«Noventa días», de Paolo Chávez Cueto

Celebramos la semana del libro con un cuento del escritor peruano Paolo Chávez Cueto, una historia donde la sombra de la muerte asoma para transformarlo todo.

Un cuento de Paolo Chávez Cueto

La noche es más corta para los que están juntos.
Más dolorosa para los que extrañan,
y más larga para los que están solos.
Mario Benedetti

El celular sonaba desde algún recóndito lugar de mi cartera. Estábamos cenando los tres, así que lo ignoré. Pero el aparato insistía. Mauricio me miraba desconcertado. Danielito había dejado de jugar con la cuchara. El timbre sonaba cada vez con más fuerza. Hasta que por fin respondí.

—¿Aló? —contesté fastidiada.

—Con la señora Pereyra, por favor —preguntó una voz amable y femenina. 

—Sí. Ella habla —dije resuelta y con prisa.

Tosí varias veces. Danielito estrelló la cuchara contra el plato. Mauricio intentó calmarlo dándole el jugo de manzana.

—Ya tenemos los resultados de sus exámenes médicos, señora. 

—¿Y qué tal salió todo? —pregunté con ganas de cortar la llamada.

Al otro lado de la línea hubo un silencio espeso. Me detuve junto a mi silla y me quedé sujetándola como buscando un apoyo sobre esa madera lisa y verde.

—El doctor quiere conversar con usted.

—¿Pasa algo? Siempre me dan los resultados por teléfono —dije mientras le servía un poco más de carne a Mauricio y a Danielito. En ese momento, por poco se me cayó el celular de las manos.

—El doctor me pidió que le agendara una cita —insistió sin ganas de dar mayores detalles.

—Está bien. Puedo ir cualquier tarde —me apuré en decir.

—¿Le parece mañana a las tres?

—Perfecto. Ahí estaré —me resigné a decir antes de cortar la llamada.

Danielito ya iba por la mitad de su plato y daba gritos de aburrimiento. Mauricio me esperaba para empezar a comer. Había colgado el saco en el espaldar de la silla y aflojado el nudo de la corbata. El estofado humeaba frente a él. Despreocupado de mi conversación, Mauricio sonreía mientras observaba su celular. Siempre llegaba alegre del trabajo y hasta nos contaba chistes en la mesa. Era una costumbre que él había mantenido por años.

Me paré frente a él mordiéndome las uñas.  

—¿Todo bien? —preguntó mientras dejaba el celular sobre la mesa y se acomodaba en la silla.

—La enfermera no quiso darme los resultados por teléfono. Quiere que vaya al consultorio a hablar con el doctor León —dije inmóvil ahora con la mano en la cintura. 

Él se paró a servirse agua y se detuvo junto a mí.

—A lo mejor son nuevos protocolos. No te preocupes. Si quieres te acompaño. ¿Cuándo es tu cita?

—Mañana a las tres. ¿Podrás salir de la oficina?

—Sí, claro —dijo acariciándome la espalda.

Mauricio contuvo su mirada sobre mis ojos, como si hubiera pasado mucho tiempo sin verme. Luego me abrazó con fuerza y sentí los restos de su perfume de lavanda. Danielito gritó que ya había terminado su plato. Apurada, besé los labios de Mauricio. Él sonrió y me acompañó hasta mi silla.

Comimos tan rápido que casi no sentí el estofado. Danielito se entretuvo con un poco más de arroz y papas que le había servido. Mauricio nos contó el chiste del enano que se salva de morir ahogado en una piscina para niños. Danielito dijo que esa broma era repetida y mantuvo su rostro tan serio como un médico. Yo solté una breve carcajada, compasiva tal vez, hasta que volví a pensar en la enfermera.           

Luego de la cena, Mauricio se encargó de lavar los platos mientras yo acostaba a nuestro hijo. Después de leerle un cuento, cubrí su cuerpo con las sábanas de Star Wars y deposité un beso maternal sobre su pelo lacio y castaño. Su cara redonda dibujó un prolongado bostezo y sus pequeños ojos claros e inocentes se cerraron invitando al sueño. Apagué la luz de su habitación. Los rostros del vaquero Woody y su compañero Buzz desaparecieron de las paredes.

Enseguida bajé a mi cuarto donde Mauricio se encontraba viendo el noticiero de las diez. Mientras me cambiaba, escuché de un terrible incendio en un centro comercial. Eran veinte los muertos y más de cincuenta los heridos hasta el momento. Me cepillaba los dientes y sentía el piso frío bajo mis pies. Asaltantes habían matado a sangre fría al dueño de una joyería llevándose cinco mil dólares en efectivo.

—Ya deja de ver esas cosas —le reclamé a Mauricio.

Pero él siguió roncando sobre la almohada, fingiendo ver la televisión. Me acosté y me acurruqué a su lado. Su calor me ayudaba a conciliar el sueño. Ya eran diez años de compartir nuestras rutinas y manías.

En las noches, yo era siempre la que apagaba el televisor y ponía la alarma. Por las mañanas, él me ayudaba con la lonchera de Danielito antes de salir al estudio de arquitectura. Pero los domingos sí teníamos como regla dormir hasta las nueve o hasta que Danielito nos tocara la puerta. Luego del desayuno dominical, Mauricio se iba a jugar tenis con Toño y yo llevaba a Danielito a la piscina del club. 

Ya en la cama y junto a él, no lograba conciliar el sueño. La voz de la enfermera aún se repetía en mi cabeza. “El doctor quiere conversar con usted”, había dicho con ese mismo tono con el que la presentadora de televisión acababa de anunciar las veintitantas muertes en un voraz incendio. Tal vez estaba exagerando las cosas. Te preocupas demasiado, me lo repite Mauricio con voz monótona y aburrida siempre que le doy una excusa para hacerlo. Vi el reloj que marcaba las once. El despertador sólo me permite dormir hasta las seis, pensé, así que cerré con fuerza los ojos y abracé aún con más ímpetu a Mauricio.

Esa noche fui al baño como tres veces. Mauricio roncaba más que nunca. Cuando la alarma por fin sonó, fui media sonámbula hasta la ducha para intentar despertarme. Mauricio se instaló en la cocina para preparar el desayuno.

Llevé a Danielito al colegio y me dirigí con prisa al trabajo. Tuve que realizar varias llamadas, entre ellas al señor Wilson, cuyo juicio de divorcio empezaría en dos semanas. Sólo faltaba su firma en algunos documentos. Almorcé una ensalada que ordené de un restaurante de comida rápida. Comí en mi escritorio mirando las manecillas del reloj que cuelga sobre mi diploma de la Universidad de Miami.

A las dos y quince le envié un mensaje a Mauricio anunciándole que estaba por salir a la consulta del médico. Ahí nos vemos, me respondió enseguida. 

Manejé con calma como queriendo retrasar mi llegada. Durante el trayecto sentí mis manos húmedas. Hice soplar con más fuerza el aire acondicionado. El consultorio quedaba en un edificio grande y tenía unos jardines enormes. Estacioné cerca de la puerta principal. Aún no eran las tres.

Ayudada del espejo retrovisor, terminé de maquillarme. Me puse mis lentes de sol y caminé hasta la entrada escuchando el taconeo de mis zapatos. En el lobby, una anciana y una mujer embarazada se encontraban frente al ascensor. Me uní a la espera. Pude ver mi reflejo en el metal. Enseguida se abrió la puerta e ingresamos todas en silencio. Cada una tomó su lugar. La mujer embarazada se quedó en el segundo piso. La anciana le sonrió. La caja metálica siguió su ascenso. Ambas bajamos en el quinto piso. Caminé hasta la puerta 505 y al abrirla vi a Mauricio en una de las sillas negras revisando su celular. Se paró y me dio un beso. Él era bastante más alto que yo, y su barriga iba en aumento los últimos años. Me recordó a la mujer del elevador. Enseguida nos acercamos a la ventanilla.

—Buenas tardes. Tengo una cita con el doctor León —le anuncié a la enfermera al otro lado del mostrador.

—¿Su nombre, por favor? —preguntó con una sonrisa.

—Soy la señora Pereyra. Mi cita es a las tres —respondí mientras miraba la hora en mi celular.

—Tome asiento por favor, señora. Enseguida la llamamos —dijo mientras ingresaba algunos datos en el computador.

Éramos pocos en la sala de espera. Otra pareja conversaba frente a nosotros, y un par de señoras se entretenían leyendo revistas. El aire acondicionado enfriaba en exceso el ambiente. Las mariposas en el estómago no cesaban. Crucé y descrucé las piernas no sé ni cuántas veces. Mauricio me sujetó con fuerza. Sentí su mano gruesa y seria.

—Estás sudando —me susurró al oído.

—¡Señora Pereyra! —irrumpió el silencio por fin la enfermera.

Salté de mi asiento. Mauricio me ayudó con la cartera que se había caído. Seguimos a esa mujer joven vestida de blanco como dos niños a su maestra. Recorrimos con prisa un laberinto de diminutos cuartos hasta que por fin nos depositó en uno de ellos.

—Siéntense, por favor. El doctor León viene enseguida —nos ordenó la enfermera de cabello recogido y rostro sin maquillaje.

—Gracias, señorita —respondió Mauricio acariciándose la corbata.

Aquella habitación no estaba tan fría como la sala de espera. Diplomas y coloridos posters del cuerpo humano adornaban las paredes. Una cortina gris impedía el ingreso del radiante sol de verano.

—¡Buenas tardes! —interrumpió con voz ronca y apurada el doctor León.

—¡Buenas tardes, doctor! —respondimos a coro mi marido y yo.

El médico se sentó en su silla de cuero negro, al otro lado del amplio escritorio. Su bata lucía impecable. Sus frondosos bigotes blancos, de médico de principios del siglo pasado, se acomodaban de manera perfecta sobre su rostro arrugado. Y sus lentes redondos caían sobre su afilada nariz dejando al descubierto unos ojos oscuros. La calvicie se había apoderado de su cabeza.

Carraspeó con fuerza antes de lanzar su primera pregunta.

—¿Cómo se ha sentido estos últimos meses, señora Pereyra? —indagó el doctor acomodándose los lentes a la vez que abría un sobre manila. 

—La verdad que un poco cansada, doctor. Mucha tos y dolor de pecho. Por eso vine a hacerme los exámenes clínicos.

—¿Y desde cuándo tiene esos síntomas? —siguió interrogándome a la vez que extraía varios papeles del sobre.

—Ya hace varios meses, doctor. Pero pensé que eran las alergias —me defendí.

—¿Ha tenido pérdida de peso? —siguió indagando ya preocupado.

—Un poco, pero debe ser la dieta de verduras que empecé en enero.

—¿Ha tosido sangre?

—¡Ay, Dios! ¡No, doctor! No me asuste —respondí acomodándome en la silla a la vez que tosí un par de veces.

—Sus síntomas no son muy severos. Pero no me gusta lo que arrojaron los exámenes, señora Pereyra. El hemograma muestra niveles preocupantes de glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas.

—¿Qué significa eso, doctor? —indagué angustiada.

Mauricio me cogió la mano. Sentí su calor.

—Realizaremos más pruebas, pero lamento decirle que hemos detectado un tumor en uno de sus pulmones —sentenció finalmente quitándose los lentes y haciendo girar su silla.

Un ruido intenso se había colado por la ventana mientras el doctor hablaba. Fue como si de repente hubiera perdido el oído.

Ahora veía su perfil. Su calva brillaba. El mundo se detuvo. Dejé de escucharlo. Mi madre y mi tía Leonor, fumadoras empedernidas, habían muerto de ese mismo mal. Yo llevaba 15 años fumando, y apenas seis meses atrás había dejado el cigarrillo.

No recuerdo bien lo que siguió en esa conversación. Mis oídos, al igual que mi vista, se atrofiaron en esa sala ahora fría y gris en la que acababa de recibir mi sentencia. Escuchaba la voz de Mauricio pidiendo detalles. Fechas. Tratamientos. Probabilidades de sabe Dios qué. Yo sólo oía sin escuchar. Me sentí como un pez tratando de escapar inútilmente de su estrecha pecera.  

Esa noche, al igual que la anterior, no pude pegar el ojo. Todo lo peor desfiló por mi mente. Danielito crecería sin una madre. Yo nunca lo vería terminar el colegio ni la universidad. Nunca lo vería desfilar hacia un altar. No conocería a mis nietos. Dos meses antes había celebrado sin saber lo que podría haber sido mi último cumpleaños. Ya no envejecería junto a mi marido.

Al día siguiente no fui a trabajar. Tampoco los días que siguieron. Maritza se encargaría del señor Wilson y mis otros clientes.

Mauricio también pidió descanso en el despacho de arquitectos. Ricardo, la reciente incorporación, lo ayudaría con los planos del nuevo edificio. Los demás compañeros entendieron la situación.

A Danielito le mentimos que trabajaríamos desde casa por unos días y él siguió yendo al colegio como de costumbre. Yo sabía que me quedaba poco. Mauricio no lo quería admitir, pero sus lágrimas mudas y nocturnas revelaban que él lo sabía mejor que yo.

Bastó que se lo contara a mi hermana Patricia para que a los pocos días empezara a recibir llamadas de familiares y amistades cercanas. Conversaciones llenas de esperanza que, si bien me levantaban el ánimo, también desnudaban mi cruel y afligida realidad. 

La quimioterapia y algunos exámenes adicionales empezaron a los pocos días de la visita al doctor León. Él había ordenado un primer ciclo de seis semanas con visitas cada lunes. Y así, cada inicio de semana se convirtió en un calvario.

A todas las sesiones fui de la mano de Mauricio. Recuerdo que ingresaba a ese cuarto de paredes pálidas casi temblando. Las enfermeras, siempre amables y armadas de empatía y hierro, me trataban como a una criatura que no podía defenderse por sí sola. Me sentaban en una cómoda silla blanca para luego conectarme a una máquina que no sólo monitoreaba mis signos vitales, sino que, además, administraba un líquido transparente a mi débil organismo. Una fina manguera conducía hasta mis venas esa medicina que milagrosamente podría salvarme.

El caso es que regresaba de las terapias cada vez más cansada. Las náuseas y mareos me perseguían los siguientes días. Empecé a perder mi cabello más rápido de lo que esperaba. Mauricio me mentía al oído lo bella que lucía.

Danielito no paraba de hacer preguntas, tratando de que alguien le diera una pista de lo que sucedía a su alrededor; de lo que pasaba en ese mundo adulto tan distinto al suyo. Yo no quería decirle nada. Qué puede entender de cáncer una criatura de apenas cinco años.

Un viernes por la mañana, después de dejar a Danielito en la escuela, me detuve en una iglesia. Siempre la había visto de lejos y recuerdo que una Navidad fuimos con Mauricio a la Misa de Gallo. Estacioné el carro y caminé hasta la primera banca y ahí me senté. Olía a incienso y flores, como la capilla de mi colegio. Miré el crucifijo que colgaba sobre el altar. Sólo otras dos o tres personas se encontraban esparcidas en ese inmenso ambiente. Recé por unos minutos, pero no lograba concentrarme. Simplemente repetía el Padre Nuestro sin entender lo que decía. Luego de un rato, salí casi corriendo. Nunca más volví.  

Por las tardes, mientras ayudaba a Danielito con las tareas del colegio, retomé la pintura. Una afición que había descuidado desde que él nació. Con el pincel en mano y los óleos sobre la mesa, sentía que me desconectaba del mundo. Todo perdía valor e importancia menos lo que descansaba sobre el caballete. Mientras pintaba paisajes y amaneceres me imaginaba en esos lugares tan remotos y coloridos.

Debo admitir que esos días estuvieron llenos de sorpresas, como la llamada que recibí de Vero un jueves. Años que no hablábamos. Y esa misma tarde pasó a buscarme y nos fuimos a tomar un café. Danielito se quedó con Mauricio. Nos reímos mirando fotos de los compañeros del colegio en Facebook; como las de la china Susy, que posaba flaquísima haciendo morisquetas. Un cuerpo moldeado por el bisturí, por supuesto, coincidimos Vero y yo. Y las fotografías de Ceci, en las que aparece súper gorda pero feliz y siempre con un plato de comida enfrente. Y los posts de los chicos ni qué decir, si no están calvos están canosos, y la mayoría panzones. Hacía tiempo que no me reía tanto. Nos tomamos un cappuccino con un tiramisú. Llegué a casa como a las once. Mauricio y Danielito se habían quedado dormidos en el cuarto con el televisor encendido. Me acosté junto a ellos.

Los días en el calendario empezaron a pasar con muchísima prisa. Anteayer me levanté de la cama muy temprano. Me puse mi bata azul y salí al patio a observar el amanecer. Respiré profundamente el aire fresco y puro. El cielo iba adquiriendo un color rojizo y amarillento. Me acordé de uno de mis últimos cuadros. Quise quedarme ahí el resto del día, sentada en uno de esos sofás amplios y esponjosos que habíamos adquirido las últimas Navidades. 

Luego de las seis semanas regresé al consultorio del doctor León. Mauricio también me acompañó y me llevó de la mano. No sé si él se había puesto más fuerte o yo más débil, o quizás las dos cosas, pero era mi soporte desde que despertaba hasta que caía la noche. Sin él ya estaría muerta, pensé cuando en silencio subimos en el ascensor hasta el quinto piso. Observé su incipiente calvicie más pronunciada. La tristeza nos estaba envejeciendo a pasos agigantados. Él había dejado de jugar tenis los domingos y ahora se quedaba en casa viendo televisión con nosotros.

—Buenas tardes, señorita. Mi esposa tiene una cita con el doctor León —le escuché decir a Mauricio mientras yo lo miraba ya sentada.

—¿Su apellido, por favor?

—Pereyra.

—Tome asiento. En un ratito los llamo —dijo la enfermera con prisa antes de desaparecer.

Otra vez el ambiente frío. Me subí el cierre de la casaca. Se respiraba un aire triste y mudo. Las paredes las adornaban varias fotografías de campo: ríos, montañas y caballos. Paisajes tan lejanos a esta ciudad donde vivía. Me acordé de mis cuadros. La música instrumental se colaba tímidamente por los parlantes. Éramos los únicos en la sala de espera.

—¡Señora Pereyra! —le escuché decir a la enfermera—. Síganme, por favor.

Otra vez los mismos recovecos y el laberinto de cuartitos hasta que por fin nos dejó en uno de ellos. El doctor León ya nos esperaba sentado en su trono negro, como un juez a punto de dictar sentencia.  

—Buenas tardes, pasen. Tomen asiento, por favor —nos dijo levantándose de su silla.

—Gracias, doctor —dijo Mauricio mientras me ayudaba a sentarme en una silla más pequeña que la del médico.

—Cuéntame, Roxana, ¿cómo te has sentido? —preguntó mirando mis ojos cansados.

—Las sesiones de quimio me dejan exhausta, doctor. Las náuseas y mareos son muy intensos —dije luego de toser un poco.

Acaricié mi pañuelo rosado.  

—Podemos probar otros medicamentos, pero pronto tendremos que seguir con la quimioterapia. Tu cuerpo va respondiendo de forma positiva —sentenció mirando a Mauricio y no a mí.  

En ese momento supe que me estaban mintiendo.

Presentí que a mis espaldas ambos guardaban un secreto. La semana pasada, escuché a Mauricio hablar con el doctor León. Yo me hacía la dormida en el sillón de la sala. Estábamos viendo televisión y él se paró para atender la llamada. Durante esa conversación, él repitió un par de palabras que desde entonces no me han dejado dormir tranquila… Noventa días. ¿Era acaso ese número mi esperanza de vida? ¿Sólo tres meses para despedirme de todo y de todos? No me atreví a preguntárselo a ninguno de los dos. No sé si por temor a que fuese cierto o por lástima a enfrentarlos con la verdad.

Los días y semanas que siguieron fueron monótonas como mí misma enfermedad, pero sazonadas con inesperadas sorpresas que Mauricio se empeñaba en regalarnos. Como cuando el sábado anterior nos llevó al zoológico. El sol brillaba con fuerza, aunque el calor era menos intenso. Nos tomamos más de cincuenta fotos con todos los animales que pudimos. Mi favorita fue aquella que nos hicimos con los coloridos papagayos: Mauricio cargando a Danielito, yo abrazando a los dos, y cuatro inquietas aves flanqueándonos a los tres. Somos pura sonrisa en esa toma. El pabellón con olor a selva húmeda me recordó mis visitas a ese mismo lugar con mis padres, que felizmente ya no están aquí y no tendrán que verme partir. Y mi foto menos favorita, esa en que salgo más pálida de lo que en realidad estoy, gracias al susto que me dio el monito tití que intentó robarme el gorro y dejarme en ridículo. 

Cada noche, al acostarme, caigo en la cuenta de que voy deshojando esos noventa días y que ya le quedan menos pétalos a esta flor. Y observo con ternura la fotografía del zoológico que ya acomodé en mi mesa de noche. ¡Qué ganas de ganarle la apuesta al doctor León! Como hoy, que antes de cerrar los ojos, le doy un silencioso beso a Mauricio y le susurro al oído hasta mañana. Él me responde de la misma forma y me abraza con la fuerza de una despedida o quizá con el entusiasmo de una bienvenida, con esos brazos que siempre han estado abiertos para mí. Respiro su fragancia, ese olor a lavanda que tengo grabado para siempre en mi nariz y en mi memoria.

El reloj marca las doce. El silencio de la casa me permite escucharla respirar. Cada minúsculo sonido se multiplica por mil. Cierro los ojos y siento a Danielito en mi pecho, su dulce aroma a recién nacido me roba una orgullosa sonrisa. Luego me veo enredada en los brazos de Mauricio, es el día de nuestra boda, ambos reímos ignorando lo que nos depararía el destino en tan poco tiempo. Enseguida me observo con Patty en la playa; nuestros padres, desde su sombrilla, nos hacen adiós con ambas manos.  

De repente, creo oír la puerta del baño.

—Qué luz tan intensa y cegadora, Mauricio. Por favor, apágala —me escucho entre sueños balbucear.

Nadie responde. 

—Mauricio, dime que eres tú. Por favor, dime que eres tú y ¡apaga ya la luz! —le suplico casi llorando. 

De pronto, un manto frío, triste y mudo se apodera de la habitación, extendiéndose hasta el último rincón de la casa.

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Paolo Chávez Cueto, Lima, 1971. Estudió Psicología Social y Estudios Latinoamericanos y del Caribe en la Florida Atlantic University en Estados Unidos. Ha publicado en la colección Poetas y Narradores del 2010 del Instituto de Cultura Peruana (ICP) con sede en Miami, así como artículos en el diario El Sentinel del Estado de Florida. Algunos de sus cuentos han sido incluidos en Relatos Cercanos (Ediciones Cueto, 2021 y 2023). Ha trabajado como profesor de español en el instituto de idiomas Berlitz, así como también enseñado inglés por varios años. Actualmente vive en Austin, Texas. Ha publicado “Vidas cruzadas & otros cuentos” (Summa, 2024).

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