Círculo de Lectores
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László Krasznahorkai, Premio Nobel de Literatura 2025

Krasznahorkai es un autor de libros exigentes. Tramas son lentas, estructuras poco convencionales. Hoy ganó el Premio Nobel de Literatura.

Escribe Alberto Chimal

Acá en México, muchas personas deseaban (esperaban, incluso) que el Premio Nobel de Literatura de este año fuera para Cristina Rivera Garza, a quien se mencionó como “nominada” en notas que circularon mucho por internet aunque la Academia Sueca, que otorga los Premios Nobel, no difunde listas de nominados ni nada parecido. A mí también me habría gustado que ella lo obtuviera, por supuesto, y que así sus libros llegaran a muchas más personas en todo el mundo, y que de paso nos pusiera a pensar en lo diferente que es la literatura mexicana hoy, 35 años después de que Octavio Paz ganara el Premio Nobel en 1990. Pero ya sucederá, con un poco de suerte.

Y mientras sucede, la obra de László Krasznahorkai (1954), novelista y guionista de cine húngaro, es extraordinaria por su propio derecho.

Krasznahorkai es un autor de libros exigentes. Sus tramas son lentas, sus estructuras poco convencionales. Sus oraciones son densas, complejas… y largas, larguísimas. Un capítulo entero puede ser un solo párrafo. Va a haber un buen número de personas que se queje cuando intente leer sus novelas, que además no son convencionalmente “amenas” o “entrañables”. Por el contrario, sus personajes son con frecuencia muy desagradables, no hay conclusiones ni resoluciones evidentes para las dificultades en las que están metidos, y hasta el ambiente que los rodea da una impresión de decadencia y de degradación en el sentido más físico de la palabra: la de un mundo que se está desintegrando, yéndose a la ruina.

Pero la cualidad más importante de la prosa de Krasznahorkai es una que a lo mejor nos hace falta. Es su manera de concentrarse en los diferentes elementos del mundo que describe (seres humanos, entornos, objetos) de una forma tan intensa y detallada que incluso la escena más calmosa y aburrida puede volverse delirante. Algo de eso podrá verse en este fragmento (que en realidad es muy breve) de su novela Tango satánico (1985):

Tango satanico Laszlo Krasznahorkai cubierta editorial Acantilado

Rodeó la esquina del edificio y se detuvo a orinar junto a una acacia pelada: al alzar la vista al cielo se sintió terriblemente pequeño y desamparado y, mientras la orina chorreaba de su cuerpo con una fuerza imparable y viril, volvió a adueñarse de él la tristeza. Recorrió poco a poco el cielo con la mirada y pensó que en algún sitio, por muy lejos que fuera, terminaba esa bóveda levantada sobre ellos, así como «todo aquí abajo tiene el final que le corresponde». Nacemos en un mundo cercado como una pocilga, continuó pensando con el cerebro zumbándole, e igual que los cerdos que se revuelcan en su propio fango no sabemos con qué fin nos apelotonamos en torno a las ubres nutricias, para qué luchamos encarnizadamente en el barro, por llegar al comedero o, al atardecer, al lugar donde dormir. Se abotonó el pantalón y dio unos pasos para que la lluvia le diera de lleno. «¡Lávame estos viejos huesos! —murmuró con tono de amargura—. ¡Lávalos porque este viejo meón ya no durará mucho tiempo!». Ahí se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás, deseoso de librarse del ansia obstinada y repetitiva de saber por fin, ya en sus últimos años, «para qué era necesario en el mundo ese tal Futaki». Porque lo más conveniente habría sido conformarse con caer en la fosa ahí mismo y con el mismo celo con que en su día había arribado como berreante bebé; volvió a pensar en la pocilga y en los cerdos, pues tenía la sensación —aunque con la boca reseca difícilmente habría podido formularla con palabras en ese momento— de que, así como ellos no intuyen que la providencia tranquilizadora, por repetitiva, que flotaba sobre su día a día se resumiría de repente («¡en una ineludible hora matutina!») en un mero fulgor en el cuchillo del matarife, nosotros tampoco sospechamos ni podemos saber nunca a qué se debe esa angustiante, por incomprensible, despedida. Y no hay socorro, no hay salida, dijo para sus adentros mientras sacudía tristemente la cabeza despeinada, pues quién era capaz de entender que «yo, dispuesto a vivir hasta el fin de los tiempos, de repente, por alguna causa, tenga que largarme de aquí, meterme con los gusanos en la ciénaga hedionda y oscura». Futaki, «enamorado de las máquinas», lo seguía estando allí, empapado como un pajarito, cubierto de barro y de vómito, y sabía por tanto que un orden y un sentido actuaban incluso en la bomba de agua más sencilla. De ahí que pensara: si en algún lugar («¡en aquellas máquinas desde luego!») actuaba tan evidente disciplina, entonces («¡tan seguro como que la noche sigue al día!») este mundo caótico también había de atenerse a un sentido coherente. Permaneció desamparado bajo la lluvia torrencial y luego, sin solución de continuidad, empezó a cubrirse a sí mismo de insultos. «¡Qué estúpido eres, qué tonto de remate, Futaki! Primero te revuelcas en el barro como un cerdo asqueroso y luego te quedas aquí fuera como un cordero extraviado… ¿Has perdido lo poco que te quedaba de razón? Y bebes como un cosaco como si no supieras que no deberías. ¡Para colmo, en ayunas!». Meneó la cabeza furioso, se miró de arriba abajo y, avergonzado, comenzó a limpiarse la ropa, aunque sin mucho éxito: su pantalón y su camisa eran todo barro, de manera que buscó rápidamente su bastón en la oscuridad y entró en la fonda procurando pasar desapercibido para pedir ayuda al fondista.

(Traducción de Adan Kovacsis, publicada por Acantilado, 2017)

“Examinar la realidad hasta llegar a la locura”, dice el mismo Krasznahorkai, y su obra es rara en la ficción contemporánea porque no nos está llevando a una conclusión, no espera que la “consumamos” tan rápido como sea posible, sino que intenta que “vivamos” en sus historias, que participemos de la experiencia de una vida ajena, o muchas, con tanta plenitud como es posible en un texto escrito. La experiencia puede no ser agradable, como ve en el fragmento anterior. En muchos casos, en realidad, será opresiva, grotesca. Pero siempre estará expresada con absoluta claridad, y siempre dará la impresión de un universo creíble, conectado de numerosas maneras con la vida de sus personajes, sus cuerpos, sus pensamientos y recuerdos. Aunque éstos pueden hundirse y desaparecer, el “existir” en las páginas les da la dignidad que con mucha frecuencia no le queremos dar a incontables personas reales.

Krasznahorkai
László Krasznahorkai en una foto del New Yorker

Esto es importante por otra razón: los argumentos de Krasznahorkai, que con frecuencia tienen que ver directamente con el declive y destrucción lentísimos de comunidades e individuos, también pueden resultarnos benéficos.

Es un tiempo de tribulaciones como el que estamos viviendo, parecemos condicionados a buscar satisfacciones inmediatas y a no mirar sino lo que parece más cercano, más obvio. Para aguantar una vida agobiante y sin sentido, nos satisfacemos con las peleas del día o los chistes que ofenden a quienes detestamos. Y esto, entre otras cosas, vuelve nuestras preocupaciones sobre el presente o el futuro más superficiales. Constantemente estamos esperando la anécdota adecuada, la conclusión inapelable que le pondrá fin a las malas noticias, y se nos olvida que nunca va a llegar. En cambio, las vidas de los personajes de Krasznahorkai siempre continúan: con incidentes sin importancia, con tropiezos absurdos, hasta con risas. Beben juntos y se pelean. El día siguiente es igual de lóbrego que el anterior, pero llega, aunque nadie sepa para qué.

Krasznahorkai se hizo mundialmente famoso en 2011, cuando se estrenó El caballo de Turín, la última de las películas que escribió para el cineasta Béla Tarr. Como en Tango satánico (o varios otros de los libros del escritor), el ambiente, que es el de la Hungría rural en la que nació el escritor, parece atemporal, de casi cualquier época. El mundo se está terminando, pero igual la gente trabaja, intenta comer, hace locuras, se queda perpleja o desolada ante lo que le sucede. Historias así valen la pena leer en este época donde hablamos tanto de apocalipsis. Como mínimo, nos acordaremos de que el universo entero se muere, quizá, pero lo hace muy, muy despacio. Y mientras tanto, nosotros seguimos vivos en él.

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Alberto Chimal
Alberto Chimal (Toluca, 1970) es un escritor mexicano. Se ha dedicado principalmente al cuento y la novela, así como a la enseñanza de la escritura creativa, de la que es un destacado profesor y divulgador. Además de novelas, cuentos y libros para niños y jóvenes, ha publicado ensayo, manuales de escritura y cómic, y ha trabajado como traductor y guionista de cine. Ha recibido reconocimientos nacionales e internacionales.

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