Un cuento de Mia Couto (Antônio Emílio Leite Couto)
Hay un río que atraviesa la casa. Ese río, dicen, es el tiempo. Y los recuerdos son peces nadando a contracorriente. Lo creo, sí, por educación. Pero no lo creo. Mis recuerdos son aves. Si hay inundación, es del cielo, plenitud de nube. Os guío, recuerdo mío.
La casa, esa casa nuestra, era morada más de noche que de día. Extraño, dirán. Noche y día no son mitades, ¿hoja y verso? ¿Cómo podían lo claro y lo oscuro repartirse desigualmente? Explico. Bastaba que la voz de mi madre en canto se escuchara para que, en el más lúcido mediodía, se cerrase la noche. Ahí afuera, la lluvia sonaba, tamborilera. Y nosotros éramos niños para siempre.
Pero una vez, de nuestra madre escuchamos el llanto. Era un llanto muy fino, un hilo de agua, un chillido de murciélago. Tomados de la mano, estamos a la puerta de su cuarto. Nosotros ojos boquiabiertos. Ella solo suspiró:
—Vuestro padre ya no es mío.
Apuntó al armario y pidió que lo abriéramos. A nuestros ojos, muy lejos del espanto, se revelaron los vestidos envejecidos que mi padre hacía mucho le había ofrecido. Bastó, sin embargo, que la brisa de la puerta se abriera para que los vestidos se hicieran polvo y, como cenizas, se desdibujaran en el piso. Solo las perchas se mecían, esqueletos sin cuerpo.
—Y ahora —dijo la madre—, miren estas cartas.
Eran apasionados billetes, antiguos, que mi madre conservaba en una caja. Pero ahora los papeles estaban blancos, toda la tinta se había desvanecido.
—Él se fue. Todo se fue.
Desde entonces, la madre se rehusó a echarse en la cama. Dormía en el piso. A ver si el río del tiempo se la llevaba, en uno de esos invisibles aluviones. Así decía, lamentándose. En pocos días, se pareció a las sombras, descuidando todo su volumen.
—Quiero perder todas las fuerzas. Así ya no tengo más esperas.
—Duerma en la cama, madre.
—No quiero. Que la cama es tragadora de saudade.
Y ella quería conservar esa saudade. Como si esa ausencia fuera el único trofeo de su vida.
No habían pasado ni semanas desde que mi padre se volatizara cuando, una cierta noche, no me dio sueño. Yo estaba presentimental, incapaz de quedarme en la cama. Fui al cuarto de mis padres. Mi madre estaba ahí, envuelta en la sábana hasta la cabeza. La desperté. Su rostro se asomó a la dulce penumbra que flotaba. Estaba sonriente.
—No haga ruido, hijo mío. No despierte a su padre.
—¿Mi padre?
—Su padre está aquí, mucho conmigo.
Se levantó cuidándose de que no se desacomodara la sábana. Como si ocultase algo debajo de la tela. Fue a la cocina y se sirvió agua. Me senté con ella, a la mesa donde se acumulaban las ollas de la cena.
—¿Cómo lo llamé yo, quiere saber?
Había sido su canto. Que yo no había notado, porque lo había hecho en voz baja. Pero ella había cantado, sin cesar, desde que él había salido. Y ahora, mirando el piso de la cocina, ella decía:
—Tal vez una voz mía sea una tela; sí, una tela que limpia el tiempo.
Al día siguiente, la madre cumplía la voluntad del domingo, asistiendo a la iglesia, su flaca rodilla saludando a la tierra. Sabiendo que ella se iba a demorar, yo regresé a su cuarto y ahí me quedé un rato. La puerta del armario abierta dejaba entrever las entrañas de la sombra. Me acerqué. La sorpresa me sacudió: de nuevo se lucían los vestidos, llenos de formas y colores. De inmediato, me volví para mirar la caja donde se guardaban los recuerdos del noviazgo de mis padres. ¿La tinta había regresado al papel, las cartas de mi viejo padre se habían recompuesto? Pero no la abrí. Tuve miedo. Porque yo, secretamente, sabía la respuesta.
Salí de puntillas cuando sentí que mi madre entraba. Y me escabullí por el patio, dejando huella en el camino de arena. Allí me quedé contemplando la casa como si no hubiera plasmada en pintura. Entendí que por mucha que fuese el camino yo nunca estaría lejos de ese lugar. En ese instante, escuché el canto dulce de mi madre. Fue cuando vi que la casa se desmoronaba, engullida por un río que lo inundaba todo.
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Del libro “O fio das missangas” (El hilo de abalorios). Lisboa: Editora Caminho, 2003. Traducido por Renato Sandoval Bacigalupo.