La vida es eterna, no tiene muerte.
Daniela Tarazona
Los hechos ocurrieron así:
Eleonora desenfundó la escopeta y dirigió el cañón hacia la falda de ponderosas que cubría la parte baja del cerro, hacia ese cuerpo fabuloso y palpitante que balaba agresivamente cerca de donde el segundo grupo de aves tuertas parecía reposar.
Le recordé en el acto que debíamos aguardar a que papá regresara de la tienda de abarrotes pero ni siquiera me miró: yo me veía tan pequeño por aquella época, ella tan espigada. Eleonora sin duda era la adolescente más temeraria que conocía. Una muchacha inquieta y peleadora que amaba ver la nube de perdigones abrirse como una horda de abejas y acertar a más de un blanco a la vez.
Hasta que yo vuelva, ¿entendido? No salgan de la casa hasta que yo vuelva.
La noche anterior a la última demanda de papá alguien mutiló otra de nuestras terneras y él ni siquiera pudo comer. Constantemente me cuidaba de no hacerlo enfadar porque sabía que transportaba una bolsa de problemas por donde iba: el achacoso minicargador cuando organizaba las pacas de paja, los animales del establo las tardes que enfermaban y sufrían cólicos y esas goteras infatigables en el techo del segundo piso.
Eleonora solía mencionar que papá había cambiado después del accidente de mi madre. Cuando hablaba de esas cosas, por supuesto, yo la miraba con pereza porque no sabía qué opinar ni qué decir; no me quedaba claro si solo me engañaba para reacomodar la rutina en la que vivíamos y así convertir a papá en un hombre más blando y tierno que el que yo conocía, o si en verdad mi madre había sido una persona luminosa alguna vez, y que en esa supuesta existencia original —cuando la mujer que me llevó en su barriga por nueve meses fue primordialmente materia radiante— todo lo negro parecía ser rosa, lo muerto, un valle florido, y las quejas que escapaban de los huesos extenuados de papá semejaban mansas canciones.
Nunca gocé de su presencia ni de sus abrazos. Nunca la miré conscientemente a los ojos ni la llamé mamá. Solo conocía lo que Eleonora me contaba acerca de su estadía entre nosotros. Sabía que vestía overoles y delantales, y botas de goma cuando llovía; y que la casa muchas veces se convirtió en una chalupa flotante cuando ella todavía se ocupaba de parte de los quehaceres de la granja.
Mi madre murió electrocutada por un rayo cuando yo estaba en la cuna. Con ella murió también nuestro perro ovejero. Eleonora presenció sus muertes a través de la ventana. Según lo que me narró, alcanzó a ver chispas y humo dimanar de sus cuerpos, como si parte de ellos se hubiera elevado a causa de una petición maravillosa. Yo empecé a llorar casi de inmediato, quizá porque intuía lo que había pasado o muy probablemente por culpa del desorden y el estruendo de la tormenta. Ni yo mismo conozco la verdad. Solo sé que la historia de Eleonora refería que mi madre humeaba junto al cuerpo carbonizado del perro; y que ella, sollozando, me cargaba mientras la electricidad continuaba encendiendo las entrañas de las nubes.
La misma historia dice que mi madre murió a los treinta y seis años.
Yo tenía solo cinco meses cuando aquel rayó escapó del cielo.
Las botas que mi madre no se puso aquella vez aún se hallaban en el armario de la cocina la tarde que Eleonora desobedeció las órdenes de papá. Eran unas botas de lluvia manchadas de barro, anticuadas y plomizas, no lustrosas como las de los catálogos de las tiendas por departamento. Nadie las había retirado del armario de la cocina. Nadie quiso deshacerse de ellas porque siempre queda algo proscrito por las familias de los muertos, algo que es apartado del recorrido de lo vivencial, una cosa que el mundo desmemoriza, un objeto subestimado que no causará revuelos, algo que los esposos y los hijos excluyen de sus rutinas diarias porque tienen preocupaciones mayores, sueños tornasolados, pecados que realizar e idealizar. Siempre hay algo que termina olvidado en el armario de la cocina o debajo de una montaña de ropa:
Siempre hay botas deslucidas en las casas quebradas por el tiempo.
Las había visto muchas veces arruinándose silenciosamente en el armario junto a un par de escobas y un mandil de mezclilla. No conocía la historia de su llegada porque Eleonora tampoco estaba al tanto de su procedencia, pero gracias a los recuerdos de mi hermana mayor fui consciente de que papá había sido un mejor padre antes del éxodo eléctrico y humeante de su esposa, un granjero al que las labores le salían de regular para bien, un hombre optimista y sin goteras sobre los hombros. Eso siempre decía Eleonora cuando merendábamos, mientras yo masticaba hojas de col y cortes redondos de zanahoria y ella encendía, solo porque le parecía bonita, una lámpara de keroseno que habíamos heredado de una de nuestras abuelas.
Siempre, reitero, trataba de no molestar demasiado a papá, de no ensuciar el lavadero con pasta de dientes ni mojar el piso del baño. Quería darle un descanso y creer que había sido un hombre feliz antes de la muerte de nuestra madre, de esa mujer de la que Eleonora hablaba con tanta embriaguez y sonoridad, dibujando letras con su nombre de pila:
Christiana
Mi madre tenía el nombre de una creyente y había partido antes que todos los demás, como si por el simple hecho de haber sido bautizada de ese modo hubiera obtenido ya un mérito de origen y también un lugar en el otro lado. Dicen que intentó salvar la vida de nuestro perro, un pastor alemán que ladraba a su propia sombra y se alocaba sin remedio cuando el cielo se estremecía.
El nombre del perro nunca me lo contaron. Siempre lo llamaban «el perro», y yo oía una y otra vez a Eleonora decir «por culpa del perro murió mamá».
Un día, cuando regresaba del colegio, alcé los ojos y noté que las aves tuertas tomaron primero la arboleda que rodeaba el establo y después los techos de la casa. Simplemente se estacionaron ahí, insensibles al tiempo y al hambre. Eran todas tuertas, oscuras y tuertas, y parecían entrelazar sigilosamente las familias de los cuervos y los halcones.
El veterinario que atendía a nuestros caballos y terneros nunca lo entendió. Dijo haber investigado sin éxito en manuales de ornitología, archivos de internet y enciclopedias sobre las aves del noroeste. Oswald aseguraba con el ceño fruncido que no eran criaturas de la zona, pues nunca antes, al menos desde que se guardaba un registro científico de esa parte del mundo, se había presentado una bandada de pájaros con esos hábitos ni rasgos anatómicos.
Algunas de las aves, además, parecían hablar. Sin embargo, no era el tipo de lenguaje que pudiésemos descubrir con nuestra comprensión de todos los días; ciertamente se oían voces, murmullos desvanecidos que jamás alcanzaban la simpleza de los graznidos rutinarios; y después, dos o tres días después de la llegada de los pájaros a la granja, papá pisó un clavo oxidado que lo hizo padecer y caminar con mucho dolor, un clavo que atravesó de lado a lado la carne de su pie derecho.
Lo cierto es que la primera ternera apareció mutilada poco tiempo después de ese accidente, el día que recordábamos el cumpleaños de mi madre. Eleonora siempre lo celebraba con una tarta de canela y manzana, pero ese día no la comimos. No podíamos probar bocado. La imagen de la ternera cercenada y con la boca abierta e invadida de moscas lo impidió.
A partir de entonces papá empezó a prohibirnos ciertos hábitos. Ya no nos estaba permitido caminar solos ni cortar camino por la arboleda para ir a la venta de garaje de los Ambrose. El veterinario, indudablemente, no sabía qué hacer con las aves tuertas, pero con la ayuda de papá colocó varios búhos de plástico como repelentes visuales. A pesar de su mirada omnipresente, las imitaciones nunca lograron espantar a ningún pájaro (tal vez sí sirvieron para intimidar zarigüeyas), y abandonamos su uso en poco tiempo sin comprender lo que realmente pasaba.
Después de aquel revés, Oswald no volvió a visitar la granja y solamente nos advirtió a través de la línea telefónica que no nos acercásemos demasiado a los techos ni a la arboleda. Los animales extranjeros —mencionó antes de cortar la llamada— siempre conducen algún virus en la saliva o las plumas. Fue distinto el proceder del alguacil Barrett, quien con permiso de papá decidió disparar utilizando un AR-15 de su colección privada. Mi padre y Eleonora lo asistieron con nuestras escopetas, a mansalva y sin cobardías, dando la vuelta al perímetro en su intento de liberación, quebrando varios cristales y agujereando el tanque de agua de la casa.
Las aves caían unas sobre otras, susurrando al mismo tiempo, pero nunca se movían del techo ni terminaban hundidas en la hierba. Parecían estar adheridas a los materiales de construcción. Semidesplumadas y ensangrentadas, las agonizantes persistían al lado de las vivientes. Se decían cosas. Padecían en comunión a pesar de los impactos de las balas y de los perdigones. Pasados los días, el mal olor pronto nos obligó a usar pañuelos a toda hora y sahumar los interiores constantemente.
Al igual que el veterinario Oswald antes que él, el alguacil Barrett se cansó o se asustó. Le dijo a papá que sería mejor mudarse, derribar toda la propiedad y poner en valor la tierra antes de que la gente de la localidad empezara a convertirnos en una leyenda de duendes o espíritus del monte. Papá no le hizo caso. Nadie lo sacaría de su granja, espetó. Su esposa estaba sepultada ahí, y a él, de acuerdo con lo pactado un día de Acción de Gracias, lo iban a enterrar sus hijos en el mismo lugar.
Desde entonces la situación únicamente pareció empeorar para nosotros. Los perdigones de Eleonora, la tarde de mi relato, no pudieron detener la fuerza de ese cuerpo que balaba y anunciaba a golpes su agresión. Mis patadas y mis débiles empellones tampoco lograron hacerle daño. Resultaba evidente, ahora que habito en el recuerdo puedo confirmar que mis impresiones de aquel día eran ciertas, que el ojo de su mundo se había abierto al fin. Y aquel ejército inconmovible de aves de avanzada, bultos tuertos reposando sobre las ramas de las ponderosas y las ruinas del techado, murmuraba hondo y sin desvanecerse. Supe así que los pájaros que ganaron nuestra tierra se contaban los unos a los otros la historia de una familia de granjeros y sus memorias de mayo.
Cuento tomado de Segundo cofrecillo (Ed. Casatomada, 2023)
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Salvador Luis Raggio Miranda (Lima, 1978). Se licenció en dirección de cine y literatura y es doctor en Lenguas Romances (University of Miami). Ha publicado varias colecciones de cuentos y novelas cortas, y participado en antologías nacionales e internacionales. En la actualidad, parte de su obra publicada en el extranjero está siendo recopilada en el Perú por Editorial Casatomada a través de los volúmenes Cofrecillo (2021) y Segundo cofrecillo (2023). Se desempeña también como catedrático de humanidades en los Estados Unidos y dirige la revista de ficción insólita Cósmica Calavera. Sitio web: www.salvadorluis.net