Venga por aquí, dice la señora Elvira arrastrando el reumatismo entre los muebles, abriéndose paso con súbita agilidad, descorriendo la funda que cubre la jaula del canario, venga por acá y tráigalo a Lino, dice arrimando los sofás aún dormidos bajo las fundas blancas. La enfermera descorre las cortinas y deja que el sol inunde la habitación con su amarillo tibio que invita a la modorra, a contemplar el mar, los edificios que esquinan el cielo miraflorino, esas nubes algodonosas que acabarán disipándose en breve, hacia el mediodía como mucho. A lo lejos se escuchan las sirenas frenéticas de unos patrulleros y luego todo vuelve a quedar en silencio, más disturbios, piensa oscuramente la enfermera. Los haces de luz atrapan minúsculas partículas de polvo que flotan ingrávidas y vagamente luminosas, como una visión diminuta del cosmos se dice la señora Elvira que está más concentrada en las reacciones de su nieto ante la súbita presencia del sol y del calor, después de tanto tiempo en ese encierro húmedo y aséptico de la clínica del doctor Montez, pobre, lo que habrá sufrido, piensa y de inmediato siente una opresión en el pecho, no quería ni imaginar. La enfermera también está a la expectativa, a la caza de ese primer gesto de asombro o placer que no tarda en formarse en el rostro de Lino. La enfermera ya venció el repudio inicial, el rechazo que experimentó por Lino al presentarse por primera vez en su habitación densa y oscura; ahora incluso siente por él algo confuso que bien podría llamarse afecto, conmiseración, vaya una a saber. Pero la conmiseración debería guardársela para esos niños que habían inundado la ciudad y parecían multiplicarse entre los escombros y los basurales, pensó sombríamente, merodeando al principio por las noches y luego a plena luz del día, muertos de hambre y sin que nadie se explicara de dónde habían aparecido, eran tantos y tantos.
Lino no le ha prestado mucha atención al sol y sus ojos parecen no registrar ese horizonte de techos y antenas que segmentan el mar, un azul intenso que cambia de tonalidad, de ritmo, y se vuelve más tenue y uniforme hacia el fondo: el cielo. Su mirada sigue con aprehensión los saltitos nerviosos del canario que espía a su vez la quieta contemplación de que es objeto. La señora Elvira y la enfermera se miran cómplices, le gusta el canario, mírelo cómo se ha quedado quietecito, sonríe la abuela y antes que la enfermera pueda detenerla extiende una mano hacia la cabeza de su nieto para acariciarlo. Lino parece no percatarse hasta que la mano blanca y pecosa le sesga el cabello. Entonces chilla sobresaltando a las mujeres, grita con su voz gutural y sorda, se aleja tropezando, sin dejar de apretar la mano de la enfermera, ¡Lino, no!, cada vez más fuerte. La señora Elvira retrocede unos pasos y su cabeza golpea contra la jaula del canario que da saltos frenéticos, tontos remedos de vuelo, golpeándose contra los barrotes, salpicando el agua y el alpiste, ¡Lino, no!, la enfermera intenta dominar el pánico porque la mano de Lino sobre la suya aprieta cada vez con más fuerza haciéndole recordar a la pobre Marta, llorando, a punto de desmayarse entre los brazos de los dos enfermeros que la sacaban de la habitación, ensangrentada y con el uniforme desgarrado. Ella pasaba rumbo a la habitación contigua y había aprovechado para mirar hacia la penumbra del 27 y antes que lograra atisbar algo el doctor Montez la apartó de un manotón, qué mira carajo, cerró dando un portazo, hecho una furia, el que era siempre tan correcto, tan educado. Unos días después —lo recordaba clarísimo porque fue el día que se encontraron los primeros cadáveres de niños en Cieneguilla— el propio doctor Montez la llamó a su despacho como si nunca hubiera ocurrido nada y le anunció que ella se iba a encargar del paciente del 27. La enfermera pensó que la paga extra que recibiría, casi el doble de lo que ganaba, le vendría muy bien, sobre todo ahora que las cosas estaban mal y se rumoreaba lo de la intervención del ejército, qué barbaridad, al fin y al cabo sólo se trataba de unos niños. Pero por otro lado pensaba también en Marta, en Marta llorosa y ensangrentada. El doctor Montez adivinó las dudas de la enfermera y le explicó el singular caso de Lino, su extraño metabolismo, el atroz linaje que corría por sus venas y la situación especial de su familia, que se desentendía de él, dejándolo en manos de la abuela. «Una de las familias más influyentes del país, ya sabe usted», había dicho el doctor evasivamente. Le habló también del error que cometió la señorita Marta, error que usted no debe cometer, insistió mientras ella asentía en silencio. Y ahora su propia abuela metía la pata. ¡Lino!, vuelve a decir la enfermera sobreponiéndose al dolor casi insoportable en la mano y le habla con firmeza sin dejar que se note su miedo —«sobre todo no le demuestre miedo nunca» había dicho el doctor Montez aquella tarde— Lino, mira el canario, mira qué bonito el canario, te está mirando también, mira mira, y Lino relaja poco a poco la presión sobre la mano antes de soltarla completamente como si ya no le interesara. Sus ojos ahora están clavados en el canario.
La señora Elvira está apoyada contra la pared, agitada como cuando sube las escaleras, y no deja de mirar a la enfermera que se frota suavemente la muñeca enrojecida: disculpe usted, musita, no pensé que fuera a reaccionar así ahora que ya no estamos en la clínica. El creció aquí, ¿sabe? Imaginé que algún recuerdo tendría, que no se comportaría así, disculpe usted. La enfermera intenta sonreír pero de inmediato recuerda el rostro congestionado de Marta, su uniforme hecho jirones, casi un mes de licencia, y siente que le sube una rabia funesta: si no va a respetar las indicaciones del doctor Montez me veré obligada a informarle, dice secamente y se arrepiente porque la pesadumbre ha cedido paso al miedo en los ojos de la anciana, no por favor, olvidemos esto, le prometo que no volverá a ocurrir, dice la señora Elvira extendiendo una mano hacia la enfermera que no puede evitar un latigazo de repulsa ante ese contacto blando y frío, ante la devota entrega de aquella mujer para con su nieto, con quien inevitablemente se cerrará esa genealogía embrutecida de familia poderosa y agonizante. Ahora Lino vuelve a estar tranquilo y ha esbozado su sonrisa —su particular sonrisa, esa mueca repulsiva y con babas que sólo puede parecerle un gesto afable a quien lo conoce— y mira a la enfermera como mostrándole su descubrimiento. El pajarillo se ha calmado un poco y observa estático desde su trapecio. Sí, sí, dice la enfermera suavemente, el canario. Todavía duda si cogerlo de la mano o no, tiene miedo pero es ahora o nunca, recuerda las instrucciones del doctor Montez y a la vez que coge la diestra de Lino le dice mira, siéntate aquí para traerte la comida. Lino parece no darse cuenta y acepta que lo instalen frente a la ventana pero luego protesta y entre la señora Elvira y la enfermera le mueven la silla para que pueda seguir mirando al canario, ahora con siniestra atención, como si la alegría del descubrimiento hubiera dejado paso a un lento calibrar posibilidades. La señora Elvira parece haber captado algo y se lleva una mano al pecho, Jesús, no vaya a ser que, murmura mirando a la enfermera. No creo que pase nada, dice esta sonriendo, ahorita se olvida del pajarito. Voy por su almuerzo, añadió tratando de parecer natural, de no sucumbir al horror y al asco diario de cocinar la comida de Lino, porque lo peor no era eso sino la preparación exquisita y mensual que coronaría la dieta de Lino, las sórdidas entregas que enviaría el doctor Montez desde la clínica. Cuando Marta se lo contó, ella no lo pudo creer, pensó que le estaba tomando el pelo. La enfermera enciende la radio portátil que ha llevado a la cocina y busca una emisora en que pongan algo de música, pero es en vano, todas se ocupan de los niños, de los cuerpos degollados que aparecen en los basurales, en casas abandonadas y fosas comunes. Encendió finalmente la hornilla escuchando los pasos de la señora Elvira que se ha acercado a su nieto murmurando tontas frases cuyo único sentido es mantenerlo así como está ahora, tranquilo, callado, sumido en una especie de letargo y balbuceo que lo devuelven a ese mundo donde sólo habita él, quién pudiera saber lo que pasa por esa cabecita, piensa la señora Elvira e instintivamente alarga un brazo hacia Lino pero la mantiene allí, a pocos centímetros de sus cabellos mientras escucha el crepitar del aceite donde la enfermera debe haber dejado caer algo.
La señora Elvira cierra los ojos pensando en ese algo que es la comida de Lino, eso que el doctor Montez le dijo que era parte de su dieta, entre carraspeos y vacilaciones, escudriñando la reacción de la anciana y apresurándose en explicar que la constitución de Lino, el metabolismo de Lino, el caso singular que es Lino. Igual es mi nieto, piensa la señora Elvira sobreponiéndose a las imágenes de ese algo en la cocina, eso a lo que tendría que acostumbrarse de aquí en más, igual que encerrarlo cuando la lluvia, igual que las cortinas espesas de la habitación, pero sobre todo su dieta, señora, por lo menos una vez al mes, había dicho el doctor Montez, ya la señorita enfermera está al corriente de todo y ella me irá informando porque el caso, desde el punto de vista médico —entiéndalo así, por favor— es inaudito. La señora Elvira observa a su nieto que ahora mira por la ventana, atraído por el bullicio de un grupo de niños desarrapados que atraviesa la calle. En ese momento aparece la enfermera y se sienta su lado evitando mirarla a los ojos y diciendo en un momento estará lista su comida, antes de coger las madejas de lana y unas agujas. La señora Elvira asiente en silencio y se acerca a la ventana desde donde observa al grupo de niños, mugrosos, famélicos, desesperanzados, avanzando hacia el parque cercano y piensa distraídamente en las palabras del doctor Montez, no debería olvidar que por lo menos una vez al mes.
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Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garcilaso de la Vega, en Lima, ciudad donde trabajó dictando talleres de literatura y posteriormente como periodista radiofónico. Desde 1991 hasta el 2002 vivió en Tenerife, donde colaboró con el suplemento dominical del Diario de Avisos. Allí fundó y dirigió el taller de narrativa Entrelíneas.
Ha publicado «Cuentario y otros relatos» (Okura ed., Lima, 1989) y «La noche de Morgana» (Alfaguara, 2005), así como las novelas, «Los años inútiles» (Alfaguara, Madrid, 2002), «El año que rompí contigo» (Alfaguara 2003), «Un millón de soles» (Alfaguara, 2007), «La paz de los vencidos» (Alfaguara, 2009 y Nocturna ediciones, 2014), esta última galardonada con el Premio Julio Ramón Ribeyro de novela corta, «Un asunto sentimental» (Alfaguara, 2012). Ha publicado también el libro «Consignas para escritores», (Casa de cartón, Madrid 2012) y El enigma del convento (Alfaguara, 2014) galardonada con el XXV premio de novela Torrente Ballester. Ha sido traducido al francés (Los años inútiles) y al inglés (cuentos).
Como profesor de escritura creativa y talleres de creación literaria, ha impartido seminarios y cursos en universidades de Madrid, Granada, A Coruña, Lima, Boston (Harvard), Brown, Miami, Ginebra, Viena y Green Bay (Wisconsin). Ha llevado talleres en centros culturales de Pekín, Albuquerque Shanghai y París, entre otros. Dirigió el curso de escritura creativa On Line del Boomeran (Grupo Prisa): www.elboomeran.com hasta el año 2009. Actualmente dirige el Centro de Formación de Novelistas (www.cfnovelistas.com). Colabora con diversos medios informativos y culturales como El País, Letras Libres, Eñe y la revista Mercurio.