Escribe José Carlos Picón
Imaginemos un poema de las emociones comunes. Desde luego aquello que el instinto roza o hace suyo, podría ser germen o insumo de uno. La despersonalización, la angustia, el éxtasis, la conmoción, la decepción, cuántas dimensiones, inconductas, o pulsiones, sería inútil enumerarlas. “Poema de las emociones comunes” es precisamente, el título del libro que María Belén Milla Altabás acaba de publicar con Lustra.
Por otro lado, la nínfula, aquella soberana entidad del devenir, transita naturalmente por estos versos. La enunciación inmediatamente después del descubrimiento, la inocencia que juega al enganche con lo oscuro y lo perverso. Algo de eso hay, también, en esta placa. Un humor complejo, engranaje, medido, pero algo impulsivo. La aceptación de cierta candidez, pero en punto de burla. Una burla que va disecándose para convertirse en algo más dramático.
“Ocupada en mejorar cierta técnica / ocupada en llamarme tu yegua (…) en la felicidad frágil / en el magnífico sapiens / en la vida quieta (…) acudo así / al lugar donde las canciones / se cubren con tus vellos / y con tu prepucio” (“Seremos hermosos”, p. 15). La entrega amorosa, la asunción de determinada pertenencia al ser amado, recurre en aliento de ritos provenzales y caudales renacentistas. Un tanto. “Te hablo del lugar en el que voy a perder la carrera (…) en este verso hay un Rubens de fondo”.
No obstante, la forma, el compuesto invisible, interiormente operante, trasciende tiempo y cualquier diferencia. Es como una médula de buen cuerpo, vibrante, dañino. Y es el elemento primordial en el golpe previo del habla poética. Herramienta y materia. Emociones comunes, viscerales, vergonzosas, nauseabundas. Es por ello, que la voz se inocula y anima otros entes, personas, roles. “Todo lo que obtengo de ti es esta / mañana de huelga / que ha bloqueado la carretera (…) solo yo / puedo oírte sabes ejercemos / la ternura con ferocidad (…) identifícate con el desarrollo / piensa en el futuro común intenta / recuperar tu rostro / entre las flores / tu ano / hierático / es la soledad que toco / con la parte más blanda de mi cuerpo /el corazón frente al mal / no significa nada” (“Le abro delicadamente las piernas a mi esposa”, p. 49-50).
El sexo es belleza, el amor es una latencia. Lo explícito y la humedad, la procacidad sensual, merodean con voluntad, convenciendo al demiurgo. Hay nivelación ecualizada entre esas alegorías e ideas. “(…) una espalda apoyándose en una / litera es capaz de renovar nuestro siglo / este es su falo: todo será intemperie” (“Estatua de mi amante con falo erguido”, p. 75-76). No hay prohibición que detenga la emanación imaginativa, tejedora, violenta en sus sutilezas que utiliza María Belén. La inteligencia del lenguaje brilla. Reluce asentado entre las ramas y vectores que nacen del poema. Una estructura a veces armónica, a veces, hay que decirlo, zozobra al luchar por su cometido, pero el impulso creativo que es fuego y el fuego destruye y deforma.
Junto a esto, las composiciones muestran un espíritu parecido a la oda, al culto, a la admiración del objeto amado. Y a la vez una preocupación abigarrada de ternura e impotencia por los grandes cambios, por la injusticia, los movimientos sociales en un amplio sentido. Estas dimensiones también alteran y son alteradas por las emociones comunes. Por el móvil categórico de aquello que emulsiona la vida en el planeta del humano que va formando el lenguaje. Un canto, o varios, a lo amado, al hombre conyugal, a la mujer amante, a la explosión del ser humano, con sus derroches, errores, fatalidades, momentos fugaces y aparentemente felices.