Un cuento de Kristina Ramos
—He perdido la fe —grité desconsoladamente, contemplando el pequeño cuerpo de mi bebé, que yacía inerte en su cuna. Las lágrimas brotaron sin control, y el vacío que se instaló en mi corazón se convirtió en una insondable oscuridad.
Quise escapar de esa pesadilla y lo tomé entre mis brazos. Lo recosté en mi pecho, susurrándole al oído su canción favorita, pero no pude evitar que su temperatura corporal descendiera. El color de su piel se tornó grisáceo, y sus ojitos permanecían cerrados, simulando un sueño eterno. Una vez más, Dios me había abandonado.
Las cortinas de la habitación se balanceaban con el vaivén del viento helado; las luces parpadeaban, y un olor a azufre invadía mis fosas nasales. En las paredes se formaron grietas que exhibían símbolos malignos, brillando como lava. El miedo regresó a mí, y escuché su voz llamándome. No quise dejarlo entrar. Esta vez, hice resistencia, aferrándome a mi bebé.
Decidí llamar a una religiosa para que velara junto conmigo los restos de mi amado. Aún me resistía a dejarlo ir. Después de unas horas, un golpe suave resonó en la puerta. Mi corazón dio un salto, y con una mezcla de nerviosismo y expectativa, me acerqué para abrir. Al girar la perilla, una mujer apareció en el umbral, envuelta en un hábito negro que parecía absorber la oscuridad. Su rosario brillaba tenuemente, y sus ojos, profundos, se posaron en los míos.
—¿Has llamado a una religiosa para rezar por un difunto? —preguntó, con una suave voz.
—Sí, sí. Se trata de mi bebé. Pase, pase usted…
La monja entró a la habitación, y con su presencia, la atmósfera se volvió aún más pesada. A medida que recitaba oraciones en voz baja, el tiempo parecía estancarse, y yo me aferraba a la esperanza de que un milagro pudiera suceder.
Al acercarse a la cuna, el aire se volvió denso, como si las sombras mismas se apretaran a nuestro alrededor.
—Dios está aquí —murmuró, extendiendo las manos con dedos delgados y amarillentos.—. Él tiene un plan.
Sus palabras resonaron en mis oídos como un eco ominoso. Pero en lugar de consuelo, sentí una punzada de desasosiego. Mientras ella recitaba oraciones, la cuna comenzó a vibrar levemente, como si respondiera a su canto. Las grietas en las paredes se abrieron más, revelando una oscuridad pulsante en su interior, un corazón latente de maldad.
—¿Qué sucede? —pregunté desesperada, con mi voz quebrada por el miedo.
Ella no respondió de inmediato, su mirada fija en el pequeño cuerpo, y sus palabras de oración se volvían ininteligibles, como si susurrara en un idioma olvidado por el tiempo. La cuna vibraba con más fuerza, y el aire a nuestro alrededor se volvió sofocante, cargado de una oscuridad espesa y palpable.
—Es la voluntad de Dios —murmuró finalmente, pero su tono carecía del consuelo que esperaba. Más bien, sonaba como una sentencia, una confirmación de algo terrible. De las grietas emanaba un susurro creciente, un murmullo de mil voces intentando hacerse escuchar desde el otro lado.
—¡No! —grité, retrocediendo instintivamente, aferrándome al borde de la cuna—. ¿Qué es esto? ¡Dígame! ¡Aléjese de mi bebé, no lo toque!
La monja se detuvo en seco, su sonrisa torcida congelada en su rostro. Sus ojos, antes tranquilos, ahora brillaban con una malicia que me heló la sangre. Lentamente, retiró sus manos de mi bebé, pero no retrocedió. Al contrario, su presencia parecía crecer, y su sombra se alargaba sobre la habitación, envolviéndonos en una penumbra asfixiante.
—Ya no es tuyo —dijo con voz sibilante, como si algo más hablara a través de ella—. Él ya ha sido reclamado.
El aire se volvió irrespirable. Las grietas en las paredes latían, emitiendo un calor insoportable, y el susurro que emergía de ellas se transformó en una risa infernal, resonando en mis oídos. Intenté levantar a mi hijo, pero su cuerpo estaba tan frío como el mármol. Mis manos temblaban mientras lo sacaba de su lecho, enfrentando una fuerza oscura que lo sujetaba con firmeza, y de un tirón logré sacarlo de allí.
—¡No! —grité, con una mezcla de rabia y desesperación—. ¡No te lo llevarás! Ya no tienes poder sobre mí.
Me aferré a su cuerpo, luchando contra aquella energía maligna que parecía burlarse de mis esfuerzos, mientras las sombras se cerraban a nuestro alrededor, intentando arrebatármelo una vez más.
Ella avanzó un paso más, sus manos temblorosas extendiéndose hacia mí, y su rostro comenzó a deformarse, sus rasgos humanos desintegrándose en una máscara grotesca. Su piel se resquebrajaba, cayendo a pedazos, revelando debajo una masa de carne pútrida y negra, con venas oscuras, pulsando como si una vida abyecta latiera dentro de ella. Lo que antes parecía una figura piadosa, ahora era una abominación salida de las pesadillas más oscuras.
—Dámelo —gruñó, su voz reverberando en el aire con una maldad tangible—. Ese cuerpo es mío.
Sus dedos alargados y huesudos se alzaron hacia mi bebé, temblando con un ansia inhumana. Las uñas, amarillentas y astilladas, se estiraban como garras que querían reclamar lo que no les pertenecía. El hedor a carne putrefacta impregnó el aire, haciendo que me mareara y sintiera náuseas. Mi instinto de protección se disparó, pero mis piernas temblaban, paralizadas por el horror que tenía frente a mí.
—¡Nunca! —grité, sintiendo el pánico apoderarse de cada fibra de mi ser—. ¡No lo toques!
El monstruo soltó una risa ronca, llena de odio, sus ojos hundidos y sin vida fijos en el pequeño cuerpo inerte de mi bebé.
—Ya no tienes elección —murmuró, su voz goteando veneno—. Él ya me pertenece… y tú también. Lo sabes.
Sentí que el suelo bajo mis pies comenzaba a temblar, y una sensación de vacío me envolvió. Todo el espacio a mi alrededor se estaba desmoronando, como si la realidad misma se retorciera bajo el peso de la oscuridad.
De pronto, ese ser abominable comenzó a recitar unas extrañas palabras, un cántico ininteligible que retumbaba en mis oídos como un eco infernal. Sus ojos, fijos y hambrientos, no se apartaban del pequeño cuerpo de mi bebé. Sentí cómo el pánico se apoderaba de mí, pero mis piernas estaban clavadas al suelo, incapaces de moverse.
El vientre de mi hijo comenzó a hincharse, inflándose como un globo grotesco. Los rezos de la criatura se hicieron más intensos, su voz reverberaba en las paredes agrietadas. Entre mis gritos de desesperación y su cántico horripilante, el vientre hinchado alcanzó un tamaño imposible… y de repente explotó.
Un chorro de líquido pegajoso y sanguinolento inundó la habitación, cubriendo todo a su paso con un hedor insoportable, tan espeso que apenas podía respirar. El fluido era denso, de un color oscuro, que parecía absorber la poca luz que quedaba, y con él, cientos de cucarachas muertas flotaban en la mezcla asquerosa, esparciéndose sobre el suelo.
Mis gritos se ahogaban en el hedor, mientras aquel ser abominable no dejaba mirarme con una sonrisa de satisfacción macabra. Lo que quedaba del cuerpecito irreconocible de mi bebé se había convertido en colgajos de carne putrefacta, oscilando con un movimiento lento y nauseabundo. La piel desgarrada colgaba como trapos mojados, revelando huesos ennegrecidos y tejido en descomposición.
La bestia, con su mirada hambrienta y perversa, se lanzó sobre los restos con una ferocidad inhumana. Sus mandíbulas se abrieron, revelando colmillos desgastados y desiguales, listos para engullir. Masticaba ruidosamente mientras el crujido de huesos rotos llenaba el aire con un eco macabro, y cada trozo desaparecía en su boca deformada. Sus ojos, fijos en mí, parecían disfrutar de mi sufrimiento.
El tiempo se detuvo y las sombras que emergían de las grietas cobraron vida, moviéndose como serpientes y acercándose lentamente, intentando arrastrarnos hacia un abismo. De repente, aquella criatura poso sus garras alrededor de mi cuello. Sin más resistencia, dejé que me arrastrara hacia la oscuridad, cruzando el umbral. Allí estaba Pazuzu. A medida que nos hundíamos en ese pozo infernal, las paredes se cerraron tras nosotras con un estruendo desgarrador, como si la realidad se sellara, condenándome a una eternidad en el mismo infierno.