Escribe José Carlos Picón
El sello editorial Panóptico mantiene a un grupo de variados y heterogéneos poetas en su creciente catálogo. Hoy me voy a referir a una brevísima placa, “Sobre papel ajado” de Sergio Gómez Reátegui. El cuaderno del gallo cultivado de la esquina pendenciera. La elegancia intercalada con el achoramiento y su gama juerguística. El deseo y la agenda del pícaro cortés en busca de calor y de un cuerpo para estallar de pasión y placeres.
Eso está presente, sin duda, en el discurso directo del cirio al que no le preocupa perder o ser subestimado. Puesto que lo suyo, el deporte para el que ha nacido, la seducción y su sinnúmero de juegos, da sentido y vitalidad, en paralelo, a lo que pueda afrontar en su cotidianidad.
La ternura, así como el lúdico anzuelo de esa seducción, son vividas en sangre y carne, en ligeras y transparentes enunciaciones a interlocutoras, musas, compañeras, amores imposibles, también. Estamos ante las andanzas de un cowboy que, sin angustiarse, verbaliza su asombro o desencanto, con humor, con estoicismo. Tenemos un hombre que padece sus desencuentros y desamores, respondiendo ligero, creativo y criollo. Un poeta rocker, un poeta que estudia la rockola para dar respuesta a un conflicto de amor. Un poeta de la estirpe de Manuel Morales y César Calvo.

El poema “Elefante dormido” es uno de los puntos cumbres de esta placa breve. “Soy un elefante dormido (…) Es tu momento, mujer: / solo dormido podría soportar / el puntual despertador / de tus reproches. // Si me despiertas, lo aplastaré todo. / Pero no temas: por ahora soy / solo un elefante dormido”.
“Puedes coger mi corazón / y devolvérmelo mañana si quieres (…) // Soy un hombre sensible y bueno. / Las mujeres adoptan a estos animales / cuando son sensibles y buenos”, continúa el poema. En “Mulato sour”, que lleva un epígrafe de César Calvo, arranca diciendo: “Yo puedo despojarme de mi orgullo / y congraciarme contigo en la cama, / pero ya me harté de que me acechen tus encantos, / que zumbes como insecto palabras dulces en mi nuca”.
La pira de la seducción, el enredo emocional, los intríngulis pasionales, son una cotidianidad en el poeta. Quien opera con sus válvulas de emoción activas, con su no renuencia al flujo del amor por extensión, del placer, el contacto físico. Una suerte de poética de las atracciones y del ego seductor que, en este caso, no espera vencer ni ser vencido. La conciencia de su estirpe seductora, de su cuestionada escala de valores, lo impulsa a ser honesto, a optar por no esconder esa veta de su vida. La da a conocer en raudos trazos de conversacionalismo, “Eso he sido yo: la suma de retazos que dejó esa mujer” (Responso del caifán, p. 18). De otro lado, manifiesta algunas diferencias con personajes del ámbito poético de los recitales y los bares: “Ha leído a Huidobro y se siente / un pequeño Dios”. Lo hace con humor, ironía: “Y en despertar los ojos de las chicas primaverales / que se duermen inevitablemente en los asientos” (El poeta no sabe leer, p. 19). Un libro que hay que atender, pues recoge singularidades olvidadas de ciertas tradiciones modernas de la poesía peruana a partir de los sesentas.