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Guillermo Gutiérrez Lymha, el “Tío Factos”, poeta del infortunio

Guillermo Gutiérrez Lymha, más conocido como el "tío factos", tuvo una muerte trágica y una defunción que incluyó la fosa común y un rescate.

Publicado

9 Ago, 2025

Escribe Dany Raúl Seminario Coronado

El 5 de abril de 1992, Alberto Fujimori dio un golpe de Estado. El 5 de abril de 2024, la madre de Guillermo Gutiérrez Lymha falleció. Y, por cosas de la vida que no tienen explicaciones, el 5 de abril de 2025 murió el “Tío Factos”. Al día siguiente, 6 de abril, el programa de streaming “La Roronetwork” anunció la muerte del poeta mediante un breve comunicado en redes sociales. La causa de muerte, hasta ahora, no se ha revelado a la opinión pública

La mayoría no conocía su rostro ni su historia; apenas sabían de él por algunos clips que se volvieron virales, donde lanza sus críticas ácidas contra el cine limeño o contra las “pitucomedias”, como él les decía, con un tono agrio y lúcido que lo caracterizaba y que, por ello, le pusieron dicho sobrenombre.

Dos días después del anuncio de su muerte, el antropólogo Pablo del Valle, egresado de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), publicó en su muro de que había logrado evitar que el cuerpo del “Tío Factos” terminara en una fosa común. “Queridos amigos, queremos comunicarles que ayer estuvimos todo el día en la Morgue con Edian Novoa, Rodolfo Ybarra y Mary Soto, y logramos salvar el cadáver de la fosa común. Fue ingresado como NN. Se realizó el reconocimiento del cuerpo, obtuvimos el Certificado de Necropsia e iniciamos los trámites ante la Fiscalía”, se lee en su publicación.

Aún faltaban más cosas por resolver. Según el mismo post, un abogado acudió en representación de una tía de Guillermo, una mujer de 83 años, que, hasta entonces, nadie conocía y nunca se reveló su identidad. La tarde del 23 de mayo, entrevisté al escritor Rodolfo Ybarra Pinto, quién fue amigo cercano de Guillermo. Con su cabello largo y ondulado, barca puntiaguda como de viejo profeta o rockero de los noventa y su estatura de un metro setenta y cinco, fue difícil no reconocerlo.

Rodolfo Ybarra
Poeta peruano Rodolfo Ybarra

—Entonces, el fiscal estaba por aprobar nuestra petición, y justo en esa semana aparece la tía —contó Rodolfo.

—¿Y cómo se llamaba? —le pregunté.

—No me acuerdo su nombre… pero recuerdo que el abogado dijo apellidarse Choque —respondió, dudando un poco.

—¿Llegaron a verla en persona?

—No. Nunca apareció. Solo el abogado, que decía venir en su nombre. Nosotros queríamos hablar con ella. “Pero, Choque… nosotros somos sus amigos. Queremos ayudar”, le dijo Rodolfo al abogado.

Para demostrar el vínculo con Guillermo, la mujer tuvo que presentar pruebas. Según Rodolfo, llevó el certificado de defunción de la madre de Guillermo. Pero eso no bastó. “La señora no se apellidaba ni Gutiérrez ni Lymha”, aseguró Ybarra.

La burocracia empezó a ganar terreno y los amigos decidieron dar un paso al costado, tal como se expresa en un comunicado firmado por Mary Soto: “En ningún momento hemos abandonado ni nos hemos cansado en la recuperación del cadáver de nuestro poeta Guillermo Gutiérrez Lymha. Dimos un paso al costado cuando el fiscal provincial penal de Lima Sur nos informó que no se nos otorgaría la autorización, ya que se había presentado una tía (media hermana de la madre) con un abogado identificándose como familiares”.

Pasó un mes. Ni la tía ni el abogado lograron avanzar. Mientras tanto, el cuerpo seguía allí: frío, intacto, detenido en una camilla de acero. Conservar el cuerpo costaba 76.80 soles diarios. Generalmente, el servicio suele abordar el embalsamiento, electricidad, congelación, entre otras cosas. Una cuenta que nadie quería asumir, pero que alguien debía pagar.

A Guillermo le fascinaban los anticuchos. Aquella noche de su muerte, según cuenta Ybarra, saboreaba una porción de ellos. Pero esta vez algo salió mal. Intentó tragarlo, forzar el paso de uno que había quedado atrapado. El aire se le iba y el susto se apoderaba de él. Salió corriendo a la calle a buscar ayuda. Ese fue su último intento. Vio a una vecina y empezó a agitar los brazos, llevándose las manos al cuello. El gesto era claro, pero el tiempo no perdonaba y menos el cuerpo. Intentó auxiliarlo, darle golpes en la espalda, presionar el abdomen. Nada funcionó. Mientras tanto esperaron la llegada de la ambulancia y, junto a otro vecino, lo llevaron de urgencia a un hospital del distrito.

—Lo llevaron entre dos — le contaron a Ybarra.

—¿Y por eso no tenía documentos? — le pregunté.

—Sí, por eso mismo. Salió sin nada. Y cuando llegó al hospital ya estaba muerto. Fue en ese momento que recibo una llamada de ella a mi celular para contarme sobre el fallecimiento de Guillermo.

Según el acta de defunción, el cual fue conseguido por Mary Soto, Rodolfo Ybarra y Edian Novoa, Guillermo Gutiérrez Lymha alias “Tío Factos” falleció por una obstrucción en la garganta.

Mary Soto
Poeta peruana Mary Soto

Tras los pasos de Guillermo Gutiérrez Lymha

El 23 de mayo, después de terminar la entrevista con Rodolfo, sentí la urgencia de contactarme con Alfonso Torres Valdivia, editor y amigo cercano de Guillermo. Gracias a las redes sociales, di con su número. Llamé. El teléfono timbró un par de veces y contestó una voz de mujer.

—Hola, ¿quién habla? —preguntó.

—Hola, buenas noches. ¿Se encuentra Alfonso Torres Valdivia?

—¿De parte de quién? —replicó, con tono cauteloso.

—Soy periodista. Estoy recopilando información sobre Guillermo Gutiérrez Lymha. Me dijeron que Alfonso fue su editor y me gustaría entrevistarlo.

Hubo un silencio breve, como si evaluara mis intenciones. Esperé. Pensé que me colgaría o que simplemente me dirían “equivocado, amigo”. Pero no, segundos después estaba conversando con Alfonso, y acordamos vernos el 28 de mayo en su casa.

Cuando llegué a la casa de Alfonso, a unos minutos de la estación María Auxiliadora, él me esperaba en la puerta como si hubiese calculado el momento exacto de mi llegada. Eran las cuatro en punto. Me invitó a pasar, me ofreció un café y comenzamos a hablar.

Alfonso conoció a Guillermo en 1979. Él tenía 28 años; Guillermo, 17. “Al principio no me cayó bien —confiesa—. Era una persona con comentarios muy duros, demasiado francos”. Con el tiempo, Alfonso entendió que eso era parte de su carácter: Guillermo observaba a la gente con una mezcla de agudeza y crueldad. A veces soltaba frases incómodas, sin filtro alguno. “Decía si alguien era narizón, si no tenía pelo, si parecía indio o chino. Cosas así”, recuerda. En una ocasión, incluso lo oyó soltar, sin reparo: “Ese cholo de mierda”. Era su manera —poco amable, a veces hiriente— de lidiar con el mundo.

La madre de Guillermo era brasileña y se apellidaba Lymha. Llegó al Perú durante el gobierno de Velasco Alvarado y trabajó en el Ministerio de Educación. Fue profesora en el colegio nacional Bartolomé Herrera, ubicado en la cuadra 12 de la avenida La Marina, en San Miguel. Allí, según Alfonso, Guillermo cursó toda su etapa escolar.

—De niño, Guillermo era muy torpe con las manos. Para arreglar un artefacto, era un desastre. Un poco estúpido, diría —dijo Alfonso, con un tono entre el cariño y la brutal honestidad—. A veces parecía tener rasgos de autismo, aunque nunca se lo diagnosticaron. Pero tenía una capacidad asombrosa para leer.

—¿Y cómo era la relación con su madre? —pregunté.

—Tensa. No era buena. La señora tenía un carácter fuerte, y discutían mucho.

—¿Qué tipo de discusiones?

—Recuerdo una vez que le gritó: “¡He parido a una víbora!”.

Guillermo vivió con su madre en San Miguel durante su infancia. Una tarde, ella recibió en la puerta a un colega suyo, que llegó desesperado, con los ojos húmedos y buscando un lugar donde dormir. Luego de pensarlo, ella acepta que él se mude con ellos. Años después, ese mismo hombre, con una jugada legal—nadie sabe con exactitud cómo— los terminó desalojando.

Madre e hijo se mudaron entonces a Barranco. Años después, entre 1980 y 1985 llegaron a Villa El Salvador, a la urbanización Pachacamac. “Al parecer, la familia de Guillermo les consiguió un módulo”, relató Alfonso. Era un terreno básico, con materiales precarios. Pero fue su casa. Su último refugio.

Alfonso Torres Valdivia
Alfonso Torres Valdivia, editor.

La capacidad de concentración de Guillermo era admirable. Podía pasar horas —literalmente horas— leyendo, no cualquier libro, sino aquellos que a cualquier mortal le tomaría meses entender o simplemente abandonar en la primera mitad. Algunos decían que, en cuanto a conocimiento, Marco Aurelio Denegri y él se parecían bastante. Otros se aventuraban a afirmar que nuestro Nobel de Literatura se quedaba chico a su lado.

—Él era un pata muy leído. Sabía de todo: antropología, arqueología, filosofía, literatura amazónica —contó Alfonso—. Eso último, además, es algo que muy pocos conocen. Tranquilamente podrías hablar con él sobre religión, ya que decían que se había leído la Biblia completamente. Y no solo eso: también había leído completo el Corán. Desde que aprendió a leer, nunca más soltó un libro. Además, aseguró que a Guillermo le encantaba y dominaba la literatura de los pueblos indígenas bora.

Pero la vida que le tocó no fue generosa. Guillermo fue, en muchos sentidos, un poeta del infortunio. En 2006 publicó “La muerte de Raúl Romero”, una obra en prosa. Y en 2022, lanzó su último libro: “Infierno Iluminado”. A pesar de su agudeza intelectual, carecía de una habilidad básica pero esencial: relacionarse con los demás. Le resultaba casi imposible sostener una conversación sin terminar gritándole a alguien o señalando sus defectos. Trabajaba muy bien por su cuenta, pero apenas se sumaba a un equipo o proyecto colectivo, era cuestión de tiempo para que todo estallara y él terminara alejándose.

—Podías trabajar con él un par de días tranquilo —cuenta Valdivia—, pero luego se molestaba por cosas insignificantes y te armaba la bronca. Era una persona incapaz de relacionarse con los demás.

La situación económica tampoco ayudaba. El sueldo de su madre, aunque fijo, no alcanzaba para ambos, a pesar de que no pagaban alquiler. Así que Guillermo se vio obligado a buscar trabajo. Consiguió un puesto como profesor de primaria en un colegio particular de San Miguel. Lamentablemente —o tal vez afortunadamente— no fue en el mismo centro educativo donde enseñaba su madre.

La experiencia duró poco. Mientras dictaba clases, siempre había un grupo de alumnos que lo provocaba, le ponía chapas, lo insultaba. Un día, con esa paciencia suya tan frágil como famosa, se acercó al más insolente del grupo. Juntó los dedos de una mano, tomó impulso y aterrizó con fuerza entre la nariz y la boca del niño. El resultado: tres dientes menos.

De inmediato fue llevado a la dirección. El director, según cuenta su editor, no lo pensó dos veces: lo botó en el acto. Ese fue su primer y último trabajo que tuvo de manera formal. Para ganarse el pan de cada día, Guillermo salía cerca de las siete de la noche desde Villa El Salvador rumbo al Cercado de Lima. Su destino: la avenida Uruguay o la plaza Bolognesi. A veces llegaba a las ocho, otras recién a las once. Allí tendía sus libros sobre una manta.

—¿Por qué a esa hora? —le pregunté a Alfonso.

—Porque a esa hora los tombos no te molestaban —respondió sin dudar.

—¿Y cuánto ganaba al día? —insistí.

—Unos 20 o 30 soles. Eso sí, nunca terminó en la cárcel.

—Cuentan por ahí —le dije— que Guillermo caminaba desde Villa El Salvador hasta el Centro de Lima porque no tenía para el pasaje. ¿Eso es cierto?

—No, eso no podía hacerlo —aclaró Alfonso—. Tuvo un accidente a los 41 o 42 años. Fue hace unos 15 o 20 años. Desde entonces no podía caminar mucho.

Guillermo solía hablar solo, mirando hacia adelante. Rara vez giraba la cabeza o prestaba atención a los costados. Un día, mientras cruzaba una calle en Lima, un auto lo atropelló. El impacto le rompió la tibia, el hueso más largo entre la rodilla y el tobillo. El segundo más grande del cuerpo. Uno que sostiene buena parte del peso de la pierna.

—¿Recuerda a qué hospital lo llevaron? —pregunté, con la intriga en la voz.

—No recuerdo con exactitud. Pero habrá sido uno de esos hospitales antiguos, de los que tienen años de historia.

—¿Le hicieron alguna operación?

—Sí. Estuvo con clavos durante un año para que el hueso tuviera estabilidad y pudiera regenerarse bien.

Cuando los vecinos se enteraron del accidente, algunos amigos de Guillermo que vivían en Estados Unidos enviaron dinero para ayudar. Alfonso recuerda que un muchacho del barrio se encargó de recoger el dinero y entregárselo. Pero Guillermo, sin mucha reflexión y con su tono ácido de siempre, lo acusó:

—Me ha robado. Me han mandado mucho más y él me ha robado.

Alfonso investigó. Habló con varios vecinos que conocían al joven. Todos coincidieron: no era un ladrón.

El día que Mary Soto y los demás recibieron el acta de defunción de Guillermo, hubo un detalle que los dejó desconcertados: aparecía como casado. No se mencionaba nombre alguno, ni edad, ni fecha aproximada del matrimonio. Solo el dato, seco y sin contexto, de que había estado casado con alguien.

Mientras hurgaban más en la vida del “Loco” Guillermo —como lo llamaban desde joven en su barrio y que le generó varias peleas a mano limpia— descubrieron algo aún más inesperado: tenía descendencia. Gutiérrez Lymha tenía dos hijos. Uno que había vivido en Estados Unidos y que, según contaron, regresó al Perú durante los primeros meses de la pandemia.

Todo se remontaba a una escena casi de novela mexicana o venezolana de los ochenta o noventa, como las que le gustaba ver a Guillermo. Un día, ya adulto, llegaron a la casa de Guillermo algunas amigas de su madre. Una de ellas, mayor que él por quince o dieciocho años, logró seducirlo y mantuvieron relaciones. En una de esas ocasiones, la mujer —profesora también— quedó embarazada y como parte de la época, tocaba que se casaran.

Era el tiempo más confuso de la pandemia. La gente moría por todos lados, el Estado hacía lo que podía, y el entonces presidente Martín Vizcarra continuaba saliendo al mediodía, al estilo del programa “Aló Gisela”. Era un periodo de incertidumbre total, donde ni la ciencia ni la fe parecían dar respuestas claras.

El hijo de Guillermo era un hombre adulto, cercano a los cuarenta. Algunos decían que incluso mayor.

—¿Qué edad tenía? —pregunté, intrigado.

—Cuarenta y seis años o más —respondió Alfonso Torres.

Y añadió algo más, como quien guarda lo más inesperado para el final:

—Es más, Guillermo tiene otro hijo. Está en España. Al principio pensé que me estaba tomando el pelo cuando me lo dijo. Pero cuando revisamos los registros de defunción, ahí estaba claro: dos hijos.

Guillermo Gutierrez Lymha obituario
La UNMSM se pronunció al conocer la muerte del poeta Gutiérrez Lymha

Guillermo Lymha ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en 1979 para estudiar Literatura. Su promoción no era cualquiera. Entre sus compañeros figuraban Teresa Marlene Vela Loyola, reconocida catedrática de La Cantuta; Carlos Orihuela Espinoza, ganador del Premio José María Arguedas en 1977; y José Antonio Mazotti, poeta, crítico, ensayista y profesor que llegó a enseñar en la Universidad de Harvard y falleció en 2024. Un entorno lleno de figuras que marcarían el ámbito académico y literario del país.

—¿Sabes si logró terminar la carrera? —le pregunté a Alfonso.

—No, no la terminó. Estuvo hasta 1987 o 1989, y luego se retiró —respondió.

Guillermo tenía sus propias expectativas. Cuando ingresaba a una clase, lo hacía esperando encontrarse con una figura casi divina, alguien capaz de hacerlo pensar, poner en duda todo lo que ya sabía.

—Si entraba a una clase y notaba que el profesor no tenía nivel para él, simplemente se paraba y se iba. Sin piedad —relató Valdivia Torres.

—¿Y por qué se salió de San Marcos? ¿Alguna vez te lo contó? —insistí.

—Él era autodidacto. Iba al teatro, hacía sus propias críticas, veía cine, consumía televisión. Aprendía por su cuenta —respondió Alfonso.

Rodolfo Ybarra también lo recuerda así. Dice que Guillermo se aburrió. Ingresó con la ilusión de aprender más sobre poesía y, sobre todo, llevar clases con Washington Delgado, uno de los representantes de la Generación del 50, profesor emérito de la San Marcos y miembro de la Academia Peruana de la Lengua.

—Pero se retira —añade Alfonso—. Me decía: “Le han desvirtuado”. Con eso quería decir que San Marcos ya no ofrecía el nivel que él esperaba. Leía tanto y sabía tanto, que sentía haber avanzado más por su cuenta que con lo que la universidad podía darle. Pese a ello, el 11 de abril de 2025 —seis días después de su fallecimiento— la Facultad de Letras y Ciencias Humanas publicó un comunicado en el que aseguraban que el “Tío Factos” había egresado de la Escuela Profesional de Literatura.

kloaka
Guillermo Gutiérrez Lymha, Julio Heredia, Mary Soto, Domingo de Ramos, Roger santiváñez y Mary Soto, en un reencuentro de Kloaka en 2011.
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