«Resonancias» un cuento de Orlando Mazeyra Guillén

Resonancias The Bucket List, ese era el título de la película. No era la gran cosa, apenas algo ligero: trataba sobre dos pacientes con cáncer en su etapa terminal, uno rico y el otro pobre. Se arma un previsible listado de cosas —sueños inconclusos, planes personales— por hacer antes de morir. Y se huye de […]

Resonancias

The Bucket List, ese era el título de la película. No era la gran cosa, apenas algo ligero: trataba sobre dos pacientes con cáncer en su etapa terminal, uno rico y el otro pobre. Se arma un previsible listado de cosas —sueños inconclusos, planes personales— por hacer antes de morir. Y se huye de las quimioterapias para vivir el día a día con apremio.

Es difícil olvidar un largometraje que se asegura el taquillazo con el tándem Nicholson-Freeman, sobre todo cuando lo ves con tu novia, en su acogedora casa, en la espaciosa cama de sus padres ausentes (recuerdo que habían viajado a Toquepala por el fin de semana) y en un espléndido televisor de setenta pulgadas.
Recuerdo que cuando abrí los cajones del velador de su padre me topé con pastillas para la impotencia sexual, tintes para el cabello y carísimas cremas antiarrugas:
—En la mesa de noche de mi papá sólo encontrarías pares de medias viejas y estampitas religiosas de Juan Pablo II o del Padre Pedro Urraca —le comenté a Micaela.
—No toques nada de eso —me amonestó—. Estamos violando la privacidad de mis padres. No deberíamos hacerlo aquí. Mejor vamos a mi cuarto porque estoy empezando a sentirme muy incómoda.
—Tranquila, tómalo como una aventura —le dije acariciando sus muslos—. Te prometo que, apenas me sea posible, haremos lo mismo en la cama de mis padres… eso sí, en el baño de ellos no encontrarás un jacuzzi sino una ducha eléctrica que no calienta nada.
—No me causa ninguna gracia. Sabes que yo no sería capaz de pisar su habitación.
—Pero si yo te lo pido…
—Ni así: no es la habitación de un hotel, o la cama de unos fulanos, sino la de tus padres y yo los respeto mucho.
Luego de la película, aunque a regañadientes, pude convencerla e hicimos el amor. Después quise llevarla cargada hasta el jacuzzi pero, aunque ella era delgada, me costó mucho sostenerme en pie. En el vano de la puerta del baño no pude más y le dije que ya no me daban las fuerzas. Sentí un tirón en la columna.
Pasamos un largo rato en el jacuzzi. Cuando me puse de pie, ella notó un bulto extraño en mi espalda. Lo tocó, todavía era pequeño, y me preguntó si me dolía. Le dije que no. Su rostro de preocupación era notorio:
—No debiste cargarme —reflexionó—. ¡Haz hecho mucho esfuerzo!
Con el paso del tiempo, ese bulto, más que una incomodidad o una presencia extraña en mi espalda, se volvió un recuerdo, una marca, como tantas otras: cada vez que me lo tocaba volvía a recordar aquella recámara de los padres de Micaela, sus temores, su sentimiento de culpa, y, por sobre todas las cosas, sus genuinos deseos de hacernos uno. Sólo uno, más allá de la cama:
—Soy tuya y tú eres mío, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Somos uno?
—Sólo uno.

***

«Ese bulto también es de Micaela», pienso hoy, muchos años después, mientras le miento al neurocirujano: todo ocurrió hace algún tiempo cuando cargué unas pesadas cajas de libros y punto. Luego, él me hace caminar de puntillas, después con los talones. Me invita a tomarme las puntas de los pies con ambas manos. Estirarme hacia arriba e intentar alcanzar el techo.
Luego me indica que me eche bocabajo en la camilla y me recoge las piernas, tensándolas. Me pregunta si algo me molesta en la columna. Entonces le confieso que el dolor sólo aparece cuando hago algún esfuerzo físico. También me suele doler la columna luego de trotar. «Troto todos los días», le informo: «Mínimo media hora para combatir la ansiedad».
—Puede ser sólo un lipoma —concluye él.
—¿Qué es un lipoma? —pregunto.
—Un tumor de tejido adiposo.
—O sea, es un bulto de grasa…
—Sí, es probable que sea sólo eso, pero lo mejor sería que te hagas una resonancia magnética porque esos dolores en la columna pueden deberse a una hernia.
Nunca antes me había hecho una resonancia magnética. Mi padre, sí. Él sufre de artrosis y ésta, al parecer, es una enfermedad hereditaria. Él también tiene problemas en la columna: no tiene lipomas pero sí un par de hernias que no quiere operarse. Recuerdo que cuando se hizo por primera vez la resonancia no pudo soportar el encierro e interrumpió el examen. Tuvieron que dormirlo con hipnóticos para volver a tomarle el examen.
Me siento abatido. Tendré que pasar muchos minutos encerrado en ese pequeño túnel. Sufro de claustrofobia pero no quiero recurrir a las pastillas. Estoy cansado de no poder enfrentar mis temores por cuenta propia. Programo la resonancia para el fin de semana: sábado por la tarde.
Me alcanzan una bata y me indican que debo quedar en calzoncillos. La asistente me señala el dije que me regaló Micaela y que, desde el día en que ella me lo puso, cuelga de mi cuello: «Nada de metal». Lo guardo en mi billetera y pienso en ella. Después me recuesto en la fría camilla. La señorita me da un protector de oídos: «La máquina emite ruidos fuertes, no te preocupes, es normal: el examen dura entre treinta y cuarenta minutos, ¡no debes moverte y respira tranquilo!».
La camilla, despacio, se va introduciendo dentro del escueto túnel y empiezo a sentir zumbidos, vibraciones, temblores. Cierro los ojos para olvidarme de la claustrofobia. Trato de pensar en cosas agradables. En otro tipo de resonancias: recuerdo la habitación de los padres de Micaela: vemos una película y luego hacemos el amor.
Cuando haya pasado todo, volveré a ponerme el relicario con urgencia: «Ya está, somos uno», me diré besando nuestros nombres.
Dos días después, un lunes por la tarde, luego de leer los resultados —que incluyen un vídeo—, sabré que estoy solo. Esa soledad trágica no es tan desmoralizadora, pues me permite escribir y dar cuenta de lo único que me estremece: el recuerdo de Micaela.
No es cáncer. Al menos no todavía. Pero ya tenía hecha mi lista de cosas pendientes antes de morir. Ésta se reduce a una sola cuestión: volver a cargar desnuda a Micaela… aun a riesgo de terminar con la espalda jodida. O jodido como estoy desde que ella se fue.

***

—Dime la verdad —le pregunté una noche sintiendo que todo esfuerzo por recuperarla era vano—, ¿en qué crees, Micaela?
—Yo creo en el amor, Orlando. Creo en un amor puro y por amor uno puede hacerlo todo: por amor uno protege, respeta y honra, el amor hace que quieras pasar toda tu vida al lado de una persona siempre anhelando compartir cada detalle, cada pena y cada logro juntos, y así ambos se vuelven uno….. Yo creo en ese amor, lo creo y lo ofrezco.
—¿Y yo qué hago? ¿No te ofrezco amor?
—Yo, pase lo que pase entre nosotros, siempre esperaré a saber que buscaste un camino diferente, que hiciste algo por salir de la desesperanza en la que estás sumergido… que no te resignaste a vivir en tinieblas.
—¿Ya tiraste la toalla?
—El que la tiró fuiste tú: siempre tú, solamente tú.
Con una toalla me seco la espalda y siento ese bulto: el último vestigio de Micaela.

 


Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, Perú, 1980). Escritor, hincha de FBC Melgar. Colabora desde el 2012 con el semanario «Hildebrandt en sus trece». Su último libro «Mi familia y otras miserias» apareció en Tribal (2013). El 2014 se reeditó su libro de relatos «La prosperidad reclusa». Ha publicado ficción y no ficción en El Malpensante (Colombia), Punto en línea (UNAM, México), Buensalvaje (Perú) y otros trabajos narrativos en revistas literarias virtuales como Hermano Cerdo (México), Badosa.com (Barcelona). Ha sido incluido en las antologías «Disidentes 2: los nuevos narradores peruanos 2000-2010» (Ediciones Altazor, 2012) y «17 cuentos peruanos desde Arequipa» (Biblioteca Regional Mario Vargas Llosa, 2012) y «20 cuentos arequipeños» (2016). Acaba de aparecer «Bitácora del último de los veleros» (Aletheya, 2016).

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