«Ovnis en los andes», de Ernesto Carlín

Escribe Gabriel Rimachi Sialer. El Perú, la frontera final. Durante la década de 1970 una serie de sucesos extraordinarios ocurrieron en el helado altiplano, muy cerca del hangar 51, base secreta de la Fuerza Aérea Peruana ubicada en San Gabriel, en las inmediaciones del lago Titicaca, el más alto del mundo y el paraje escogido por la […]

Escribe Gabriel Rimachi Sialer.

El Perú, la frontera final. Durante la década de 1970 una serie de sucesos extraordinarios ocurrieron en el helado altiplano, muy cerca del hangar 51, base secreta de la Fuerza Aérea Peruana ubicada en San Gabriel, en las inmediaciones del lago Titicaca, el más alto del mundo y el paraje escogido por la inteligencia extraterrestre para ser utilizado como pista de aterrizaje, seguramente cansados ya de aparecer siempre en los Estados Unidos.

Durante una misión de reconocimiento, el avionero Palomino Morero derriba un OVNI, convencido de que, por fin, ha empezado la guerra con Chile y de que el objeto volador que ha derribado es una nave enemiga, y lo hace, claro está, mientras escucha cantar a Lucha Reyes en la cabina. Todos estos hechos serán investigados años más tarde por un periodista adicto a las pastillas, alcohólico casi recuperado y resignado ejemplar del periodismo nacional malpagado y malquerido, que irá construyendo la historia, buscando la verdad.

Esa es la trama que el escritor y periodista Ernesto Carlín desarrolla en «OVNIS en los andes» su sexta novela, que navega entre la ciencia ficción y la sátira de un país que se cae a pedazos, que marcha sin brújula aparente, apelando al patrioterismo militar para poder sobrevivir en medio de la nada. Un país que tiene en su poder una nave espacial pero que no puede desarrollar su tecnología porque le cae la crisis de la hiperinflación aprista del 85; un país que hace réplicas del OVNI para invadir a Chile, que pinta banderitas peruanas a los lados y que bautiza con nombres de mujer, pero que, al no contar con recursos de inversión, apela al ingenio peruano y le instala timones de camión que se desprenden en pleno vuelo, donde siempre se puede morir gritando ¡Viva el Perú!

Divertida y llena de referencias literarias (los títulos de cada capítulo, por ejemplo, que van desde personajes literarios a poemas de amor), van sumergiendo al lector en la búsqueda de esa verdad que nunca llega, de la que sólo se van encontrando pistas sueltas y que se resuelven -obviamente en el capítulo final- en un texto ¿homenaje? a «La insignia» de Julio Ramón Ribeyro; acaso el capítulo más logrado de la novela, donde Carlín despliega su mejor pluma y donde lo insólito se instala para finalmente sorprender al lector. Interesante aporte del autor, que se aleja -al menos en esta entrega- del realismo urbano de sus anteriores libros.

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