«Pépé Le Moko», la obra maestra de Julien Duvivier

Se suele hablar de la década del 30´ como la “era dorada” del cine francés. "Pépé Le Moko", de Julien Duvivier es una muestra de ello.

Publicado

27 Mar, 2025

Escribe Manuel Rosas

Con frecuencia, se suele hablar de la década del 30´como la “era dorada” del cine francés. Efectivamente, las condiciones de trabajo en esta década son radicalmente opuestas a las que las productoras impusieron en los años 20. En la Francia del Frente Popular, leyes más flexibles y -sobre todo- un ambiente entusiasta cuyo lema clave era “lo podemos hacer”, dieron visibilidad a directores de aguda mirada poética como Marcel Carné, Jean Renoir o Julien Duvivier.

Julien Duvivier

Duvivier había pasado con holgura el problemático tránsito del cine silente al sonoro. Sus conceptos e intuiciones, basados en gran parte en el expresionismo alemán, encontraron idónea cabida en el realismo de los años 30. Por un feliz azar, en aquella década, la película pancrómatica empezaba a desplazar a la ortocromática y grandes posibilidades se abrían para la fotografía. Ahora se podían mostrar, con sorprendente verosimilitud, el brillo de los adoquines tras la lluvia, las sombras de los transeúntes en una avenida poco iluminada o el pequeño destello lacrimal en un primer plano de una soñadora starlette. A todo ello hay que añadirle el impecable trabajo del diseñador Jacques Krauss, artífice de magníficos decorados (la Casbah misma en cartón piedra, por ejemplo) específicamente hechos para ser fotografiados con ese nuevo sistema de estilo expresionista.

En esos lejanos años de preguerra, el mundo vivía sacudido no por la amenaza de bombas letales sino por una figura más romántica: el criminal de puro y pajarita. George Simenon, en Francia, con su comisario Maigret, dictaba el estilo de lo que debía ser una buena aventura policíaca. En Estados Unidos, la novela negra alimentaba el brasero del cine más oscuro de John Huston o de Raoul Walsh. El criminal de la película “Pépé le Moko” (1937) es un dandy encallado en Argel, específicamente en la Casbah, ese laberíntico barrio de paredes blancas, con sus mezquitas y sus minaretes, y que mira melancólicamente al Mediterráneo. La Casbah es su fortaleza (allí la policía no puede echarle el guante), pero también es su prisión. Si baja a la ciudad es carne de presidio. Por las callejuelas de la Casbah, Pépé se mueve con agilidad y elegancia felinas. Los lugareños lo admiran y lo protegen. Las mujeres lo aman con insólita devoción. Pero Pépé no es feliz. No puede serlo porque es un dandy y su lugar es París. Jean Gabin, un mito creado por Duvivier (a pesar de que sus performances para Jean Renoir acaso sean las más celebradas), construye entonces el curioso personaje del bandido preso de la nostalgia, a quien sus atracos dejan menos satisfecho que la posibilidad de volver a pasear por les Champs-Élysées alguna tarde soleada.

En su preciso estudio “French National Cinema” (1993), Susan Hayward (no confundirla con la actriz) sostiene que Jean Gabin, un típico hombre de clase media, ejerce una seducción diegética y no diegética con los espectadores. Jean Gabin fue el héroe trágico de clase trabajadora con el que simpatizaba uno siempre: con el personaje y con el actor. Aquí cae de madura la comparación con ese otro héroe desterrado en una colonia francesa de ultramar: el viejo y querido Rick Blaine. En su artículo “Gendered configurations of colonial and metropolitan space in Pépé le Moko” (que puede leerse aquí: https://search.informit.org/doi/abs/10.3316/ielapa.991010669), Janette Bayles expone su aguda interpretación, según la cual, la película de Duvivier puede verse también como una tensa configuración de espacios: espacio colonial (impenetrable, misterioso, inasible) vs. espacio metropolitano (reconocible, transitable, legal). La tragedia de Rick, como la de Pépé, es que el espacio que les pertenece, el que es íntimamente suyo, les está vedado, Sam, ¿qué hora es Nueva York? Son dos desgraciados cuya cárcel se les ha hecho piel. Por eso Rick deja que sea Victor quien se vaya con Ilse y Pépé, mirando el barco que zarpa hacia el paraíso sin él, prefiere cortarse las venas. Los dos se quedan allí, donde no pertenecen, pero la pregunta es si realmente no pertenecen a ese lugar. Joseph Conrad ha razonado con delicada profundidad ese asunto en su célebre relato “El corazón de las tinieblas”.

Fotograma de la cinta clásica «Pépé Le Moko»

Es innegable que la película también ofrece una mirada sociológica acerca de las relaciones entre Francia y sus colonias. Es incluso importante no olvidar este asunto cuando se analizan los planos y secuencias del film. En su libro “Piel negra, máscaras blancas” (que ha sido traducido por Akal) Frantz Fanon ve una colonia como “una ciudad dividida en dos”. Esta mirada se concretiza en el inicio de la película, cuando, desde la ciudad, la “civilizada” policía se reúne para trazar planes para la captura de Pépé. Un corte brusco nos traslada a la Casbah, la música incidental y las sombras de los figurantes nos trasladan a un mundo exótico donde no se sabe qué va a pasar. Ese juego dialéctico -espacial, temporal, emocional- se va a mantener a lo largo de la película con evidente mano maestra en la elección de los planos, en el movimiento de la cámara, en los fundidos y en la fotografía.

Pépé no era feliz en la Casbah, pero vivía allí, mal que bien, con Inés, regodeándose de sus victorias en aquel juego del policía y el ratón en el que siempre él salía victorioso. El disparador de su fatalidad va a ser Gaby. Ella simbolizará para él todo el encanto y la añoranza de una ciudad perdida: París. Mientras dialogan y se van conociendo poco a poco, descubren que son casi del mismo barrio, que conocieron casi a las mismas personas, que prácticamente estudiaron juntos. Pero ahora el destino los ha llevado a ese remoto paraje donde, sin embargo, la fascinación acecha a la vuelta de la esquina. A Gaby, como a tantas otras, Pépé la tiene fascinada. Ella será capaz de abandonar a su anciano marido para jugárselas por un truhan peligroso. ¿Es Pépé un truhan peligroso? La respuesta no es simple. Un truhan peligroso no le da la razón a su novia celosa cuando esta lo ha engañado para salvarlo de la policía. Un truhan peligroso no prohija a un ladrón novato al punto de dejar todo de lado para salvarlo de una situación peligrosa. El mismo Pépé se considera digno de abordar un barco, abandonar la Casbah y hacer vida de elegante burgués en París. ¿Por qué no? Ese sueño no le deja en paz. Gaby encarna de alguna manera ese sueño.

En este punto, es altamente emotiva la voz de Fréhel que hace casi de sí misma y que canta, con acento doloroso, la balada «Où est- il donc?»:

Où est-il mon Moulin d’la Plac’ Blanche?
Mon tabac et mon bistro du coin?
Tous les jours étaient pour moi Dimanche!
Où sont-ils les amis, les copains?

Podemos ver entonces que el film de Duvivier no es solamente el preámbulo para el film noir americano de los cuarenta, no es solamente la triste odisea del desterrado, lo cual “Casablanca” asumió con un estilo que también ha dejado huella. “Pépé Le Moko” es un estudio metafísico de los espacios del ser y el estar. Donde se está no se puede ser. Y donde no se puede estar se es. Yacer entonces, desangrado, al pie de una reja, mientras la felicidad es un barco que se va, es el destino común de todos los hombres que sueñan y anhelan una libertad más allá del espacio palpable y circundante.

Manuel Rosas
Manuel Rosas Quispe (Lima, 1975).Estudio letras y humanidades en la UNMSM. Integró algunos grupos poéticos y colectivos en los años 90. Actualmente se dedica a la docencia y a vivir con su esposa, su hija y sus cuatro gatos.

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