El coche patrulla, que hacía media hora había empezado su turno, enfiló la recta que llevaba a la gran rotonda. Un vecino –que había salido a pasear el perro de madrugada–, había encontrado un cadáver.
El cuerpo reposaba, oculto bajo el cañaveral de la riera, junto al puente de la gran rotonda. El colorido peto amarillo del uniforme lo hacía muy visible en ese amanecer de sábado. El coche patrulla se apostó en la rotonda, cerca del cañaveral y los dos agentes bajaron hasta la riera, a echar un vistazo.
-Es el cabo López, mi sargento, parece que está muerto –dijo el agente que hizo el reconocimiento.
-No toque nada, Puig. El cabo López, ya podíamos buscarlo anoche, ya –respondió el sargento–, hay que avisar a una ambulancia y al juzgado.
Alguien observaba la escena desde una de las casas cercanas, entre los cortinajes de una de las ventanas, totalmente a oscuras. Observaba en silencio, con una sonrisa velada en el rostro. Por la tarde, en las noticias de la televisión autonómica, apareció la reseña: «Aparece el cadáver del cabo A. L., miembro de la Policía Municipal de la población de Vilafranca del Risc. Se han abierto diligencias y una investigación oficial, a cargo de los Mossos d’Esquadra».
Sábado. 11:35 am
– ¿Sabe usted si el cabo tenía algún enemigo en el pueblo, mi sargento? –preguntó el agente Puig a su superior.
– Hombre, no era un angelito el muchacho, pero tanto como para que alguien quisiera matarlo, no sé yo. En cualquier caso, veremos qué arroja la investigación de los Mossos.
– Lo digo, porque las heridas que presentaba el cabo parecían hechas con saña, no eran unas heridas limpias. Quien se las hizo se empleó a fondo.
– Esperemos al informe de la autopsia. El comisario Novell me ha dicho que nos la enviará en cuanto se la entregue el juez. Aunque la investigación corre a cargo de los Mossos, nos tendrá al corriente y nos pide que, si se nos ocurre algo o encontramos algo, le informemos también.
Sábado. 11:00 pm
Esa noche, cerca de la gran rotonda, una sombra abandonó el confinamiento, ya arrastrado desde hacía casi un mes, y amparado en la oscuridad se dirigió al cañaveral de la riera. Cerca del agua, bajo una gran piedra cuadrada, levantó una más pequeña, que le dio acceso a un hueco oculto bajo la piedra más grande, extrajo un paquete envuelto en una bolsa negra. Luego, cautelosamente, regresó a la casa de la que había salido.
El confinamiento al que las autoridades habían sometido a la totalidad de la población, daba un aspecto sombrío y triste a todo el pueblo. Nadie se aventuraba a salir de noche, más allá de la movilidad permitida en horario comercial, para adquirir víveres o para pasear mascotas. Y la policía patrullaba habitualmente por el casco urbano y las urbanizaciones. Y pese a la amplitud del municipio y los escasos efectivos disponibles, el riesgo a ser detenido en la calle era bastante elevado, pues se habían doblado turnos para controlar el cumplimiento del confinamiento. La detención podía tener consecuencias imprevisibles para cualquiera que fuera encontrado fuera de su casa.
Viernes. 10:00 pm
Ese viernes, el cabo López, acabado su turno de tarde, pasó por el bar de la plaza. Le habría gustado tomar una cerveza fría antes de irse a casa, aunque seguro Lorena ya lo estaba esperando. El bar estaba cerrado, claro, y ya se iba, cuando un estruendo metálico, como un portazo, llamó su atención. Venía de la parte de atrás, junto a la calleja aledaña al bar. Bajó de su motocicleta y se acercó con cautela. Alguien estaba saltándose el confinamiento, pensó. De repente, una motocicleta de alta cilindrada salió del almacén del bar, casi lo arrolla y se lanzó carretera arriba, a toda velocidad.
Quiso dar aviso pero había dejado en el cuartel su comunicador y su arma reglamentaria. Sin pensarlo dos veces subió a su motocicleta y se lanzó en persecución del tipo. Aunque desarmado, iba de uniforme, pese a haber acabado su turno. Solía cambiarse de ropa ya en casa.
Ya era noche cerrada, algo más de las diez. El infractor se dirigía hacia la urbanización Vilafranca Park, según dedujo. En pocos minutos podría darle alcance. Si no lo hacía antes de la gran rotonda, de todos modos, se le podría complicar la persecución, dependiendo del camino que tomara desde allí. Afortunadamente el tipo se paró algo antes de la rotonda, al lado de un cañaveral que había sobre la riera.
Lunes. 9:30 am
– Agente Puig, tengo el informe de la autopsia del cabo López –dijo el sargento–. No se lo va a creer. La causa de la muerte es una sobredosis de heroína. La hora de la muerte se fija alrededor de las once de la noche del viernes.
– ¿Cómo, una sobredosis de heroína…, el cabo López…? No me lo puedo creer. Jamás lo hubiese imaginado del cabo. Le vi sobre las diez de la noche del viernes, en el cambio de turno. Se iba a casa cuando coincidí con él.
– Ni yo tampoco puedo creerlo a priori –apostilló el sargento–, aunque nunca acabas de conocer bien a nadie. Pero las heridas me dan qué pensar.
– Entonces, ¿esas heridas que presentaba el cuerpo a qué obedecen…?
– Algunas fueron infligidas post-morten, agente Puig. Y parece ser que la agresión fue hecha por dos personas distintas, una de ellas tal vez una mujer, o una persona de pequeña estatura y poco peso; esa es la única herida que el cabo recibió antes de morir. La otra persona debía tener una fuerza enorme, a tenor del resto de las heridas. Estas debieron ser hechas con un objeto duro, romo y pesado.
– Sargento –incidió el agente Puig– ¿han avisado a su familia…?
– No he podido localizar todavía a su compañera, Lorena. La he llamado durante el fin de semana y un par de veces esta tarde, pero no obtengo respuesta. Ella podrá contactar a la familia del cabo.
Viernes 10:30 pm
El cabo paró y apagó el motor de su motocicleta un centenar de metros antes de la rotonda. Bajó de ella y entró en una zona de pastos, a la derecha de la carretera.
Lentamente y con prudencia, se acercó al punto donde estaba la moto del fugitivo. No apreció ningún movimiento en las cercanías de la motocicleta. Estaba oscuro y la farola de la rotonda no iluminaba mucho esa zona. De repente se agachó, al oír un ruido sobre la riera, sobre el cauce.
Se acercó sigilosamente. Alguien estaba agachado, cerca del agua, haciendo algo.
De repente oyó un crujido detrás de él, se volvió a tiempo de ver que alguien se abalanzaba sobre él y le golpeaba la cabeza. Todo se volvió negro.
La cabeza le dolía horriblemente cuando despertó.
Alguien le sujetaba fuertemente los brazos, mientras el tipo de la motocicleta se acercaba a él con una jeringuilla en la mano.
– ¿Qué vas a hacer, maldito hijo de puta…?
– No podemos dejar que nos estropees el negocio –le contestó el fugitivo–, deberías haberte quedado en el pueblo, en vez de venir tras de mí, maldito entrometido.
Y sin mediar una sola palabra más se acercó con la jeringuilla. El cabo se revolvió, pero quien fuera que le retenía, era muy fuerte y no pudo sustraerse a su abrazo.
La aguja se hundió en su piel y el contenido de la misma fue inyectado en su torrente sanguíneo. De inmediato un calor le abrasó por dentro y en pocos segundos perdió el sentido. No volvería a despertar jamás. Los dos hombres subieron a la motocicleta y se fueron de allí en dirección al pueblo, a toda velocidad.
Una sombra se acercó al cuerpo del cabo, pasados unos minutos, sigilosamente.
– Pobrecito mío, Antoñito, ¿por qué no te fuiste directamente a casa?, ¿por qué tuviste que seguir a nadie? ¡Tú y tu estúpido sentido del deber! Si ya habías acabado tu turno y yo te esperaba en casa. Hasta había preparado la cena para los dos. Pero no, tú tenías que acabar el día haciéndote el héroe. Pues mira lo que te has buscado.
– Mi hermano me llamó –ya sabes que tú nunca le has gustado– y me dijo que les andabas siguiendo los pasos a unos socios suyos. Hoy tenían que hacerle una entrega de heroína muy importante y tú ibas a estropearlo todo. Perdona por el golpe que te di, pero estabas a punto de atraparlos. Les pedí que no te hicieran daño, aunque el gorila que acompaña al socio de mi hermano, no estaba muy de acuerdo, se ve que te tenía ganas. Finalmente decidieron «dormirte». Al menos te has ido sin sufrir. Eras tan estúpido, nunca entendiste nada. Nada de nada.
La muchacha se alejó, cautelosamente, dirigiéndose a una de las casas próximas a la rotonda. Alguien le abrió la puerta en silencio.
Al cabo de unos minutos llegó de nuevo la motocicleta con los dos tipos. El grandullón se bajó y se acercó al cuerpo del cabo. Llevaba un grueso mazo de albañil en las manos. Golpeó repetidamente el cuerpo y después se fue de allí con la misma rapidez con que había regresado, acompañado por el motorista.
–Eso por metomentodo, masculló el gigantón, mientras reía a carcajadas.
En una de las casas vecinas, tras los gruesos cortinajes, dos personas observaban en silencio la escena. Una lágrima cayó de los ojos de la muchacha.