Fuimos más que felices (pequeña crónica escolar en cinco actos)
I
Era gordo y bonachón. Más gordo que bonachón. A sus trece años, su aspecto fócido que empezaba por unos pies arrastrados, piernas dulcemente chuecas, una barriga adelantada, cuello economizado, ojos de ballena enana, y terminaba en una cabeza punta roma y calva, no ayudaba a insertarlo al cien por cien dentro del mainstream del cole. Tampoco el hecho de hablar poco. Digo esto porque a esa edad la vida se reducía a: 1) Las proezas. Estas eran de dos tipos, sexuales o deportivas. 2) Ser locuaz y patero. Si no lograbas ninguna de ellas y no te promocionabas, eras tan querible como un Baldor de álgebra o un sermón de domingo.
Como decía, su aspecto e introversión lo mantuvieron a raya de las chicas, los deportes y la popularidad por buen tiempo. Y aunque eso parecía tenerlo sin cuidado, la «gente grande» veía en su actitud visos de una aguda depresión. «Es que los niños más inteligentes sufren mucho», le decía nuestra tutora, abrazándolo maternal, con gesto de indulgencia redentora. Nuestro asesor espiritual —cura para más señas— siempre lo llamaba para que departiera con él su almuerzo mientras le hablaba de la España de la década de 1940 y Franco y la familia allende el mar. Con el tiempo me confesó que ambas cosas le eran insoportables. Que él no la pasaba tan mal en el colegio como para tener que aguantar esas muestras humillantes de desagravio. Que hubiera cambiado las comidas con el cura o los abrazos con la profe por estar con nosotros, así todos cabrones como éramos, y contarnos que, por ejemplo, ayer había visto su primera porno o que le gustaba una chica y que esta le había sonreído.
II
Nadie sabe cómo ocurrió. Quién había puesto la jabalina en sus manos. Si había sido la profesora, el cura o don diablo. El caso es que nuestro amigo resultó siendo un verdadero as del lanzamiento de jabalina. Incrédulos ante lo que oíamos como rumores, fuimos a verlo a los entrenamientos. Aunque su cuerpo seguía siendo el mismo, su faz había mutado. Su mirada parecía decidida por primera vez en su vida: era engallada, fría, dura, casi soviética, como debe ser la mirada de los campeones que saben de antemano que les aguarda la gloria. Entre nosotros nos miramos incrédulos.
Una rara emoción empezó a crecernos dentro.
III
Pasados dos meses, ya todo el mundo lo saludaba en el colegio con mucho respeto. Del niño gordo y calvo no quedaba nada. Su cuerpo había empezado a tonificarse y la barriga había huido. Se había convertido en algo así como un luchador ochentero de la WWF. Obrado el cambio, el entrenador de atletismo nos dijo: «Muchachos, tengo fe. En dos semanas es la competencia entre colegios y creo que este pata tiene todas las chances de ganar y sumar puntos. Carajo, quiero que lo apoyen con sus tareas para que pueda entrenar más después de clases». Todos estuvimos de acuerdo. Sobra decir que en nuestras cabezas esas dos semanas tuvieron la expectativa de una pelea de vida o muerte. Era todo o nada. La redención que baja del cielo y la vida misma que se corregía recordándonos que no existían imposibles.
IV
El día de la competencia todo el salón asistió al estadio. Subidos desde lo más alto de las tribunas, no parábamos de arengar a nuestro campeón mientras calentaba en la pista de carreras. Del otro lado de la tribuna, el otro colegio y su campeón. Ellos fueron los primeros en lanzar la jabalina: silencio en el ambiente y una tensa calma que se quebró al finalizar los tres lanzamientos de rigor. La marca ponderada no pareció intrigar ni al entrenador ni a nuestro héroe, quien, mirando a la tribuna, pidió un aplauso alentador, rabioso. Luego fue su turno (o sea el nuestro). Y quiero recordarlo vívidamente: sus manos empolvadas de talco, la postura griega, los brincos repentinos y el brazo lancero disparando la jabalina, dividiendo nuestro mundo adolescente en dos: antes y después de ese disparo, en hombres y niños, en ganadores y perdedores. Fue un lanzamiento ejemplar, que hizo que gritemos como si fuese el gol que nos llevaría al mundial de fútbol. Fuimos más que felices.
De repente, entre el barullo, adiviné el rostro adusto del entrenador mirando al piso. Caí en la cuenta al ver al resto de árbitros con sus banderas rojas levantadas. Presa de nuestra algarabía, no escuchamos el pitazo descalificatorio que significaba que nuestra campeón se había pasado la línea de lanzamiento. Primer intento.
Para el segundo intento no menguamos en nuestro apoyo. Rugimos más fuerte, como si ese pequeño desliz hubiese encendido más la llama de nuestros anhelos y la sed de victoria. Nuestro héroe tomó distancia, cerró los ojos, se concentró, volvió a abrirlos y corrió como un fugitivo. Como cada una de sus pisadas retumbaban en nosotros, al momento de lanzar la jabalina, juro que sentimos cómo se había pasado la raya. Segundo intento.
Para el tercer intento estábamos todos entre agotados y asustados. El entrenador se peinaba nerviosamente. A estas alturas, por encima de nuestras vivas apagadas, se escuchaban las vivas del otro colegio. Nuestros corazones eran como esos leños que luego de la fogata empiezan a apagarse cada vez más rápido. Y nuestro campeón empezó a entender algo que quizá no sabía hasta ese momento: que todos tenemos nuestro momento y cuando este llega hay que saber cómo tomarlo.
Luego de que falló por tercera vez, la tribuna se vino abajo. Lo apanamos, escupimos, insultamos, le hicimos callejón oscuro, hasta le rompimos el polo. Luego nos fuimos cada uno a nuestras casas con la ilusión hecha trizas.
La vida volvió a ser lo que era.
V
El lunes en la mañana nuestro campeón no vino a clases. El martes tampoco. Llegó el miércoles y cuando llegó parecía que su cuerpo había regresado a su forma anterior. Su mirada había perdido brillo.
Sin embargo, algo empezó a quebrarse en el colegio desde ese momento. Algo cedió. Como nunca, la gente empezó a acercársele. A buscarlo. Primero con curiosidad, luego con cariño. Al fin y al cabo, había llegado adonde muy pocos de nosotros habríamos de llegar. Al fin y al cabo, había logrado congregarnos a todos para hacernos soñar. Porque durante un momento de ese día en ese estadio, fuimos más que felices.
Para Carlitos Méndez, donde quiera que estés.
[De Fuimos más que felices. Apuntes de un músico recorriendo el tiempo y la ciudad. Campo Letrado Editores, 2016]