus agujeros, viendo el camino temblequear de calor como si estuviese enfermo de las fiebres de la terciana; a lo lejos, el paisaje también parecía bailar, sacudirse con la calentura del mediodía, …¡aquí hace tanto calor como en el mismito culo del infierno!…, murmuró para sí, terriblemente ofuscada, mientras el hilillo endeble del agua que chorreaba del cántaro, iba desapareciendo tragado por los labios polvorientos de la tierra caliente; las horas parecían rasguñar las hojas de los arbustos haciéndolas marchitar, sus sandalias sedientas de sosiego tropezaron otra vez con el polvo encendido del camino, …¡Uno puede estar muerto, y no se daría cuenta porque así nomás el infierno quema a los olvidados de Dios!…, volvió a refunfuñar mientras sentía renovársele la cólera al volver a ver su desvencijada casucha a lo lejos, temblando en una febril reverberación.
Esa vez del huayco también vinieron estos malditos loros, seguro son malagüelos, aves de mala seña que envolvieron con una verde nube de chillidos y lóbregos aleteos a todo el pueblo. Esa vez, todos habíamos enterrado a su Filli, y borracho, él también había querido tirarse al río en un instante de soledad y locura, felizmente mi taytita lo salvó, ¡qué vas a hacer, Nicasio, cómo ya, pues, te vas a matar, eso es ofender a Dios!, diciendo, mientras lo arrastraba a la ribera como a un espantapájaros mojado que el río intentaba tragar, lloraba como el cielo de marzo, chillaba como niño destetado, sollozaba como huérfano en este mundo, ¿tanto ya se habrían tenido afición?, me preguntaba al verlo en esa laya mientras él seguía gritando casi desde el otro mundo, ¡quiero irme con ella, quiero irme con ella, déjame, taytita, déjame ir con ella, déjame taytita, que yo sin ella, ya no tengo remedio, taytita, ya no tengo vida sin ella!; desde entonces, vivía con nosotros porque desde pequeño nomás ya no tenía a sus taytitas que se habían muerto dizque en un sismo que ocurrió en un pueblo lejano de la sierra cuando fueron a la fiesta de un tal Tayta Mayo, dicen que en esa desgracia hubo un terremoto que sepultó a todo el pueblo grande y también un aluvión que cubrió a otro pueblo de lodo y piedras, sus taytitas murieron allí, en esa desgracia que Dios nos manda a nosotros, los pobres. En esa desgracia que levantó una inmensa nube de polvareda que oscureció muchos días toda la zona, Nicasio perdió su primera y gran felicidad, sus taytas.
En esos días, una verde bandada de loros, como una maldición, sobrevoló chillona sobre nuestras cabañas y desnudó nuestros árboles frutales y maizales entre un alboroto de chillidos animales y gritos de los hombres por espantarlos. Cuando por fin logramos echar a esos loros de nuestras querencias, como si bocas infinitas, como si millones de langostas, como si todas las bocas de Dios hubiesen pasado por estos lares; todo, absolutamente todo había sido devorado por esas verdes avecillas del más allá.
Fue para marzo cuando arreciaron las lluvias, una tupida mangada lavó los techos de las cabañas y los riachuelos que no paraban de crecer, se formaban por todas partes como súbitas venas abiertas en la negra tierra, y que llevaban agua, lodo, piedras, arbustos y algunos animalitos en su afiebrada correntada.
Esa tarde mi taytita no llegaba y Nicasio, más por mi preocupación que por la suya, fue a buscarlo por las sementeras, poco después, lo encontró atrapado en la chacra que se había derrumbado, enfangado junto con las yuntas, ¡sálvame Nicacho, ayúdame pues, hijito, como esa vez lo hice contigo!, dicen que le gritó con voz que subía por el fango pidiendo consuelo y perdón a la vez; al principio no quería ayudarlo, le guardaba rencor por haberlo salvado, por haberlo sacado de la anhelada boca de la muerte, se quedó mirándolo largo rato, mientras mi taytita suplicaba, bajo la lluvia que arreciaba entre truenos que parecían azotar a la tierra por algún pecado cometido, ¡perdóname, pues, hijito, yo quería ser buen cristiano contigo!, le gritó comprendiendo lo que le pasaba. Después de mucho penar, y con la ayuda de todo el pueblo que fue noticiado por Nicasio, mi taytita logró salvarse, cargadito su yugo de molle, pero nuestras yuntas se fueron mugiendo lamentos y despedidas entre el rugir intenso del río que se los tragaba sin piedad alguna, ¡muuu, muuu, muuu!, y mi taytia, ¡adiosito pues, Yanaco, Lichico, adiosito pues, taytitas!, llorando se despedía de ellos, viéndolos ahogarse en esa correntada turbia y mortal. Esa vez del huayco que se llevó gran parte de nuestras sementeras y todas nuestras yuntas, él y yo ya andábamos echándonos ojitos dulces, yo sé que no se había olvidado de su Filli, pero seguro yo le serviría de consuelo y como andaba aficionado de él, no me importó servirle de pañuelo, al pobre; en esos días nomás, se fue a la mina de Yuramarca, y esa vez, yo misma le acompañé, ¡quién te va a cocinar, Nicachito, quién te va a atender, mujer necesitarás para que te lave y cuide!, diciendo. Mi taytita, al principio, se enojó muchísimo, ¡cómo ya pues, Teófila, cómo te vas a ir con un hombre sin matrimoniarte siquiera, Diosito nos va a castigar!, pero seguro al verme la harta afición en los ojos, dándome su bendición, me dejó ir una mañanita mientras todo el pueblo aún se desperezaba de sus pesadillas; subimos a la sierra de Sihuas, por Pasacancha, y luego bajamos al Cañón del Pato por una serpenteante ruta orillada por abismos inmensos, ¡no mires abajo, te puede jalar algún alma aburrida!, me advertía mientras caminaba, siempre chaqchando su coquita, seguramente preguntándole sobre su destino, sobre su suerte en la mina; y una vez allí, para comprarle las yuntas a mi taytita, nos quedamos seis meses y hasta más, porque cuando volvimos a casa, donde nos esperaba con harta melancolía, ya estaba a punto de dar a luz a mi Gumicho, al verme así barrigona, mi taytita harto se contentó, y hasta lloró de la pura alegría, ¡así no moriré nunca!, decía emocionado, ¡que me lleve el huayco, ahora sí, don Mateo Pumaricra por fin vivirá en su nieto, en su willka! Desde entonces, nos arrejuntamos como marido y mujer, primerito en la cabaña de mi taytita, luego sería en nuestra propia cabaña.
Construíamos nuestra cabañita, cuando mi padre, de camino a los yucales, fue picado por una serpiente que había encontrado apareándose entre un ovillo de colas y cabezas, junto con otras que afiebradas por el impulso del apareamiento, no le dieron tiempo para escapar; habría caminado sin percatarse del peligro, habría caminado pensando en su nieto, mirando casi mirar, caminando como en sueños, como cuando uno camina enamorado y no se da cuenta por dónde pone los pies, cuando coronó la cuestita del camino, se los habría encontrado, a pocos centímetros de sus pies, ovillados, rodando de aquí para allá como una pelota viva, como un inmenso corazón latiente, como la cabeza de una abominable medusa, con muchos ojos y con muchas venenosas bocas; no tuvo tiempo de reaccionar, uno de los machos furiosos le mordió en el cuello sin que siquiera pudiera gritar por su vida o pensar en el perdón de su pecados, como todo buen cristiano antes de morir.
… Como castigo de Dios el huayco cada marzo arrasa con el valle, trae muerte para dejar vida, trae lodo para abonar la sementera, se lleva a los que ya se olvidaron de los apus, se lleva la semilla podrida para que germine la semilla que siempre debió florecer…
Nosotros lo encontramos por la noche, echando blanca espuma por la boca y con la piel totalmente morada y azul, frío como las noches de invierno y duro como las piedras que arrastraba el río esa noche de lluvias. Esos días, era otro marzo más y se vinieron los huaycos nacidos en las cordilleras que barrieron todas las sementeras de yuca y camote, árboles añosos que no pensábamos que irían a sucumbir, levantados como simples carricitos fueron llevados por la correntada, entre gritos desesperados y agónicos de la gente que no se acostumbraba a los huaycos de todos los años, y que veía en cada uno de ellos, al primer huayco de sus vidas, al huayco que podría llevarlos hasta la puerta del infierno.
…¡Cuídate del huayco que te ha de llevar!, amenazaban las ancianas a los que no querían ayudarlos, y es que antes la gente se ayudaba uno al otro, ¡allí viene el huayco que te ha de llevar!, las madres asustaban a los niños que no querían hacer los mandados, ¡te va llevar el huayco de marzo!, le gritaban, y los niños corrían a los mandados; ¡que te lleve el huayco!, le decía la comadre al compadre que no quería pagarle alguna deuda, y es que antes esas cosas no pasaban. ¡Es culpa del tayta cura que engaña a la gente!, murmuraban algunos; ¡que el huayco te coja así de borracho y te despiertes en el infierno!, le gritaban las iracundas mujeres a sus maridos que se tambaleaban por efecto del sagrado cañazo, y éstos, asustados por el designio, se metían calladitos a sus cabañas, como si hubieran sido descubiertos en las más perversas de sus infidelidades, se arrodillaban a rezar ante el crucifijo que el tayta cura les había obligado a comprar a todos los del pueblo; ¡cuídense del huayco que los ha de llevar, del huayco que te ha de llevar a ti, a ti, a ti –señalaba a todos-, que los ha de llevar a todos!, el cura gritaba iracundo en plena iglesia y todo el pueblo se sentía más pecador que antes. ¡Olvídense de sus paganas creencias, Dios ha llegado por fin para salvarlos de todo mal!, diciendo, se arrodillaba ante la cruz; ¡el huayco que te ha de llevar, el huayco que te ha de llevar!, esas palabras parecían rodar por todos los caminos del pueblo, parecían crecer con la maleza del monte, con la correntada misma, parecían caminar, y sus pasos se sentían en las noches en que los truenos de la tormenta armonizaban la infernal orquesta del mal tiempo; parecían reptar junto a la sombra de las serpientes, ¡el huayco que te ha de llevar, el huayco que te ha de llevar!, y los obligaron a olvidarse de su río, del sagrado río de sus destinos…
Esa vez del huayco, esa vez que mi taytita murió, nos casamos aprovechando que el cura había llegado para inaugurar la iglesia nueva, porque la antigua, también había sido arrasada por un huayco; ¡para que el alma de mi taytita no se queme en el infierno, debemos casarnos, don Nicasio!, le convencí al viejo terco que ahora ni caso me hace tirado allí, en medio del patio como el trasto viejo que es. ¡Ya pues!, diciendo, como desganado, se puso lo mejor de su ropa y nos fuimos a la misa y sin fiestita ni nada, apuradito el tayta cura nos matrimonió para que mi padre no se queme en un infierno como éste.
¡Al menos, espanta a los loros, don Nicasio, está bien que estés como muerto, pero aquí todos tenemos la obligación de sostenernos la vida!, gritó con furia y sus palabras viajaron incendiando el aire, como un invisible fuego, el viejo Nicasio seguía en el mismo lugar donde lo había dejado, imperturbable e inmóvil, miraba el sendero más allá de las cumbres que rodeaban el angosto valle, más allá del cielo, miraba y no lo hacía con esos ojos que parecían fríamente abiertos, sin sentimientos ni emociones, abiertos como su boca por donde ya le entraban y le salían los moscones de la muerte, qinrish azules, zumbando alegres por la carne fresca, hacían bulla en esa boca que parecía querer gritar algún ¡auxilio, ayúdenme, mi mujer, mi mujercita ha muerto, ha muerto, caray!, pero ya solo miraba y parecía hacerlo con los pensamientos, ¡por qué nadie me oye, nadie me ayuda, Dios, Dios, por qué ya pues jodes tanto!, parecían decir sus ojos helados.
¡Como sigas callado, viejo necio, vendré a darte un palazo para que aprendas a moverte!, mas él seguía inconmovible, ¡qué te pasa, Nicasio, ¿tan pronto se te ha podrido la lengua?, ¿por qué no me contestas, acaso no eres tan macho como para contestar a tu mujer?, la furibunda voz reptó hasta taladrar un oído lejano y sordo que no sintió las puñaladas de esas palabras. El viento lamió la tierra con intensidad, el raído pañolón puesto a secar desde hace días ondeaba, a punto de caerse, como una negra bandera de la victoriosa muerte, estaba justo frente a él, que pensaba, ¡qué se va a caer, por aquí hasta Dios ya no sopla, por aquí Dios ya no tiene cabida porque esto es tierra de Shapincos, tierra de demonios nomás, tierra de infieles!, y de pronto, la tierra se le llenó por completo en los ojos como un puñado de respuestas que él no logró entender, ¡aquí Dios solo aparece para joder!, sollozó con una voz ausente.
¡Pronto vendrá la mangada y no tenemos leña, ¿me oyes?, ¡no hay leña don Nicash, aquí también se come, aquí también se vive!, la socarrona e hiriente voz de la mujer invadió el patio reptando hacia la inmutable sombra del viejo que estaba ensimismado, habitando otro mundo. Un viento fuerte volvió a remecer las matas de plátano, el sombrero pareció desprenderse de su cabeza cana, ella lo miraba, se alegraba, rezaba para que el viento le arrebate el sombrero y Nicasio se viera obligado a levantarse, a caminar, a demostrar que no está muerto; ¡Virgen María, dale al viento fuerza y puntería!, pidió desconsolada, conteniendo una risa de satisfacción; pero no, el viento solo lamió el sombrero con vehemencia y lo dejó sobre las canas del viejo Nicasio que seguía viendo el sendero que se cubría de negras nubes, unas se asomaban desde detrás de las cumbres, parecían almas con las manos extendidas buscando el perdón de alguien, otras parecían caballos en pleno trote, algunas grises ganaban en velocidad a otras blancas, y de pronto, un relincho lejano que corroboraba que en realidad eran caballos de voluble imagen, y otro relincho más, y otro, mientras la vieja Teófila se apuraba en recoger las pocas astillas que quedaban a un costado del patio …¡Viejo desgraciado, ya falta poco para que comiences a pagar por todos tus pecados tú también, y allí quiero verte tan tranquilo y despreocupado como ahora, cuando te sumerjan a la olla de aceite hirviendo, cuando te cuelguen de los huevos, como dicen que los shapincos hacen con los viejos como tú, allí quiero verte también tan tranquillo y callado como ahora, cuando te saquen las entrañas y te sequen la sangre sobre un tostador!…
El viejo Nicasio ya no ve caballos, ahora es una imagen que no logra reconocer, es un ser con los brazos inmensamente grandes que invitan al abrazo, los carrillos hinchados soplan un viento fuerte que hace rugir las ramas de los árboles, cree sentir que caen algunas prematuras gotas que anuncian la mangada, pero no, es el viento que otra vez le quiere quitar el sombrero, ¡Ave María, dale al viento fuerza y puntería!, vuelve a decir ella, agachada, recogiendo astillas, viéndolo de reojo, ¡San José Obrero, el peso para no ser llevado por el viento, dale a mi sombrero!, reza él para que no se lo arrebate, …¡viejo canijo, viejo de mierda, acuérdate nomás que ahora no me estás sirviendo para nada, acuérdate nomás, acuérdate nomás… !, y otra vez, el viejo Nicasio se enfrasca en el pensamiento de que el viento no debe arrebatarle el sombrero, sabe que si lo hace, él no se levantará, no lo hará, lo dejará correr por el patio como a un cuy asustadizo, elevarse como un negro y grasiento gavilán, rodar hasta donde lo lleve el invisible brazo del viento, no se levantará para recogerlo, y tal vez, por alguna misteriosa piedad, el viento mismo sea el que lo devuelva nuevamente sobre su cana cabeza.
Ahora la figura del gran hombre ha cambiado, en estos momentos es una mujer, los labios entrompados parecen buscar un beso olvidado, tal vez extraviado, tal vez un beso truncado por algún huayco, por alguna prohibición, su cabellera voluble y alborotada le recuerdan de pronto a Filli, a la única aventura amorosa de su vida, la única mujer que amó con intensidad de huayco de marzo, sería para la fiesta de carnaval, pensó, sí, para la fiesta de carnaval, recordó.
Ocurrió después del Cortamonte en el pueblo, iba ya un poco libado de tanto masato y chicha cuando la vi volver a su cabañita, estaba sola y aproveché para conversarle bonito, en medio del camino, ella me miraba asustadita con sus ojitos chinitos muy dulces, parecían dos choloquitos encendidos, lunas negras, ¡uaaa, Nicachito, qué cosas hablas!, me decía casi con sorpresa mientras nos escondíamos en una casuchita abandonada, ¡harta afición te tengo pues, Fillicita!, le decía con voz temblorosa, poniéndole mi corazón entre sus senitos, para que también sintiera mis latidos, mis manos sudaban, mis rodillas parecían ceder al peso de mi cuerpo, respiraba agitado, nunca antes había sentido la afición por una mujer meterse así en uno, hasta estremecer los huesos y punzar como navaja caliente el estómago, ¡uaaa, Nicachito, yo también pues, harto cariñito te tengo!, me contestó cuando ya estaba a punto de desplomarme del vértigo. Resucité con sus palabras, se me agolpó el corazón más y más, más y más; y esa nochecita bajo la lunita lunerita cascabelerita, como decíamos en la escuelita, la besé casi mordiéndole los labios, es que, no sabía cómo se besaba para entonces, al sentirnos tan cerca el uno al otro, nos sonreímos, nuestras manos se buscaron y al entrelazarse, se entrelazaron también nuestras vidas que debieron haber acabado también el mismo día en que se fue, pero ella decidió que debía sufrir en este mundo por alguna razón que hasta ahora no he logrado entender; desde esa tardecita siempre nos buscábamos detrasito de las matas de plátano y yuca que había en la huerta de su casa, ella se escapaba …¡Nicasio, ya viene la mangada, viejo necio, te vas a morir como kuchi kanka con un rayo, viejo sin valor, ven a la cabaña y ayúdame a tapar las goteras de este infierno que también es tuyo!… mientras sus taytitas dormían, y allí podía yo embriagarme con su aroma de camotito wambacho mientras cogía sus pechitos que parecían dos caracolitos medianos e indefensos, duritos como pepinitos por madurar, agarraba emocionado sus yuquitas de piernas y besaba con desesperación de enamorado primerizo sus labios de mayro, dulce y harinoso, todo en ella era fruta, fruta frutita que saboreaba a la luz de la luna y las luciérnagas, fruta frutita que no me cansaba de saborear mientras ella me besaba con harto furor; después de gozar, nos tendíamos exhaustos y suspirábamos satisfechos viendo a las estrellas intensamente brillantes y libres como anhelábamos ser con nuestro amor, las contábamos, les poníamos nombres a las que no conocíamos, ella sonreía con la inocencia de sus trece añitos, mientras, fruta frutita, se hacía mujer en mis manos; meses después todo, terminaría. …¡Nicasio, ya viene la mangada, viejo mula, te va a caer un rayo si no vienes a la cabaña, Dios te va a castigar si no me ayudas con esta cruz que también es tuya, Nicasio, acuérdate ahora mismo que yo también fui tu mujer y que nos merecemos este infierno que se llena de mala lluvia!… Embarazada, me esperó muy contenta, detrasito de la matita de plátano donde siempre solíamos comenzar con nuestras citas, ella me abrazó en cuanto llegué, me besó y vi otra vez sus ojitos chinitos brillar como negras lunitas gemelas, y oí su ¡uaaaa, Nicachito, vas a ser taytita pues, porque te voy a dar un wamrino, un Nicachito chiquititito o una Fillicita bien bonita como yo, pues!, no supe cómo reaccionar, me alegré de alma y mi corazón saltó en mi pecho como aquella noche de la primera vez, ¡un hijo, un wamrino, caray, esto es bendición de Dios!, exclamé emocionado, la estreché aún más contra mi cuerpo y rodamos alegres por los surcos de camote recién plantados, con la dicha acompañándonos, esa noche la completamos, como ella decía, ¡hay que terminarle la puntita de la orejita, Nicachito, hay que completarle los labios y el pelo ahoritita mismo, no quiero que mi wamrino nazca incompleto!, sonriendo, mostrándome sus senos que ya habían crecido desde la primera vez que los mordí con pasión, desnudando ese cuerpo que no me cansaba de recorrer palmo a palmo, esa vez soñamos no solo con un hijo, sino con muchos, muchísimos hijos, una casa y varios ganados, una chacra al lado del río y un perro para mascota de los hijos; esa vez soñamos algo que jamás tendríamos.
Al día siguiente, fui a la casucha de don Crisanto Romero, viejo tosco que al escuchar mi pedido de mano, no me hizo caso porque quería que su hija se case con el Crisóstomo que había vuelto de Chimbote con mucha plata, y que ya la estaba rondando mañosamente; esa mañana, me marché en silencio pensando volver al día siguiente y definir la situación de una vez por todas, estaba decidido a formar familia con ella y mi hijito, mi wamrino, ¡o me la da a la buena o me la da a la mala, pero ella se va conmigo!, refunfuñé colérico en el camino mientras veía formarse la tormenta en el cielo azul que cada vez se ennegrecía sin remedio alguno.
Esa noche cayó una tormenta feroz que duró hasta el mediodía del día siguiente con unos huaycos que arrasaron la vieja cabaña del tayta Agustín quien luego de ver cómo el lodo y las aguas se devoraron su huertita y sus pocos animalitos, se fue derechito a la iglesia nueva gritando obscenidades, ¡Dios jijunagranflauta, solo sirves para hacer pedir diezmos y jodernos la vida, solo sirves para hacernos gastar en tu fiesta y jodernos cada marzo, solo sirves para que el río, que es más poderoso que tú, nos haga recordar que lo hemos olvidado por tu culpa!, y sin arrodillarse ni santiguarse, y ni nada de nada, le recriminó su desgracia al Cristo de yeso que colgaba obscenamente desnudo en una cruz de madera, al no escuchar respuesta de la imagen, quiso destrozarlo en un arranque de ira, pero el teniente gobernador que ya lo había visto entrar con furia, lo detuvo justo en el instante en que cogía con sus nudosas manos, los pies del Santo Crucificado que parecía pedir ayuda con esos ojos que inspiran piedad y todo sentimiento plañidero, para no ser despedazado por el iracundo cristiano que lo había sorprendido en uno de sus sueños supremos. ¡Agustín, carajo, qué vas a hacer!, le asestó la chonta sobre su cabeza. ¡Mira pues, tayta, mis ganados, mi casa, todo, todo se ha llevado el río, él es Dios, está molesto porque hace tiempo no le llevamos ofrenda como nuestros taytas hacían, todo por culpa del cura que nos trae nomás dioses muriéndose que solo nos hacen llorar, que solo nos hacen sentir más huérfanos y miserables!, ¡qué dices, demonio, carajo, vuelve a tu casa!, ¡ya no tengo casa!, ¡anda al Local comunal, Agustín, mañana llamaré faena para construirte una nueva cabaña, ya verás, mañana será otro día!, esa noche, ni Cristo mismo se olvidaría que estuvo a punto de ser demolido por la desesperación de uno de sus feligreses.
Mientras afuera, un fuerte trueno le arrancaba los sueños a todos los campesinos. Sí, esa vez llovió como si alguien se hubiera caído al río, porque, a veces, así llueve de tristeza, por el alma del ahogado, como pago por el cuerpo del cristiano devorado por el río siempre hambriento y dispuesto a tragarse todo lo que se le acercara a sus orillas lodosas y traicioneras.
…¡Agustín, Agustín!, ¿por qué me has ofendido?, ¿por qué te has querido igualar a mí, y has puesto tus manos en mis pies con la intención de destrozarme, acaso no sabes que estoy más allá de esa imagen de yeso, acaso no sabes que yo controlo el río y los huaycos y todo el mundo que te rodea? Si es así, Inriquito, tayta Inriquito, dime por qué tanto ya castigas a tu prójimo, si diezmo y misas te hacemos, si a tayta cura como a ti mismito tratamos, si por ti hasta al río hemos olvidado. ¡Agustín, Agustín, no me faltes al respeto, hijo, yo soy tu Dios. Dios, Dios, Dios que muere, Dios que llora, Dios que pide diezmo nomás…
Esa noche, don Agustín se despertó sudando frío, con un ligero temblor en el pecho que le fue invadiendo todo el cuerpo y que poco a poco se intensificó y le sacudió hirviendo en fiebre que, semanas después, lo llevó hasta la presencia de Dios. Se ha muerto porque Dios lo ha castigado, decían, y nosotros, no sabíamos quién había sido…
Al día siguiente, cuando llegué a la casa de mi adorada Filli, solo encontré al viejo Lucas, tullido como es, sentado sobre un poyo de piedra con un matecito de yuca sancochada en la mano. Le pregunté por ella, y con una voz casi inaudible, me dijo que todos se habían ido a buscarla, ni bien escuché eso, ¡trazzz!, se me electrocutó el cuerpo desde la cabeza hasta terminar en una punzada intensa en los testículos, ¡se han ido a buscar a la Feliciana que se ha tirado al río de pura cólera porque su tayta Crisanto, hijo del demonio, supaypa wawan, la quería obligar a casarse con el Crisóstomo que vino ayer por la tardecita con un par de botellas de aguardiente para comprar la mano de tu Filli!, al escuchar al tullido don Lucas, en ese preciso instante, yo tal vez morí.
…¡Nicasio, viejo necio!, ¿acaso piensas ahogarte en la mangada?, ¡ven para que te lleves tu poncho, ven y llévate tu poncho para que no digas luego que yo soy una mala mujer, para que no digas que yo te adelanté el infierno con mi presencia!… Ahora la imagen se desfigura, ya no es la mujer que amé, ni es el caballo de hace rato, ¿es o no es?, ahora se parece a mi torito Barroso, esa nube gris que va repuntando a todos los que se asoman por la cumbre que lleva a la Cordillera Blanca, esa nube gris robusta y con unos cuernos como brazos, esa nube bien espesita, se parece a mi torito Barroso, claro, es mi torito Barroso, Barroso Barrosito, ahora lo recuerdo, …¡Nicasio, viejo necio, el huayco te va a llevar como sigas sin hacerme caso, el huayco te va a llevar por ser un cristiano muy malo conmigo, ven a refugiarte en este pedazo de purgatorio!… cuando lo vi, me emocioné con él, y rogándole al carnicero del pueblo, hice un trato con él, lo cambiaria con unas chacras que había abierto junto al río y unas monedas más que prometí pagar cuanto antes; cuando llegué a casa, agarradito mi torete, Gumicho saltó enloqueciendo en carcajadas por la dicha, se encariñó con él rápidamente, en esos días nomás tuve que irme a las minas de carbón de piedra, tuve que ir por Sihuas hasta Yuramarca, otra vez, para reunir los treinta soles que me pidió don Santiago para completar el precio del Barroso, ¡Te lo doy en ganga, don Nicasio, así nomás no hago negocio como contigo! Después de tres meses de ausencia, volví comprándole regalos a mi mujercita y a mi hijito, nueva tela para las faldas y nuevo sombrero para que lo prose en la fiesta de San Juan y para Gumicho, un sombrerito de pana y un cachorrito de raza que me vendió el ingeniero de la mina, dizque de raza labrador, ¡llévatelo a veinte soles, cholito, es un perro que vale más que una docena de carneros!, me convidó, y yo, harto convencido de comprarle algo costoso a mi hijito, le llevé el cachorrito crema de orejitas medianas. Cuando volví, …¡Nicasio, ya viene la mangada, viejo terco qué te pasa que no quieres entrar a la cabaña, acaso no puedes arrastrar tú solito la pestilencia de tu cuerpo hasta aquí!… Barroso estaba ya grande, Gumicho lo había amansado tanto que hasta doblaba las patas delanteras para cargarlo sobre su robusta nuca y así iba por todos lados, montado sobre el noble animal, los demás toros de la yuntada dormían a la intemperie, en el corral, pero el Barroso tenía su propia cabaña, su propio pasto, todas las tardes Gumicho se encargaba de él, sus ojazos de espejo negro relumbraban como una luna eclipsada, sus astas abiertas parecían dos brazos a punto del saludo y su naricita que exhalaba un aroma a hierbas frescas era siempre mojadita como labios recién besados, Gumicho ya no usaba peine, iba por las mañanas donde el barroso que rumiaba no sé qué pensamientos y se agachaba delante de él quien le lamía con la pericia de un padre, aquí, allá y listo, bien peinado para dos o tres días, su madre y yo nos reíamos al verlo en esas trazas, estábamos a gusto con el Barroso que también era buena yunta, no le gustaba el chicote, a él no lo castigaba, más bien, arrastraba a la pareja como si se preocupara de terminar la faena cuanto antes y poder disfrutar de los cuidados de Gumicho. …¡Viejo mancarrón, ven a la cabaña que ya va a venir el huayco, el huayco que te ha llevar, ya viene el huayco que te ha de llevar, sálvate Nicacho, sálvate si puedes!…
Una tarde, después de la faena, Gumicho se fue a darle agua a las yuntas, era tiempo de frutas, los maizales estaban en su punto, llenos de color y todo tenía un aroma de lúcumos, plátanos, chirimoyos y papayas maduritas, Gumicho, como niño curioso que era, se acercó a unos arbustos que se movían misteriosamente y encontró al viudo don Sísmodes Cajahuaringa y a Eusebia, la quinceañera del pueblo, bien ensartaditos dentro del follaje. Al principio, Gumichito se habría asustado, cogiendo un palo largo, y siempre jalando a su amiguito Barroso, se habría acercado hacia el arbusto donde algo bullía, pensaría seguro que era alguna fiera comiéndose algún animalito del pueblo porque oía gemidos como de carnero sollozante, y ¡zaz!, cuando abrió las ramas de par en par, don Sísmodes Cajahuaringa tenía levantadas las piernas de su hijita que lloraba agitada debajo del cuerpo de su padre. Después, no sé qué pasaría, Gumicho corrió dejando a su Barroso, y don Sísmodes Cajahuaringa, correa en mano, trataba de alcanzarlo. En eso, el Barroso se habría dado cuenta de que su amigo estaba en peligro y mugiendo como si de su boca salieran los mismos truenos de marzo, corrió derechito hacia don Sísmodes Cajahuaringa que ya alcanzaba al Gumicho que lloraba desesperado, corrió hacia él y cuando lo tuvo delante, lo levantó con sus dos enormes cuernos, como un saco de papas que luego dejó caer desde lo alto, al verse a salvo, Gumicho se abrazó del cuello del Barroso quien se puso el posición de defensa ante el cuerpo maltratado de don Sísmodes Cajahuaringa que aún no lograba entender qué es lo que le había pasado. Esa misma nochecita, don Sísmodes Cajahuaringa y su hija desaparecieron, cuando el pueblo entró sin avisar a su cabaña, la madrugada siguiente, no lo encontramos y nos quedamos con las ganas de ajusticiar al desnaturalizado padre, ¡ranya, malagüero, por eso hay tanto huaycos!, diciendo quisimos ajusticiarlo para estar en paz con el río.
Dos meses después también sucedería algo increíble que nos hizo querer harto al Barroso, pastando por esas querencias de Dios, Gumicho se encontró con un puma hambriento, sus ojos infernales le impidieron que escapara, y el pobre se quedó paralizado, el puma rugió satisfecho, estaba a punto de desangrar al niño cuando una cornada, como la mano sabia de un protector Dios, lo atravesó por completo, dejándolo sin vida al instante, esa tarde, yo chaqchaba tranquilamente bajo el dintel de mi cabaña cuando los vi llegar, Gumicho aún estaba asustado, pero Barroso, estaba como fastidiado porque el cuerpo del puma atravesado se le había quedado como un yugo entre sus cuernos, al comprenderlo todo, corrí hacia mi Gumicho, lo abracé llorando, y tranquilizándolo, al Barroso logré sacarle el cuerpo desangrado del puma y arrojarlo donde los perros terminaron de hacer hilachas de carne con sus despojos, cuando lo vi así, hecho piltrafas, ¡trazzz!, sentí que me electrocutaba, Puma también es Dios, pensé abrazándome a Gumicho. Desde entonces, comprendí que el Barroso era más que un animal, era el amigo inseparable de mi Gumicho, era un Dios protector metido en el cuerpo de un imponente toro.
Habría sido para marzo, creo que fue para esa fecha, Gumicho salió a dar agua a los toros, montado en el Barroso y también acompañado por el labrador que le seguía a todas partes; eran tiempos de harta lluvia, el cielo ya se había armado para la tormenta y el río estaba muy crecido y traicionero. ¡Cuando veas que la lluvia se arma, corre a la cabaña, Gumicho, en estos tiempos el río es traicionero!, le dije tratando de aquietar una corazonada, ¡Barroso siempre me salva, taytita!, me dijo abrazándose a su noble amigo, y Barroso, que parecía decirme, ¡no te preocupes, don Nicasio, yo cuidaré a mi amigo!, me miró con esos ojazos de vidrio negro, siempre luminosos y misteriosos, ¡cuídalo mucho, Barroso!, le dije, y él, bajando la cabeza pareció haberme entendido haciéndome un gesto de asentimiento.
Los toros estaban refrescándose cuando la tormenta cayó a cántaros rotos entre rayos que partían árboles a los alrededores y los truenos que rajaban constantemente al cielo oscurecido repentinamente; poco después, la correntada terminó por vencer la lomita que nos servía de defensa para cuidar nuestro puquial, algunos toros lograron arrimarse a tiempo, pero el Barroso y mi Gumicho fueron sorprendidos por la corriente que se los llevó entre un remolino de piedras, ramas y animales ahogados, en la cabaña, sentimos el rugir de la tierra cuando es vencida por el agua, el pensamiento nos trajo la imagen de Gumicho, ¡carajo, ojalá que estén bien!, grité levantándome del poyo, de pronto se apareció el perro empapado de barro, ladrando desesperadamente, ¡Gumicho, nuestro Gumicho!, gritó su madre llevándose las manos a su boca abierta por la sorpresa. Corrimos hacia el manantial, pero ya no existía, todo era un remolino de aguas hambrientas de tierra y más vida, corrimos río abajo tratando de hallar a nuestro hijo, su mamá lloraba mientras tropezaba a mi lado entre el rugir de las aguas y el temblor de la tierra que por un momento ignoramos; yo solo quería que Gumicho estuviera con vida y no sé por qué pensaba que Barroso tenía la obligación de salvarlo, son tal para cual, pensé cuando como en un sueño, los vi.
El Barroso trataba de flotar en medio del remolino de agua, llevaba a Gumicho atenazado a su nuca como una gran garrapata, luchaba por llegar a la ribera, el agua se lo llevaba y el Barroso se impulsaba con todo su peso para no ser arrastrado, ¡sálvense, Barrosito, sálvense, sálvense!, grité desesperado, pero el rugir del río se tragaba también mis palabras, cuando por fin se acercó a la orilla, luego de vencer la correntada, Gumicho saltó a la tierra que temblaba a punto de ser devorado por el río, corrió hacia una lomada entre árboles que eran arrancados desde la raíz, pero el Barroso era demasiado pesado, el lodo de la ribera no lo dejaba salir, ¡sálvate, Barrosito, sálvate Barrosito!, no podía sostenerse sobre la tierra suelta, la correntada lo alejaba y otra vez trataba de salir, con todas sus fuerzas, ¡que no te venza, Barrosito, que no te venza el huayco, sálvate Barrosito, no dejes solito a tu Gumicho!, le imploraba a gritos, ya estaba en la ribera a punto de salvarse, Gumicho también lo llamaba desde arriba, ¡Barroso, Barrosito, torito amigo, torito amigo, no te rindas, no te rindas, Barrosito!, el toro pareció verlo por última vez, sus ojazos de negro espejo alumbraron hasta donde estaba viéndolos, completamente paralizado, …¡Nicasio, ya está comenzando a caer agua!, ¿no ves que cae con tal furia que hace un hoyo enorme en la tierra?, ¡vas a terminar como zaranda, entra a la cabaña ya, y ayúdame a tapar los huecos de este sufrimiento!… sus pezuñas se aferraron aún más y más en el lodo que parecía tragárselo, ¡Barroso, Barrosito, torito amigo, torito amigo, no te rindas, no te rindas, Barrosito!, el Barroso, pareció despedirse de su gran amigo con sus grandes ojazos de lunas eclipsadas que parecían a punto del llanto, y ¡muuuuuuuu!, ¡muuuuuuuu!, se fue levantando sus astas como dos brazos a punto de envolver todo el cielo, entre una gran confusión de lenguas de agua que lo envolvían, ¡Barroso, Barrosito, torito amigo, torito amigo, no te rindas, no te rindas, Barrosito!, gritó todavía mientras veía a su amigo hundirse y desaparecer completamente, ¡muuuuuuuu!, ¡muuuuuuuu!, Barroso se despidió de él, bramando tan igual como el huayco que se lo llevaba, echando chispas de sus mojadas pupilas, como un Dios que se niega a ser derrotado.
Días después, ya no pudimos salvar a Gumicho que ardió en fiebre desde que vio a su gran amigo ser tragado por la crecida del río, lo enterramos en el viejo cementerio del pueblo junto al perro Rumicho, ¡para que se acompañen los tres!, diciendo, degollé al animalito que me miraba sin entender mi llanto. Desde esa vez del huayco, ya nada fue igual, mi mujer se fue volviendo estéril, palo seco que pedía que otro huayco se lo llevara, como al Barroso; y yo, solo ojos abiertos y vacíos buscando en el río las huellas de mi hijo y de mi torito Barroso, buscando también que otro huayco se apiade de mi desgraciada existencia, pidiendo que Dios, sea quien fuera, se acuerde de nosotros aunque sea para mandarnos derechito al infierno, que de estas tierras no ha de ser distinto, y de seguro es hasta el mismo cielo con el que tanto soñamos.
Ahora la imagen del Barroso se muda a otra, y es el mismo caballo de hace rato que relincha y relincha, y ya no es relincho, no lo es, es el trueno que retumba en el valle, es la mangada que cae con gotas tan grandes como piedras de un derrumbe, es el rayo que alumbra la noche siniestra como una lámpara fugaz, como el rayo que anoche cayó a la casucha mientras comíamos nuestra yuca sancochada, porque como se habrán dado cuenta, yo estoy tirado en el patio, desde ayer, pues salí en vano a pedir ayuda en este lugar donde Dios ya no asoma sus ojos omniscientes y a donde mi sobrino Toro Moreno no ha vuelto ni siquiera a despedirse de nosotros, y allá, en la cabaña, está Teófila, mi esposa, que me llama sin darse cuenta de que tiene un hoyito en la cabeza que le hace oler a chamuscado, ahora la intensa mangada cae, seguramente el río crecerá como que es el mismo Dios en guerra, tratando de lavar la mala simiente de la faz de la tierra; es más, ya siento que el suelo tiembla queriendo escaparse de las fauces del poderoso río, ya siento que los árboles se remecen como si intentaran tirar de sus raíces, queriendo huir del huayco, pero no podrán, no podrán porque ahora siento que mi cabaña se está yendo con la correntada, seguramente deglutido por ese remolino hambriento de vidas que nadie puede evitar, ni la mismita cruz de Inriquito; ahora siento que mi sombrero por fin se despega de mi cabeza y un brazo inmenso de agua me abraza ansiosamente mientras pienso en mi hijo Gumicho, en el Rumicho y en el Barroso que deben estar esperándonos allá, en cualquier remanso de este río que a ti también, estoy seguro, te ha de llevar la próxima vez del huayco, solo espera sin perder la esperanza, al huayco que te ha de llevar.
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Edgar Norabuena Figueroa (Huaraz, Áncash, 1978). Es docente por la Universidad Nacional Santiago Antúnez de Mayolo. Es autor de los poemarios El Grito del silencio (1997) e Itinerario de la Gaviota Cansada (2000); de los libros de narrativa El Huayco que te ha de llevar (2007), Danza de vida (2008), Con nombre de mujer (2008), Silbidos de ichu (2010), Eugenita, linda flor (2010), Doble sombra (2016), Caer como en sueños (2016), Perdedores de oficio (2016), Arte/factus (2017), Como un día que pasa (2017), El llamado de la sangre (2021), la novela Fuego entre la nieve (2022) y Memoria de río 2023). De las novelas que conforman la tetralogía sobre la violencia política:Fuego cruzado (2014), Piel de ceniza (2021), En el fuego como en la tierra (2023) y Fuego ceniza (2023). Y de la trilogía de novela infantil: Vacaciones de Tamya Pakarina (2018), Tamya Pakarina en el Uku Patsa (2018) y Tamya Pakarina en busca de la semilla de lluvia (2023). Ha participado en el libro colectivo Cautiverio de la buena gente (2009) y ha sido antologado en: Navegar en la lluvia (2009), Besos volados (2012), El hombre no camina solo (2013), Diez gritos bajo fuego cruzado (2017), Los años de espanto. 39 relatos de los años de la violencia (2022), entre otras.