«Tres», un cuento de Pedro Pérez del Solar

Tres Mis padres me hicieron creer que yo éramos mellizos. Pedro parecía más alto, quizá porque Carlos no soportaba llevar nada en los pies, lo suyo era correr descalzo hasta clavarse algo en una planta; mamá lo festejaba; «es un salvaje», protestaba papá, mientras lo agarraba con firmeza de manos y piernas para que la […]

Tres

Mis padres me hicieron creer que yo éramos mellizos. Pedro parecía más alto, quizá porque Carlos no soportaba llevar nada en los pies, lo suyo era correr descalzo hasta clavarse algo en una planta; mamá lo festejaba; «es un salvaje», protestaba papá, mientras lo agarraba con firmeza de manos y piernas para que la abuela pudiera peinarlo; poco le duraba el cerquillo, que en Pedro podía durar el día entero; «¿no se ve lindo?», decía la abuela; Carlos le lanzaba una mirada rabiosa, se alborotaba el pelo con ambas manos, se arrancaba un mechón; Pedro la ignoraba, le daba lo mismo lo que hicieran con su cabeza. La abuela, viuda y no tan mayor como entonces creíamos, pensaba que todo era una locura, pero aceptaba: «Al fin y al cabo no es mi hijo sino mi nieto»; a veces se equivocaba, se le acercaba a Carlos peine en mano («Pedrito, qué despeinado estás»), y acababa mordisqueada, lamentándose ante su peine roto. Pero mamá ya nos había advertido en voz muy baja como para que ella no la escuchara: «La abuela está viejita y ya no ve bien», por eso no queríamos ser viejos nunca, especialmente Pedro, a quien no había nada que le gustara tanto como mironear; se levantaba de la cama por las noches y merodeaba por el pasadizo, espiaba las conversaciones de sus padres, se echaba sobre el piso y leía las sombras, adivinaba las figuras que circulaban por el dormitorio, trataba de abrir la puerta del cuarto de su hermano e invariablemente la hallaba con cerrojo; luego, de día, dibujaba sobre un cuaderno lo que había visto y oído; solo él podía entender esos garabatos de crayola. Carlos, por su parte, le temía a la oscuridad, nadie podía convencerlo de que las cosas no desaparecían, paralizado en su cama veía esfumarse hasta a su madre, de la que solo le quedaba un beso en la frente y después nada.

Mis padres querían al menos un par de hijos («la parejita»), pero el doctor dictaminó tajante que mi nacimiento era el primero y el último para ese útero; fue entonces que ellos empezaron a improvisar; prefiero creer eso a que todo fuera un plan estudiado cuidadosamente. Pedro era el engreído de mi padre, se sentaban uno al lado del otro a oír música clásica y a ver películas que el pequeño no estaba ni parcialmente en condiciones de entender. Ni Carlos ni Pedro éramos especialmente comunicativos, sabíamos que las rivalidades de mis padres eran las que nos mantenían separados, pero nunca adivinamos que solo a nosotros se debía que ellos permanecieran juntos bajo el mismo techo. Mamá malcriaba a Carlos para asegurarse su afecto. Papá le reclamaba: «Juegas sucio». Carlos se llenaba de dulces a deshoras y luego mi padre tenía que lidiar para darle de comer a un Pedro inapetente. Carlos era un barril sin fondo. La abuela seguía sin enterarse de nada; por Navidad le regaló unas zapatillas preciosas a Carlos y mamá le prohibió a Pedro siquiera tocarlas. Carlos las odiaba; eran una talla más pequeñas que sus pies y mamá las forzaba con un calzador que parecía una espátula para servir pastel; ella lo mantenía quieto a base de promesas (milkshake de lúcuma); «qué bien te quedan», le decía, ignorando sus muecas de dolor. Apenas ella se alejaba, él se descalzaba con dificultad. Pedro, por su parte, se sentaba en cuclillas frente al obsequio, anhelándolo sin atreverse a rozarlo.

«Estos niños tienen que relacionarse con otros de su misma edad; si no, van a ser intratables, especialmente Carlos», decía papá y Pedro escuchaba tras la puerta. Carlos se habría ofendido mucho; Pedro se ofendió solo un poco, porque quería a su hermano a pesar de que no lo había visto nunca. «Es mi mellizo», pensaba, y se contemplaba en el espejo, y se sonreía: «igualito a mí». Pedro fue a un jardín de niños a dos cuadras de la casa. Le ponían un mandil celeste que le cubría las viejas zapatillas, le estiraban el cerquillo hasta que podía ver sus propios pelos formando una fila perfecta frente a sus ojos. El primer día de clases mamá tuvo que recogerlo a media mañana porque no paraba de llorar; ya en casa, ella lo regañó: tenía que aprender a portarse como un niño grande. Carlos era más duro para esos trámites; como gato que intuye viaje al veterinario, no se dejaba subir al automóvil; las quince cuadras que separaban su jardín de casa las pasaba retorciéndose en el asiento trasero del carro o tratando de cavar un hoyo bajo el asiento del copiloto. El primer día, mamá tuvo que recogerlo a media tarde después de haber mordido a media clase, incluida la profesora. Ya en casa, mamá le dio un chocolate y le dijo: «Si mañana te portas bien, te doy otro igual». Carlos no le dijo ni sí ni no, pero desde entonces mordió menos. Su actitud hacia las zapatillas que le regaló la abuela había cambiado desde el día en que, armado de un cuchillo para el pan, hizo un perfecto corte vertical en cada una de ellas, del borde a la suela: «Ya no me aprietan», anunció con una sonrisa más grande que su cara, contemplando esas zapatillas como algo por fin suyo. «Póntelas si quieres», le dijo mamá a Pedro, que casi lloró cuando vio las zapatillas y se enojó sinceramente con el hermano. Hubiera querido ponerle una nota bajo la almohada, contándole lo molesto que estaba; redactó la carta mentalmente y ni se dio cuenta de que al final la furia se le había ido toda y le pedía al hermano que se dejara ver, que escogiera un momento de la noche para encontrarse, que le quitara el seguro a su puerta. Era igual: como no sabía escribir, dibujó su mejor dibujo con crayolas de colores, un payaso, y lo puso bajo la almohada de Carlos. Este, como cada noche, paralizado de terror en la oscuridad de su cuarto, ni vio el dibujo; lo encontró mamá al día siguiente, reconoció el trazo y regañó a Pedro. Carlos, por su parte, no quería ni encontrarse al hermano, lo envidiaba a morir: todos los planes con mi padre, que ni caso le hacía. «Pero si a ti no te gusta la música clásica», le decía mamá. Y mientras Pedro intentaba comunicarse con su hermano, Carlos regaba trampas en las que más tarde él mismo caía. Conocía a Pedro solo por fotos: «No se me parece tanto». Al pasar frente a un espejo miraba la imagen de reojo, con rabia contenida. No teníamos amigos; en el jardín jugábamos solos, como siempre lo habíamos hecho. Carlos corría de un lado a otro del patio, unas veces como si alguien lo persiguiera; otras, como si él fuera el perseguidor. Pedro exploraba entre los arbustos, recogía piedritas. Esa habría sido mi vida sabe Dios hasta cuándo, si no hubiera sido por el accidente.

Por lo que ahora sé, por esos días mi madre andaba citándose a escondidas con un novio varios años mayor que mi padre, quien a su vez salía en público con una novia varios años menor que mi madre. No éramos más la excusa que los unía. Mi padre apenas le dirigía la palabra a Carlos, aunque una vez que no se dejaba subir al automóvil le dio una bofetada. Mi madre descargaba toda su frustración sobre Pedro, a diario lo gritoneaba por cosas que en Carlos no habría considerado ni travesura. Esa mañana todo estalló, nunca sabré por qué. Habían concluido que no aguantaban verse la cara un día más. Mamá se iría a Bélgica con el novio, un diplomático cuyo cuerpo formaba un óvalo perfecto y que ya andaba coleccionando juguetes para bombardear a Carlos apenas le dieran la señal (ya llevaba una caja de Lego, cinco libros de cuentos, una pistolita a pilas; el asunto era tantear). Papá se quedaría en la casa, donde vendría a vivir la novia, que pronto terminaría sus estudios universitarios y pondría su consultorio en la salita cerca de la entrada. Cada uno quería quedarse con el hijo que le correspondía e iban al juzgado a comenzar la batalla. Les habría costado trabajo hacer al juez entender la situación. Mejor si entendía poco o nada: «Que el niño decida con quién se queda»; cada uno habría elegido sin dudarlo un segundo; Carlos se habría ido con mi padre y Pedro con mi madre. En cambio, si mi madre hubiera recibido poder absoluto, Pedro habría sido forzado a desaparecer. «Tú no existes», le habría dicho mamá, con esa crueldad que las madres justifican aduciendo un amor ardiente por sus hijos legítimos. Si mi padre hubiera recibido la custodia, habría sido menos explícito, se habría limitado a hacer como si Carlos no estuviera ahí.

Todo esto se barajaba en ese automóvil, que compartían por última vez como pareja. Y al automóvil también le había ocurrido lo que a nosotros, porque cada uno de ellos lo llamaba «mi» carro y le había puesto un sobrenombre diferente. Probablemente en algún momento del trayecto no pudieron ponerse de acuerdo sobre qué coche conducían («que el carro decida con quién se queda») y terminaron estrellados en un muro de adobe que terminó de matarlos al derrumbarse sobre ellos. Un verdadero milagro. Al día siguiente un señor rellenito y lloriqueante preguntó por Carlos y le entregó una caja de Lego, cinco libros de cuentos y una pistolita a pilas.

La abuela de golpe se vio madre y padre, y todo le resultó tan difícil como lo había previsto. Quiso ignorar la diferencia entre Pedro y Carlos, llamándonos por cualquiera de los nombres, pensando que así acabaría por confundirnos y obligarnos de una manera natural a volvernos uno. Fue un fracaso, recordábamos las palabras de mamá: «La abuela está viejita…» y no le hacíamos caso; seguíamos jugando hasta que acertaba el nombre. Harta, decidió probar con la historia completa; me sentó en un sillón y me contó todo, no recuerdo si el que la oía era Carlos o Pedro, que algo intuía sin terminar de entender. Quizá la maniobra habría quedado en nada si no hubiera sido por el gesto final: «Desde hoy te llamas Luis, como tu abuelo». Las semanas siguientes las dedicó a reforzar a cachetadas el nuevo estado de cosas; una si no respondía al nuevo nombre, dos si insistía con el anterior.

Todo empezó a cambiar; costó tiempo y lágrimas hacernos uno. Como Luis, tampoco acabé siendo una suma exacta de Carlos y Pedro: era sociable, me llené de amigos en la escuela a la que empecé a asistir, prefería la televisión a las crayolas, exigía un peinado de adulto. Ya no tenía miedo a que en la oscuridad se fueran a disolver todas las cosas, ahora temía presencias ocultas, camufladas en los contornos difusos de los muebles.

Y así ha sido desde entonces, una vida más sencilla, más feliz quizá. De cualquier modo, algo queda; aún no puedo mirarme en un espejo sin sentir una combinación de nostalgia y rabia; ganas de abrazar a un hermano ya sin nombre, ganas de agarrarlo a cabezazos.

[En Al fin, el hombre bala. Campo Letrado Editores, 2016]


Pedro Pérez del Solar (Lima, 1966)  hizo su doctorado en la Universidad de Princeton y da clases sobre literatura, cine e historietas. Además de muchos artículos académicos y algunos cuentos dispersos, ha publicado el libro de investigación  sobre cómics Imágenes del Desencanto (Iberoamericana, 2013) y el relato «Corte y Confección» en la Colección Underwood. Ha vivido veinte años en Estados Unidos, actualmente reside en Lima.

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