Escribe Gunter Silva
Tenía veinte años y la seguridad vacía de quien piensa que todo está al alcance de su mano. Me senté en la barra de un bar barato de la calle San Francisco, escribí estas reglas en la última página de una libreta llena de notas desordenadas, y pensé que había descubierto la fórmula secreta para no marchitarme en la adultez. Hoy las releo y veo que no eran reglas para la madurez, sino reglas para no perderme en el naufragio de crecer. Las transcribo tal como las escribí entonces:
Si no sabes a dónde vas, deja de seguir el mapa.
Despierta tarde, duerme a medianoche.
Corta las flores, no las raíces.
No dejes que un libro te posea, róbale el corazón.
Que te duela el cuerpo, no el alma.
Nunca confíes en quien no pueda sostener su vicio.
La primera regla fue un golpe directo al mentón. Imagino que me decía que la vida es una carretera con señales claras: estudia, trabaja, cásate, consigue un seguro de vida, compra un sofá cómodo. Pero nadie te dice que el mapa que sigues lo dibujó alguien que nunca llegó a donde quería. Así que un día decidí doblar la esquina sin preguntar y descubrí que no hay caminos, solo la certeza de que lo peor que puede pasarte es no perderte nunca. La madurez, pensé, es dejar de perseguir mapas ajenos. Y cuando dejé de seguir rutas de otros, descubrí que la verdadera libertad no está en el tiempo que tenemos, sino en cómo lo usamos.
Despertar tarde y dormir a medianoche es la herejía perfecta en un mundo que vende la productividad como si fuera opio. Madrugar es una religión de oficinistas, y la noche está hecha para las almas que se resisten a ser fichadas en una nómina. Pero descubrí que lo importante no es cuándo abres los ojos, sino cómo los cierras. Si al final del día tu cuerpo cae rendido por haber vivido y no solo sobrevivido, entonces, pensé, iría por buen camino.
Cortar las flores, no las raíces. Esta fue la regla que más me costó entender. Crecer duele porque la vida insiste en que el pasado es un álbum de fotos al que volvemos con nostalgia. Pero la verdad es que solo necesitamos arrancar las flores marchitas, no las raíces que nos sostienen. Dejé atrás amores que olían a azufre y cenizas, trabajos que eran jaulas abarrotadas y amistades que se convirtieron en silencios incómodos. Me deshice de cartas que ya no decían nada, de un escritorio que pesaba como un elefante y me complicaba las mudanzas, y de cafés que se volvieron encuentros donde nadie tenía nada nuevo que decir. No todo lo viejo es valioso, pero lo que sostiene tu esencia debe permanecer.

No dejes que un libro te posea, róbale el corazón. Leer es un pacto, pero nunca una rendición. Hay libros que te envuelven como un vendaval, te arrastran y te hacen olvidar quién eres. Pero un libro no debe devorarte; debes ser tú quien lo devore, lo despedace, lo cuestione, lo haga suyo. Los libros son compañeros, no amos. Quienes se someten a ellos terminan perdiéndose en los márgenes de la historia y olvidan que, más allá de la vida en los libros, lo que realmente importa es la sangre que derramamos al vivir.
Que te duela el cuerpo, no el alma. A los veinte años, el cuerpo es un caballo salvaje. Bebes, corres, saltas, amas con furia y te estrellas sin miedo. El dolor físico es prueba de que sigues aquí, de que la vida te atraviesa y te deja su marca. Pero hay dolores que pesan distinto, los que no se ven, los que se instalan en lo más hondo y no sanan con el tiempo. Son heridas que, si no las cuidas, se transforman en anclas que te atan al pasado, en sombras que condicionan cada paso que das. Si empiezas a cargar heridas que no cierran, terminas convertido en un museo de cicatrices emocionales, una galería de batallas perdidas. Y la vida, en su esencia más cruda, no se trata de acumular guerras, sino de aprender a soltar lo que no nos construye. La madurez no es volverse inmune al dolor, sino comprender que algunas heridas nos enseñan, mientras otras solo nos desgastan. Saber la diferencia es lo que impide que el peso del alma nos doblegue antes de tiempo.
Y la última: nunca confíes en quien no pueda sostener su vicio. Todos tenemos una debilidad: alcohol, tabaco, sexo, libros, café. Algunos apuestan más de la cuenta, otros persiguen sueños imposibles como si fueran certezas. Lo peligroso no es el vicio, sino quien lo oculta o lo deja caer de las manos. No se trata de glorificar el exceso, sino de desconfiar de quien esconde su lado oscuro como si no existiera. A lo largo de los años, confié en muchas personas que se decían impolutas y terminé mal: they threw me under the bus. En cambio, aquellos que bebían sin culpa, que reconocían sus excesos y no mentían sobre sus demonios, resultaron ser los más leales.
Así que aquí estoy, con más años encima y menos certezas en las barajas, pero con estas reglas que regresan desde mi juventud. La pregunta obligada desde la distancia es: ¿Me hicieron más maduro? No lo sé. Pero sí me salvaron de convertirme en alguien que no quería ser. Y quizás, al final, de eso se trata la madurez; no de encontrar todas las respuestas, sino de hacer las preguntas correctas.
Aunque hay días en los que el mundo se desmorona en las manos como arena húmeda y me descubro en la misma encrucijada de siempre, con la sensación de que tengo que volver a crear el mundo, desde el polvo hasta el protoplasma, con mis propias reglas, con mi propio caos. Tal vez la madurez no sea más que un ciclo de destrucción y reconstrucción constante, la certeza de que nunca terminamos de nacer del todo. Porque cada vez que creo entender la vida, ella cambia las preguntas, y entonces me veo obligado a desarmarme otra vez, a soltar lo que pensaba que era inquebrantable, a dejarme doler y luego, como un marinero sin constelaciones, navegar con puro instinto, encontrando siempre la forma de seguir. Es eso o resignarse, y la resignación huele a oficinas sin ventanas. Así que sigo. Sigo buscando nuevas preguntas, sigo arrancando las flores muertas sin tocar las raíces, sigo dejando que el cuerpo se canse antes que el alma.
Y si alguna vez llego a la certeza de que ya no necesito rehacer el mundo, entonces sabré que algo en mí se ha rendido, y la rendición es siempre una forma discreta de la muerte.