Escribe Eric V. Álvarez
Una novela como Los mutilados (1929) podría muy bien haberle dado una justa fama a Hermann Ungar (Boskovice, Moravia, 1893-Praga, 1929) y haberlo elevado al parnaso de los mejores escritores de su época. Sin embargo, en la Praga de su tiempo nadie viró los ojos hacia la valiosa obra en la que Ungar trabajaba. Nadie, salvo Thomas Mann, quien dijo del libro que era una “novela de agria fuerza”, pero ese comentario, como tantos otros que los escritores de fama universal lanzan, pasó desapercibido. Otra circunstancia que lo alejó de ese justo reconocimiento del que goza hoy como uno de los novelistas checos más importantes en lengua alemana, junto a Kafka, fue su prematura muerte, en 1929, cuando apenas contaba con 36 años.
Ungar se crió bajo el amparo de una bien acomodada familia judía que soportó los embates de la Primera Guerra Mundial y que sintieron, como muchas otras, la premonición inquietante del inicio de una segunda conflagración bélica mundial. El futuro autor de Los mutilados estudió orientalismo, filosofía y derecho, pero tuvo que abandonar sus inquietudes intelectuales para participar como combatiente en la guerra de 1914, en donde resultó herido y en donde, además, conoció la decadencia humana en sus más hondas expresiones. Una vez de regreso a la vida civil, Ungar trabó amistad con Joseph Roth y Alfred Döblin, novelistas de talento con los que compartió algunos excesos. Fue durante este tiempo que escribió Los mutilados (que fue publicada por Ernst Rowohlt y que, según se sabe, Kurt Wolff, editor de las obras kafkianas, rechazó porque pensó que su obscenidad era demasiado descarnada) que narra la historia de Franz Polzer, un ciudadano correcto, de modales fijos y rutinas establecidas, con una propensión evidente al servilismo. Se trata de un hombre gris, solitario, que vive atormentado en la pensión de Klara Porges, una viuda manipuladora y ambiciosa que subyuga a Polzer. Karl Fanta, amigo de la infancia de Polzer, y a quien este tiene una especial estima, es un hombre inmóvil, un parásito de sí mismo que se solaza en la degradación del otro (sobre todo de su mujer, Dora) y que sucumbe ante su propia paranoia cuando descubre, hacia el final de la novela que, en efecto, todo lo que andaba alucinando, era cierto. Su mujer, Dora, tiene todos los visos de una figura mariana: abnegada y dedicada a la curación de las llagas purulentas de su esposo, sumisa ante los delirantes requerimientos de Karl, la pobre Dora transige cada vez que este abre la boca para pedir algo, como el aberrante acto de desnudarse para que pueda tocar sus pechos con esas manos heridas por la putrefacción y que, no sé por qué, me recordó a Onetti. Leemos en la página 53:
«¿Sabes por qué se avergonzaba, por qué lloraba, Polzer? ¿Porque soy tan desgraciado? ¡No, no, no lo creas! ¡Porque tiene que dejarse tocar por mí, que ya no soy un hombre, por eso se avergüenza, por tener que consentir que sus pechos sean tocados como unos objetos por un objeto! Yo soy un objeto, Polzer, un objeto. […] Otro día que vengas, Polzer, la llamaré. Te dejaré mirar, Polzer. Y verás cómo me quiere«.

Estamos ante unos personajes totalmente pervertidos por sus propios impulsos tanáticos y epicúreos, por una galería de hombres y mujeres que se caracterizan por un resquebrajamiento de su estabilidad emocional, por los traumas que los acosan como una garrapata prendida en el corazón. Franz, por ejemplo, no puede sacar de sus recuerdos el incesto entre su padre y su hermana. Es algo que se establece al principio de la novela, pero que no deja de permearla durante todas las páginas, a pesar de que no vuelva a hacerse referencia a ese recuerdo sino de manera velada. Polzer detesta el sexo, el solo hecho de saber que Klara Porges, que esa humanidad sebosa y fofa está cerca de él, le produce repugnancia. Sin embargo, termina por caer dominado por la personalidad manipuladora de Porges. Otro de los personajes que aparece a mitad de la novela – y cuya justificación existencial nos parece pertinente para los fines narrativos, esto es, la explicación del por qué ha mudado de profesión – es Heer Sonntag, un excarnicero que ahora, para cuidar a Karl Fanta, funge de enfermero y cuidador del desvalido, después de que a Fanta se le ha amputado el brazo izquierdo y por lo cual ha quedado como un cubo de carne, apenas colgando de ese cuerpo mutilado el brazo derecho, como un colgajo muerto, y de que, en lugar de regresar a casa, se refugie en la pensión en la que vive su amigo Franz Polzer. Ese cambio en la narración trastoca por completo el panorama al que hasta ahora habíamos asistido, porque no solo implica un desplazamiento espacial de los personajes al lugar en donde Klara gobierna, sino que implica el último acto de la novela: la degradación total de cada uno de los personajes que habitan en ella. Pero hay un personaje que brilla dentro de toda esa oscuridad que emana de los otros: Franz Fanta, hijo de Karl y de Dora y que, a mi juicio, representa una alegoría de la esperanza que, sin embargo, se ve apagada por el mundo siniestro que recorre toda la novela.
Nos hallamos ante una novela alegórica, una novela en la que todos los personajes han sufrido una mutilación. El trabajo psicológico de Ungar en este sentido es magistral, porque los personajes han llegado al límite de sus propias fuerzas psíquicas y a partir de ese instante todo es una caída brutal hacia un abismo que abre sus fauces y que los espera, ansioso, para engullirlos y masticarlos y llevarnos a ese final potentísimo y letal al que asistimos en el capítulo 16. No es mi intención narrar el final de la novela, pero quisiera aquí colocar una cita de ese capítulo y que es el inicio de esa explosión alucinatoria que desencadena la personalidad soterrada de Polzer:
«Él quería apartar la manta y mirarla. Ver el vientre hincado, los pelillos entre los pechos que colgaban hacia los lados cuando ella estaba echada, la cara gruesa, las manos que habían tocado a todos los hombres, por todas partes. Ella era horrible y estaba profanada. Tenía el cuerpo amarillo. Ahora bien: así debía ser. Así había yacido ella debajo de ellos, de todos ellos, y todos la habían usado, pero cada cual tenía a su manera, su propia manera, y ella debía hablarle de cada uno, así y así«.
La tensión de la novela no decae un solo instante. Ungar nos dejó una obra que nos adentra en los abismos del género humano y en donde nos reconocemos, no como una raza superior, sino como una especie mutilada, una horda de salvajes civilizados que esconden tras sus ropajes y sus maneras toda la sed de venganza, sangre, crueldad y decadencia de que es posible el hombre. Uno sale de la novela en un estado total de shock, porque los golpes que hemos recibido no solo nos atraen hacia ella, sino que, como los personajes de Ungar, nos permiten un solaz malsano y atractivo.
Los mutilados, Hermann Ungar
Editorial Siruela, 2012. 160 páginas