Escribe José Carlos Picón
La escritura suele ser un aprendizaje. A la vez, es mirarse a sí mismo. De aquí podemos partir hacia un tipo de escritura introspectiva u otra más bien de índole contemplativa, hay algunas exterioristas, cercanas a lo oral, conversacionales, en fin. Una no quita espacio a la otra, pueden convivir o hacer sus vidas solas.
En “El riesgo de crear instituciones”, Manuel Fernández atraviesa estos distintos tipos de escritura. No se trata de una tipología estricta, se trata de un ensayo, como el comentario que estamos haciendo a un libro de Manuel Fernández. Y es que la escritura, en este caso, es huella: cronológica, emocional, vital, pero huella. No estoy seguro de si Manuel se considere a sí mismo alguien que compone versos y responda a una estética determinada. Más bien creo que el escribe de acuerdo a como late y camina, a como habla, desde la médula y siente en el interior de sus tiempos.
“El riesgo de crear instituciones” parece un libro de versos sencillos, con un lirismo sospechoso, y digo sospechoso porque el poeta parece no temerle a ese discurso que afloja con la ternura y la cursilería, no obstante, procura mostrarse como una suerte de observador silente, tenaz testigo de su generación y su intimidad en el aprendizaje. Sus poemas son los de aquel adolescente tal vez errático y melancólico que siempre esperó su turno en la cola de los besos.
A eso debemos añadir la potente presencia de la memoria y el recuerdo a lo largo de todo el libro. El pasado juega a ser una entidad a la que siempre podemos recurrir para restaurar o conservar un guiño, una emoción, un episodio. Dice en “Colegio” por ejemplo:
De las clases de ese tiempo:
Nematelmintos
Platelmintos
Medusas
Esporozoarios
Protozoarios
Animales en silencio
Silenciosos.
En otros poemas como “Una jirafa duerme” parece enfatizar una condición cercana a lo infantil y adolescente, un matiz que lo acompañará durante mucho tiempo. El hogar, así como esa necesidad de ubicar espacios determinados ligados a los sentimientos y etapas de crecer, estarán desde ese momento presentes a lo largo del libro, ya sean estaciones o meses de año, paisajes del entramado urbano, o lugares más íntimos, la intención de fijar esas coordenadas son, en Manuel, una constante. Precisamente, la imagen de la jirafa aparece luego en otros poemas, ya con un desenlace distinto al primero que la utiliza. En “Crecimiento de la jirafa”, arranca diciendo: “Yo hubiese querido tener un hermano mayor”, para después señalar: “Un hermano mayor que creciese a mi lado”.
Aparecen también aquellos textos que versionan lúdicamente el estilo o el registro de poetas peruanos como Antonio Cisneros, José Watanabe, José María Eguren o César Vallejo. En el caso de Cisneros, la referencia a su poema “Un perro negro” para relatar o poetizar, digamos, la experiencia de un poeta, logra encarnar el humor que Fernández también incorpora en su poesía.

La vida como calendario
Los poemas con título de meses del año, funcionan como marcas o hitos de estancias. Estos son los más líricos, cercanos a una voz como la Juan Gonzalo Rose, que en “Letanía” utiliza de epígrafe, son una llamada a ese estupor que hay entre la realidad y lo percibido, quizás, en el sueño. Es como la enunciación de cierto clima, de la rareza en la que el poeta siente, suceden las cosas. “El verano va a morir en tus manos”, dice a propósito de “Marzo”.
También están esos textos, de alguna manera políticos como “Retrato obrero posmoderno” en el que explota la imagen de la mujer trabajadora y su agotamiento; asimismo, en otro similar, titulado “Socialismo y participación (tanto depende)”, representa la madrugada de los trabajadores de los mercados, restaurantes lechuceros, las desplumadoras de aves para el consumo humano. También en este grupo “Átono muscular (imitación de Vallejo)”, que apela a su condición de trabajador, de empleado remunerado como docente que gana “un sueldo de cinco soles”.
Uno de los poemas más notables del conjunto es “Cuando el colegio todavía no había empezado y yo iba con mi padre de la mano”, uno de los más largos sin llegar a ser poema río. Esa veta narrativa que atraviesa el estilo de juego de Fernández aquí logra su más sentido y contundente gol. “No me gusta el campo / pero me gustan los jardines que crecen detrás de los edificios”, inicia este poema que evoca al distrito de Breña, el escenario geográfico más importante del desarrollo vital de Manuel, el barrio de su infancia y adolescencia, de su formación. “El viento corre entre los ascensores / y los techos incompletos / de las casas de Breña / –mi ciudad— / y también la luna sobre los grifos sin gente”.
Cabe señalar que el texto delimita la apuesta estética de Fernández, urbana, el verso sencillo y conversacional por momentos, evocativos e imaginativos. Postales hiperrealistas y a la vez, sugerentes, como aquel cartel de Phillips “a un lado de la Vía Expresa / en el Centro de Lima / celeste y plomo / que dominaba el espacio total de buses y peatones”. El recuerdo es el puntal de ese juego picaresco y emotivo que lo domina y que llega al área, creativamente, para anotar en el corazón del lector: “la luz artificial del Nacional rebotando sobre el pasto fresco en una noche de verano / cuando juega Alianza Lima / y su ritmo vertiginoso de entidad planetaria se impulsa sobre sí misma y estalla en el vasto silencio de la galaxia”. Para culminar luego, la vivencia del recuerdo, de la mano de su progenitor, el despertar del interés y la fascinación por el sexo opuesto: “y me gustaban / también / las chicas que jugaban en el parque / algunas mañanas de marzo / cuando el colegio todavía no había empezado / y yo iba con mi padre de la mano”.
Compromisos de la adultez
“El riesgo de crear instituciones” es de alguna forma, el itinerario de la vida y del aprendizaje, un poco como los anteriores trabajos de Fernández. Parte de escenas de la niñez, adolescencia y la adultez. Aprendizaje vital, emocional, político, social. En ese espectro, aparejados se encuentran la cultura política de izquierda que el poeta refiere con humor en “Socialismo y participación”, “Egureniana”, “El otro poema” y el que da título al libro. De igual manera, escribe sobre aprender a ser “adultos en el Perú” (en “Anoche voló la terma”), la esperanza y el anhelo de “llevar una camisa blanca / y desear una vida tranquila”; también sobre ser padre: “después / nos subimos a un taxi / porque ibas a parir / al primer hijo”, esto en “Toda la noche pasaron aviones”, lo que nos recuerda que el contexto político en que suceden estas escenas, por más íntimas, atraviesa todo el imaginario de Manuel.
Entre los poemas que transitan en el libro, están los que podemos llamar de compromiso, como “Otras preocupaciones” que revelan conflictos y nudos emocionales en torno de responsabilidades. El poeta ya no puede quedarse en cama, debe salir temprano a trabajar. O como en “Un perro que ladra –no tan lejos”, en el que los recibos de la luz y el agua se vencen, no obstante, un perro callejero, “chamuscado y de ojos saltones”, nos llena de esperanza.
“En nombre de qué pureza”, por otro lado, es la puesta en escena de los ideales juveniles de izquierda y su posterior interpelación, aquellos colisionan frente a un mundo que demanda ciertas actitudes para tener una vida respetable y “ser alguien” en lo laboral y lo académico. Estos jóvenes combativos se visten ahora de camisa blanca y son los protagonistas de conferencias promocionadas, integran paneles y retornan pragmáticos desideologizados.
Así también en “El otro poema”, Manuel parece recuperar retazos de lo que fuera un poema sobre la CVR iniciado allá por el 2001, e intercala sus balances y recuerdos en torno al contexto que se vivía en ese entonces, con algunos de estos retazos, versos, fragmentos. De alguna manera, es una reflexión sobre la escritura aprovechando aquel hallazgo del pasado, así como un recuento de hechos y personas significativas de la época. Una autocrítica o mejor, un inventario de elementos que Fernández no tenía a la mano para realizar aquel poema deseado. Aquí como en otros textos, refiere datos de su vida académica como estudiante, apremiado por las altas pensiones y los estudios de “una carrera mal escogida”.
En “Egureniana”, Manuel toma del poeta barranquino el arte menor, la luz y cierta mística, para una relectura que fluye sobre las marchas estudiantiles y la represión policial, con la musicalidad que el frágil poeta habría inyectado a uno de sus motivos en verso.

La emoción como coda
Finalmente, la pieza que da título al libro, “El riesgo de crear instituciones” es una reflexión en clave de poesía conversacional, sobre la movilidad social a la que se obligó experimentar en una universidad privada como la Católica, en tanto aparecen las modas y presencias de los “jóvenes pudientes”, por ello, el texto ejerce una crítica directa a una moral ambigua en el seno de tan representativa entidad. La crítica continúa directa, frente a “una universidad que proyecta una estructura social y académica / atávicamente excluyentes”. Manuel no retrocede ante el uso de las palabras manifiestas aparentes o anodinas del discurso poético. A la manera de Ramírez Ruiz, incluye detalles, palabras anti-líricas o jergas de contextos académicos o políticos.
El remate es una culminación de la aventura, una evaluación de lo andado. Ya en su madurez, el poeta, a sus 45 años, mientras viaja por la Panamericana, decide que “escribir poesía nunca ha servido para nada”.
Aprendiz de gallo, esquinero silencioso, lingüista hacendoso, poeta creativo, emotivo y visceral, hincha de Alianza Lima, Manuel nos deja aquí su calle, su labia, su ternura, sus anhelos y su militancia. Un amor a la palabra y a la humanidad como pocos, y, sobre todo, el sabor indescriptible de la fusión de humor y compromiso con su tiempo y la vida.