“En el infierno, todo los días deben de ser lunes” pensó Pedro Gutiérrez al despertar. Miró el reloj: las siete. Como todos los lunes, se había levantado media hora más tarde. Mientras se lavaba, recordó el monótono ritmo de las ruedas del tren sobre la vía. “Los domingos en Chosica son agotadores”. Como todos los lunes, salió sin tomar desayuno. Antes, del almanaque de 365 pequeñas hojas que colgaba tras la puerta de su casa, arrancó la hoja de números rojos que correspondía al día anterior. Estaba tan apurado que ni siquiera miró la fecha: lunes 14 de noviembre. Ya en la calle pudo ver el centro de la ciudad, que a esa hora parecía desentumecerse. “Lima, la ciudad de los tísicos” pensó. Llegó a su oficina y empezó a trabajar.
Pedro Gutiérrez era auxiliar de contabilidad en una pequeña fabrica de jabones y artículos de tocador. Como tal, debía mantener su trabajo al día. Ese lunes, como todos los lunes, las agujas del reloj no caminaron, sino que se arrastraron sobre la circunferencia. Recién a las cinco y media, una hora después de la salida, Pedro Gutiérrez terminó con todo y pudo irse a casa.
El despertador sonó a las seis y media. Como todos los martes a Pedro Gutiérrez le pareció que la noche había sido corta, pero se levantó para tener tiempo de afeitarse. Se vistió, desayunó y antes de salir arrancó la hoja del almanaque: martes 14 de noviembre. “Hoy es día de pago”. La mañana pasó rápida. Por la tarde, algunos de sus compañeros asomaron la cabeza por la puerta de su oficina, y con una sonrisa cortesana le hicieron la pregunta de todos los días de pago.
—Pedrito, ¿ya están los sobres?
Y él, como todos los días de pago, contestaba.
—Sí, ya están. Espérense hasta las cuatro y media.
A esa hora desfilaron todos. Media hora después los empleados estaban pagados y las oficinas vacías. “Nadie se queda ni un minuto más los días de pago”. Pedro fue el último en salir.
El despertador sonó a las seis y media. Como todos los miércoles Pedro se sintió ya en media semana: lejos del lunes, cerca del viernes. Se encontraba contento, y por eso lo primero que quiso hacer fue arrancar una hoja más del almanaque: miércoles 14 de noviembre. Al mirar la fecha se sintió extrañado. “No puede ser, si ayer fue 14”. Se quedó pensando un momento; luego buscó otro almanaque, pero no lo encontró. Ese era el único que tenía. Miró el reloj: siete y cinco, estaba retrasado. Se vistió rápidamente, salió y buscó un puesto de periódicos. Compró uno y ubicó la fecha: miércoles 14 de noviembre. Creyendo que se había equivocado, se puso el periódico bajo el brazo y se fue a la oficina. Al llegar, miró en el almanaque: miércoles 14 de noviembre. Era uno igual al que tenía en casa. Antes de sentarse lanzó una pregunta para ser oída por todos:
—¿Qué día es hoy?
—¡¡¡14 de noviembre!!!—respondió un coro.
—¿Y ayer?
—Día de pago.—replicó el coro.
No le quedó otro remedio que sentarse y trabajar. A las cuatro y media, hora de salida, Pedro Gutiérrez ya había olvidado todo.
El despertador sonó a las seis y media. Como todos los jueves Pedro Gutiérrez se levantó aprisa para acabar con el día lo más pronto posible. “El jueves es casi el último día de la semana, el viernes ya nadie pone empeño”. Antes de salir tuvo nuevamente el almanaque frente a él. Se acordó de lo del día anterior y con una sonrisa arrancó la hoja para tener a la vista la del nuevo día: jueves 14 de noviembre. La sonrisa se le desdibujó en la cara. Sintió ganas de arrancar una hoja más, pero algo que no supo cómo llamar detuvo su mano en el trayecto. Abrió la puerta y salió corriendo. En la calle, cogió un taxi para llegar cuanto antes a la oficina. Sentía en su cerebro esa pesadez que se siente cuando se piensa en cosas inexplicables. Al llegar se acercó al almanaque: jueves 14 de noviembre. Lo contempló y volvió la mirada buscando ayuda. Nadie había llegado aún a la oficina. Salió corriendo nuevamente y se halló en el patio donde los obreros esperaban el toque del timbre que marcaba el inicio de la jornada. Se acercó a un grupo de ellos que se encontraba conversando.
—Buenos días. Por favor, ¿Me dicen qué día es hoy?
—Jueves, señor. —le respondieron.
—Sí, pero ¿y la fecha?
—14 de noviembre, señor.
—Entonces ayer fue…
—Fue miércoles.—lo interrumpió el más viejo.
—Sí, pero ¿miércoles qué?
—Eso no importa, señor. Mañana sí.
—Bueno, mañana es viernes 15, ¿no?
—Mañana es viernes día de pago para nosotros. —replicó el más viejo.
—Sí, está bien, pero viernes 15 ¿o no?
—Eso no importa, señor.
—Si, pero… —Se escuchó el timbre que los obreros esperaban.
—Bien, muchachos. —dijo el viejo al resto del grupo.—Ya saben, mañana en el “Guajira” como todos los viernes.
Pedro Gutiérrez se quedó solo en el patio. Desconcertado, regresó a su oficina y se sentó en el escritorio mirando el almanaque. Manuel Guevara fue el primero en aparecer. Pedro se le abalanzó.
—Manuel, dime, ¿qué día es hoy? Ya sé que es jueves, pero jueves qué.
—14.
—Ya, está bien, pero ayer ¿qué día fue?
—Fue un día terrible. El ingeniero Espinosa me hizo trabajar como un burro en los archivos y…
—Ya, ya, pero ¿qué día fue?
—Mira, Pedro, no te hagas problemas: hoy es jueves 14. El martes nos pagaron. Eso quiere decir que este miércoles al otro volvemos a cobrar la quincena. Pero si necesitas dinero, yo te puedo prestar…
—No, Manuel, no es eso.
—¡Ah!, entonces no te olvides que como todos los sábados te esperamos en el Casino para jugar sapo. Y ya sabes, si necesitas dinero, yo te puedo prestar.
Pedro se precipitó a la calle. Durante horas estuvo deambulando, después de comprobar en todos los periódicos de ese día la misma fecha: jueves 14 de noviembre. No regresó a la oficina en el resto del día. Llegada la noche, aunque hubiera preferido no hacerlo, volvió a su casa. No pudo dormir. Desde la puerta abierta de su dormitorio se veía el almanaque iluminado por un triángulo de luz que se filtraba por la ventana de la calle.
El despertador sonó a las seis y media. Pero este viernes no era como los viernes en los que Pedro despertaba alegre, sintiendo que asesinaba una semana más. No había dormido, o tal vez lo había hecho soñando con un almanaque iluminado por un triángulo de luz que se filtraba por una ventana de la calle. Ahora, desde su cama, lo tenía frente a él. Y deseando que todo fuese una pesadilla, o con la esperanza de que todo fuese un error, se levantó y arrancó una hoja más: viernes 14 de noviembre. La miró, y con la furia de la impotencia arrancó una y otra hoja más: sábado 14 de noviembre, domingo 14 de noviembre… Tal vez ya había perdido la noción de las cosas cuando arrancó el almanaque de la puerta y lo arrojó al suelo dejando que los 14 de noviembre flotasen en el aire y se expandieran por la habitación. Hubiese querido hacer algo más, no sabía qué, pero debía ir a trabajar.
Al llegar a la oficina, tarde por primera vez desde algún lejano 14 de noviembre que no recordaba, encontró un memorándum del ingeniero Espinosa. Recién al leerlo se dio cuenta que el día anterior había faltado. No sólo eso, había marcado la tarjeta y se había ido. Tendría que ver al ingeniero para darle las explicaciones del caso. En el pasadizo se cruzó con Manuel Guevara. No escuchó cuando le dijo: ¡Qué buena vida, hermano! En su oficina, el ingeniero Espinosa ya lo esperaba.
—Pase, Gutiérrez, siéntese.
—Buenos días, ingeniero.
Hubo unos segundos de silencio en los cuales la mirada de Pedro Gutiérrez buscó en la pared el almanaque del ingeniero. Lo encontró apenas oculto tras el cabezal de la silla giratoria. Era uno igual al que tenía en su casa y en su oficina. Miró la fecha: viernes 14 de noviembre.
—¿Y, Gutiérrez? ¿Qué pasó ayer? ¿Tuvo algún problema?
Pedro no sabía qué responder. Sólo atinó a preguntar:
—Perdón, ingeniero, ¿qué día es hoy?
—Viernes 14 de noviembre pues, hombre. —contestó girando la silla para que Pedro pudiese ver el almanaque.
—Sí, ya veo, pero ¿ayer?
—Precisamente de ayer es que quiero hablarle. Dígame, ¿qué le pasó?
—Perdón, ingeniero, pero mañana, ¿qué día es?
—¡Hombre! ¿No tiene usted un almanaque? Mañana es sábado… ¡uy!, sábado. Me ha hecho acordar, Gutiérrez. He alquilado una casa en San Bartolo para el verano y mañana tengo que dar el adelanto, pero como no cobramos hasta el próximo jueves, no sé qué voy a hacer. Quién como ustedes que cobran cada quincena.—
El ingeniero cogió el teléfono, marcó un número y pidió que lo comunicaran con el señor Ramírez. Tapó la bocina con la mano y alejó el auricular de su rostro.
—Vaya no más, Gutiérrez, pero que no se vuelva a repetir. Eso sí, le van a descontar el día… ¿Aló?
De nuevo en el pasadizo, Pedro Gutiérrez buscó asirse de alguna idea que lo rescatara de la desesperación en que se hundía. Antes de que la oscuridad que ya sentía lo envolviera la encontró. Sólo quedaba una persona capaz de aclararle todo. Sus pasos desbordados lo llevaron a ella. “J. Leman. Director Gerente”, leyó en la placa. No escuchó la voz de la secretaria cuando le dijo que el señor Leman estaba ocupado. Entró sin avisar. El director levantó la cabeza defendiéndose con una escrutadora mirada por la impertinencia.
—Pasa algo, Gutiérrez.—le dijo
—No, señor. Sí, señor…
—¿Qué pasa, Gutiérrez?
—Señor Leman… yo quería preguntarle… ¿qué día es hoy?
La mirada que puso el señor Leman estaba cargada de asombro y desconfianza. Pedro Gutiérrez comprendió entonces que con esa pregunta había profanado un secreto.
—Ah, era eso.—dijo Leman, cuya mirada era ahora de desprecio. Se puso de pie y sin quitarle la vista arrojó sobre el escritorio un almanaque que le resultó familiar.
Para usted, como para los otros, siempre será 14 de noviembre. Queda usted despedido.