«Despedida», un cuento de de Miguel Sánchez Flores

Despedida Viajábamos de Lima a Chiclayo para enterrar a su madre y a pocos kilómetros para llegar, el disco de embrague se malogró. El carro empezó a perder potencia y, a pesar de los intentos de mi pie con el acelerador, parecía condenado a detenerse. A mi costado izquierdo, los camiones y buses no daban […]

Despedida

Viajábamos de Lima a Chiclayo para enterrar a su madre y a pocos kilómetros para llegar, el disco de embrague se malogró. El carro empezó a perder potencia y, a pesar de los intentos de mi pie con el acelerador, parecía condenado a detenerse. A mi costado izquierdo, los camiones y buses no daban tregua y se perdían veloces detrás de las curvas del camino. Con el último impulso, apenas me alcanzó para aparcar el viejo Toyota del 98 en una trocha de polvo que separaba la pista negra de una fila de casas solitarias. Una vez estacionado, apagué el motor, prendí las luces de emergencia y salí. El sol del mediodía quemaba intenso sobre mi cabeza calva y la pista a esa hora ardía como una sartén caliente. Ya afuera, abrí el capote, moví poco convencido un par de cables, le di algunos golpes a la batería y, finalmente, desajusté con cuidado la válvula de agua caliente para que el auto respirara. Se trataba de un ritual cotidiano que nunca me había funcionado, pero que siempre repetía para camuflar mi inexperiencia con las máquinas. En el interior, Viviana permanecía muda e inmóvil como durante todo el camino.

La noticia del infarto de mi suegra nos había sorprendido en la madrugada y Viviana, poco dada a solicitar favores, me pidió contra su costumbre que salgamos a esa hora en nuestro viejo auto. No pude negarme y, al poco rato, ya estábamos en la carretera Panamericana rumbo al norte. Desde que partimos, ella parecía no entender bien lo que pasaba. Antes de salir, arregló sus cosas y las metió a un bolso como una autómata. Al comienzo, mientras dejábamos Lima, traté de hablarle, tranquilizarla y repetir el cliché de dios sabe lo que hace. Sin embargo, nada parecía perturbarla. Permanecía paralizada en el asiento del copiloto, con la mirada perdida en un punto fijo y solo de rato en rato respondía algún monosílabo.

Esa misma semana, habíamos decidido separarnos luego de más de seis años viviendo juntos. No sabíamos bien por qué terminábamos pero ambos estábamos de acuerdo con que era la mejor decisión. La tristeza del fracaso se confundía con la tranquilidad de una decisión madura tomada a tiempo y esas últimas noches nos echamos juntos a la cama como lo hacen dos hermanos. Acordamos también que ella se quedaría en el departamento y que yo viviría con Pablo, un amigo del trabajo, hasta que encontrara algún lugar donde alojarme.
La madrugada en la que murió su mamá era nuestra última noche juntos. A diferencia de los días anteriores, que ni siquiera hablábamos, esa vez nos dimos un abrazo antes de dormir y Viviana, entre lágrimas, confesó que me iba a extrañar. Yo también me emocioné y le dije que no habría razón para dejar de vernos. Al día siguiente llevaría algunas de mis cosas a la casa de Pablo para quedarme ahí. No queríamos dramas. Tampoco muchas preguntas. Quizá por eso la decisión se la comentamos con naturalidad solo a algunos familiares y a pocos amigos en común. En todo caso, no teníamos muchas respuestas. Más allá de algunas peleas normales de pareja, nos seguíamos llevando bien y tampoco había alguien, un tercero o tercera en nuestras vidas, que apresurara nuestra decisión.

Nos separaban aún setenta kilómetros de nuestro destino y al parecer el disco de embrague se había quemado a la altura de Chepén. Un mecánico de la zona lo confirmó tumbándose debajo del auto. Nos explicó que podría arreglarlo, pero recién en dos días. Otro señor, al que todos apodaban el Italiano, también llegó con su camioneta y nos dio la idea de remolcarlo. Llegar —nos dijo— no nos tomaría más de cuatro horas a un ritmo tranquilo y solo sería necesario que alguien guiara nuestro carro mientras él lo jalaría con cuidado. Nunca me habían remolcado en carretera, pero de las opciones esa me parecía la mejor. Cuando Viviana se enteró del plan, pareció salir del trance y exigió ser ella la que dirigiera nuestro coche averiado hacia la casa de su familia en Chiclayo. Nuevamente no pude negarme ante su entusiasmo que parecía devolverle algo de ánimo y vida.

A los pocos minutos, estábamos girando de nuevo sobre la ruta, atados solo por una soga. Esta vez, ella manejaba y yo era el que permanecía inmóvil a su lado. La clave era mantener tensa la cuerda, no abusar del freno y tampoco acercarse mucho hacia adelante. Mis nervios contrastaban con su tranquilidad. Parecía otra e incluso, durante el trayecto, prendió la radio y tarareó algunas canciones. Se mostraba más animada y me contó algunos detalles de su madre. Recordó cuando esta decidió separarse de su padre. Se arrepintió de sus reclamos de adolescente por la decisión y le dolió no poder retroceder el tiempo para decirle que, ya de adulta, pudo entenderla e incluso admirarla. También, durante un largo rato, habló de nosotros, de cómo nos conocimos, de nuestros planes y viajes, de esos seis años juntos y de todo lo que extrañaría.

En la entrada a Chiclayo la delgada soga que nos unía se rompió y nuestro auto fue a dar contra un árbol. Fue un 14 choque seco y duro que terminó de estropear toda la parte delantera del carro. Viviana quedó encajada al parabrisas y una de mis piernas también resultó paralizada junto a los fierros del motor. Al instante llegó corriendo el Italiano y, después de un rato, también lo hizo la policía con sus sirenas. En el interior, Viviana se quejaba del dolor y lloraba con descontrol. Quise acercarme, como tantas veces, para consolarla, pero mi pierna entrampada no lo permitió. Luego de un par de horas, y de cortar varias partes del carro, los bomberos pudieron sacarnos intactos. Mi pierna estaba ilesa y Viviana también. Al parecer era solo un susto. De todas formas, los paramédicos recomendaron observarla durante la tarde en el hospital. Mientras la llevaban a la ambulancia, alcancé a decirle que me habían confirmado que lo suyo era solo un golpe y que para la noche ya estaría repuesta. Cuando intentaba subir para acompañarla, Viviana me detuvo con su mano. Aún con los ojos vidriosos, me agradeció por todo y luego pidió que me encargara del auto y volviera a Lima. Quería continuar sola con el camino.

 


Miguel Sánchez Flores (La Plata, 1979). Periodista, profesor y escritor. Estudió Comunicaciones en la PUCP y Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Actualmente concluye una maestría en Historia del Arte y enseña en el Departamento de Comunicaciones de la PUCP.

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