Escribe Pepe Cantellano
Era una tarde como cualquier otra, pero la recuerdo como si hubiera sido ayer. Soy maestro rural y con mis compañeros de trabajo fuimos a visitar a Doña Secundina, en El Olmo, una pequeña localidad en las faldas del llamado Cerro de la cruz, muy cerca de Santa Cruz Buenavista, lugar donde está nuestra escuela.
La visitábamos a menudo. Secundina era una amiga que por azares del destino conocí y con quien me gustaba mucho platicar.
Desde lo alto de la loma, con sus ojos de más de cien años, nos miraba a lo lejos mientras subíamos por el camino de terracería y claramente alcanzaba a distinguir que éramos nosotros. Tenía una vista privilegiada para su edad, jamás usaba lentes, de cerca o de lejos sus pequeños ojos veían perfectamente.
Cuando sabía que estábamos por llegar, se apresuraba a cortar algunas hojitas de hierbabuena que después echaba a una robusta y tiznada olla de barro con agua hirviendo para hacernos un delicioso té con sabor a humo y con el cual nos recibiría apenas acercarnos.
La casa era pequeña, de dos piezas, hecha de tablas de madera pulcramente encaladas, el techado era de lámina y su piso de tierra. Entre las rendijas se colaba el viento junto con los rayos de un luminoso sol que permitían ver el humo blanco que salía del fogón, flotando de un lado a otro suavemente, como si bailara un vals al interior del acogedor lugar.
En aquella ocasión, después de tomar el té, platicamos mucho y nos reímos mucho también, como ya era nuestra costumbre; ella en todo momento tenía infinidad de viejas historias que contar, mientras que yo tenía el deseo de nunca dejar de escucharla, esa era una experiencia simple y sencillamente placentera.
Nuestras pláticas iban más allá de temas sencillos, su capacidad cognitiva era sumamente envidiable.
Por lo regular hablaba de muchas cosas, de la vida, del tiempo, de su infancia, de su familia numerosa, de su madre y su padre a quien conoció poco, de la pobreza y de lo difícil que fue vivir en los tiempos de la Revolución mexicana, el conflicto armado que se dio entre 1910 — 1917.
Doña Secundina y su recuerdo de la revolución
En aquella época la mayoría de los mexicanos vivía en condiciones muy precarias. Las actividades como la agricultura, la ganadería o la minería, se basaban todavía en antiguos sistemas feudales, mientras que en las ciudades los obreros eran explotados sin que tuvieran derechos laborales básicos. La situación afectaba hasta los pueblos más recónditos del país, donde había familias como la de Secundina. Aún perdura en mi mente el recuerdo de su voz ligeramente ronca, diciendo:
—Mi mamá le sufrió mucho cuando perdimos a mi papá, yo era muy ‘chiquillilla’. Él murió en los tiempos de la revolución, era enemigo de los zapatistas, era de los contrarios, y por eso a mi mamá no le permitían enterrarlo dónde ‘juera’… no se podía. Le negaron el panteón en muchos lados, caminaron mucho con el ‘dijunto’ y mi mamá sufría, hasta que se pudo sepultar allá en Los trapiches.
Entonces hizo una pausa y se quedó mirando hacia afuera de la casa. Su rostro reflejaba algo de tristeza y nostalgia. Después de platicar esa historia, sacó de su delantal un manojo de hojas para secarse las mejillas y se puso de pie, volteó a verme y me dijo con sus ojitos aún nublados:
—Profe Pepe, tómame una tarjeta con mi altar.
Yo cargaba siempre con mi cámara, una Sony Alpha con la que, según yo, hacia maravillas, y a Doña Secundina le gustaba que le tomara muchas fotos o ‘tarjetas’, como ella les llamaba.
Al igual que su recuerdo, todavía conservo cada ‘tarjeta’ como un tesoro y como símbolo de nuestra amistad. Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que ella fue una de mis personas favoritas en este mundo.
Secundina era una mujer bellísima y menudita, parecía tan frágil que muchos hubieran creído que se quebraría en cualquier momento, pero no era así. Era de buena madera, una matriarca fuerte, más fuerte que cualquier roble, dueña de una personalidad única, una lucidez fantástica (el Alzheimer le hizo lo que el viento a Juárez) y una energía que ya quisiéramos muchos.
Mi amiga Secundina Salazar falleció a la edad de 112 años un día de febrero en su hogar, rodeada de su familia, en la mañana más soleada y con el cielo más azul de esos últimos días del invierno. Parecía como si todo estuviera listo para recibirla en algún lugar del paraíso prometido. Mientras, aquí en nuestra línea temporal, su hija Juana comenzó a preparar unos frijolitos con epazote para recibir a las personas que llegarían a su velorio.
Debo aceptar que la noticia de su partida me tomó por sorpresa a pesar de su matusalénica edad. En lo personal, no asimilaba la realidad de jamás volver a verla, tenía la sensación de que nos faltó mucho tiempo aún para compartir. Los seres humanos no estamos preparados para algo que es la única verdad en esta vida y menos cuando se trata de un ser querido.
En alguna ocasión me arrepentí de no haber grabado nunca alguna de sus pláticas, pero hoy estoy contento de no haberlo hecho.
A Doña Secundina la vi por última vez el día de su muerte, había llegado poca gente, corría un viento ligeramente fresco en la loma, unas cuantas flores y veladoras a su alrededor. Me acerqué a su ataúd y le hablé, parecía que estaba dormida y su rostro dibujaba una pequeña sonrisa, esa que siempre le conocí.
Pensé en tomarle una última “tarjeta” pero no, aunque a ella le hubiera gustado que lo hiciera, preferí guardarla solamente en mi memoria y deposité mi mirada en sus pequeñas y rugosas manos entrelazadas sosteniendo una flor, las manos de una mujer trabajadora y humilde, que supo apreciar y amar la vida a pesar de las adversidades, con esa sabiduría adquirida a lo largo de más de un siglo de existencia.
Estoy seguro de que Secundina se fue en paz, feliz de no deberle ni de reprocharle nada a la vida.