«Papá no está muerto», un cuento de Rodrigo Ledesma Goñi

La muerte marca de diferentes maneras a una familia, la urna con cenizas llega cargada de recuerdos. Un cuento de Rodrigo Ledesma.

Publicado

4 Feb, 2025

Han pasado muchos años desde el día en que tocaron a la puerta para entregarnos las cenizas de papá. Mi mamá y mi hermanita estaban detrás de mí, llorando. No se atrevieron a sostener la urna, que sentí todavía caliente.

Papá se había ido de viaje dos años antes a los Estados Unidos y nos mandaba dinero, ya que vivíamos en un departamento alquilado y con lo que ganaba mamá no era suficiente. Sabíamos que trabajaba en construcción. Aunque, en realidad, él trabajaba en lo que sus fuerzas le alcanzaran.

Cuando murió, no solo lidiamos con el dolor, sino también con la falta de dinero. Por eso tuve que ponerme a trabajar y dejar mis estudios universitarios por un tiempo.

Iba al trabajo. Era un día triste, atacado por la monotonía. Estaba esperando el cambio de luz cuando vi pasar un micro repleto y creí ver allí a papá: su cabello escaso, peinado hacia atrás, sus ojos diminutos detrás de los gruesos anteojos y su inconfundible delgadez, a pesar de las cantidades colosales de comida que era capaz de ingerir. Era él, sin duda. Pero… ¿por qué había fingido su muerte? Me pregunté una y otra vez, recordando la urna adornada con flores que teníamos en la sala.

Corrí para alcanzar al micro, pero no logré ni acercarme. Había dudado demasiado antes de perseguirlo, y esos micros nunca van despacio. Memoricé los colores de la línea de transportes y me prometí volver al día siguiente. Esta vez, nada detendría mi reencuentro con papá.

Al día siguiente, vi pasar el mismo micro, al cual, por supuesto, me subí. Busqué entre la gente; papá no estaba. Pensé que quizás había salido más temprano y había tomado otro micro, ya que él solía hacer ese tipo de cosas; era un hombre que no temía salirse de los límites de lo habitual.

Llegué al trabajo defraudado. Supuse que me disiparía con los quehaceres laborales, pero estuve analizando cientos de posibilidades acerca del retorno de papá durante todo el día, incluso cuando llegó la noche y fui el último en salir de la oficina.

No recuerdo en qué momento tuve la certeza de que papá no podía estar muerto. Recordé sus palabras antes de irse: «Regresaré en cinco años y concretaremos todos los planes que tenemos. ¿No me crees? Incrédulo, ya vas a ver». Debía haber un error en este asunto. Algo muy grave debió ocurrir para que fingiera su muerte. Había visto casos similares en las películas.

Unas semanas después, mientras hacía compras en el mercado, lo volví a ver. Me emocioné tanto que no pude llamarlo a la distancia. Caminaba entre la multitud, esquivando hombros y caderas. No dudé ni un instante y me lancé a correr.

En un parque de árboles raquíticos, toqué su hombro y lo vi girar lentamente hasta mirarme. Así, de manera tan sencilla, me reencontré con mi padre.

Lo frecuenté en secreto. Nos veíamos en la calle, pero jamás con otras personas. Eso me parecía extraño, pero no le di mucha importancia. Hablábamos poco, pero de cuestiones esenciales. Me recordó disfrutar al máximo el presente y me pidió que no dejara de cuidar de mi madre y mi hermanita. Lloré tanto mientras lo abrazaba. Cuando le preguntaba por qué había montado semejante teatro, él se mantenía en silencio, mientras sus ojos, afectados por la miopía, me observaban fijamente. Le pedía que viniera a casa conmigo, y él se mantenía serio, me acariciaba el cabello y me decía:

«Será en otra oportunidad».

Estuvimos así durante bastante tiempo, en realidad, años. Sin embargo, nuestros encuentros se hicieron cada vez más infrecuentes y se daban en lugares más alejados. Una vez nos encontramos junto a las viejas vías del tren, que llevaban años sin funcionar. Yo había retomado la universidad y le contaba cómo me iba, hablándole de las notas que sacaba y de las mujeres que conocía. Papá sonreía, hablaba muy poco, pero en cambio me observaba como si se esforzara por memorizar mis rasgos y mi voz.

Fue un sábado. El sol iluminaba y los vecinos pusieron la música a todo volumen. Ajeno al jolgorio, decidí ordenar mi habitación. Mientras limpiaba, encontré las pertenencias de papá. Estaban en una sola caja, porque a él nunca le gustó acumular cosas; «Es mejor llevar una mochila ligera», decía entre risas, «uno nunca sabe cuándo tendrá que irse». Era austero, demasiado desapegado, como solía decir mamá, que siempre se encargaba de vestirlo y combinar su ropa, porque él no sabía hacerlo. Abrí la caja y vi que el moho ya había invadido sus zapatillas blancas, sus camisetas deportivas y sus jeans desteñidos. El tiempo había dejado su huella en esos objetos que para mí eran sagrados, y una tristeza profunda me invadió, porque entendí que cualquier intento de frenar su paso era inútil; el único destino en esta vida era la destrucción.

También encontré su certificado de defunción, autenticado por las autoridades norteamericanas. Ese papel tembló entre mis manos. Contenía una verdad difícil de negar. Sentí miedo y lo guardé, deseando no sacarlo nunca más.

Horas después llegó mi hermanita. Entró en mi habitación y me dijo que tenía una sorpresa para mí. Mi asombro fue enorme al ver una foto familiar a todo color saliendo de su mochila. Con lágrimas en los ojos, le agradecí. No había terminado de mirarla bien y ya sabía dónde colocarla: junto a mi cama, sobre el velador, donde guardaba el álbum del Mundial de fútbol que papá y yo completamos en tiempo récord.

Me quedé toda la noche contemplando esa foto: papá estaba de pie junto a mamá. A los lados estábamos mi hermanita y yo; ella al lado de mamá y yo al lado de papá. Él sostenía una enorme maleta de viaje, porque esa foto fue tomada horas antes de que su vuelo despegara. Fue en el aeropuerto, donde los cuatro estuvimos juntos por última vez.

Mi hermanita me dio un beso y me dijo que estaba contenta de que me hubiera gustado su regalo. Luego, sorprendida, comentó lo rápido que pasaba el tiempo: «Casi diez años», exclamó. Reflexionó sobre lo mucho que habíamos cambiado, incluso mamá, que ya comenzaba a sufrir una dolorosa curvatura en la espalda. Con un cambio abrupto en su tono de voz, se preguntó cómo se vería papá después de tanto tiempo, si estuviera vivo.

La miré con ganas de decirle que él no había cambiado en absoluto: que parecía arrancado del tiempo, inmune a sus efectos destructivos. Pero preferí callar. Volví a mirar la foto y la apreté con fuerza. «Exactamente igual», susurré.

La última vez que vi a papá, tenía la intención de mostrarle la foto. Sin embargo, decidí no hacerlo. No quería causarle tristeza; pensaba que ya tenía suficiente con no poder venir a vernos. Aunque el motivo seguía siendo un misterio para mí, lo cierto es que nunca había regresado a casa, a pesar de mis constantes insistencias.

Ese día pasé el tiempo con él, pero esta vez en un descampado, al norte de la ciudad. Caminamos juntos, contemplando a lo lejos la carretera Panamericana, que se extendía ante nosotros como una enorme serpiente gris, sin fin a la vista. Más allá, en la distancia, debido al intenso calor, los cerros se dibujaban con siluetas borrosas.

En medio de esa soledad, tuve el deseo de preguntarle sobre el tiempo, ese tiempo que no lo había envejecido desde su regreso. Quería saber cómo lo había conseguido, cómo había logrado ese imposible. Papá, como si hubiera leído mi mente, me respondió: «Tampoco sé cómo».

Después de ese día, papá se desvaneció. La pena fue inmensa, abrumadora. Solo las terapias, el ejercicio físico intenso y el amor de mamá y de mi esposa

lograron salvarme. Mi hermanita, desde el extranjero, no dejó de apoyarme. No entendí el motivo de su ausencia, y eso me rompió el alma por años.

Hasta que lo volví a ver, hace poco, esta vez dentro de mi casa, en mi habitación, de pie junto a mi cama. No tocó la puerta ni el timbre; nunca supe cómo ni por dónde había entrado. Vivía en el décimo piso de un edificio con vigilancia y cámaras de seguridad, pero ninguna alarma se activó, y ninguna cámara captó nada. En la habitación contigua, mi hijo dormía plácidamente, y mi esposa preparaba el desayuno en la cocina.

De pronto, el departamento empezó a temblar. Las puertas se abrieron y cerraron con estrépito. Las luces se prendieron y apagaron de manera incesante. En ese momento, todo lo que me había dicho el psiquiatra se desmoronó como un montículo de arena. Las pastillas en los cajones de mi escritorio perdieron el sentido. Mi esposa lanzó un grito de espanto y mi hijo, despierto, no dejaba de llamarme. Ambos no entendían lo que estaba pasando.

«Ya sé por qué no envejeces», le dije. «No es que el tiempo no pueda contigo; ni tú ni yo, nadie puede. Solo los muertos…». Papá, inmóvil y rodeado de una luz tenue, me miró con un amor infinito. Las puertas y ventanas se calmaron. Las luces descansaron su parpadeo frenético. Imagino que mi esposa y mi hijo también sintieron esa paz repentina tras la agitación. La sonrisa de papá era amplia, juvenil y, sobre todo, reflejaba la satisfacción de saber que finalmente comprendí que había llegado el momento de despedirnos para siempre.

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