Escribe Guillermo Schavelzon
Muchas escritoras y escritores, inéditos y publicados, en algún momento se preguntan si vale la pena y si les conviene o no presentarse a algún premio literario.
Aunque se llama premio literario a eventos muy diversos, las dudas surgen con los premios que ofrecen mucho dinero y una gran promoción. Como no son premios como la lotería, que tienen que ver con el azar o con la suerte, sino con el reconocimiento de una capacidad, la respetabilidad del premio depende de su trayectoria (el palmarés), y del prestigio e independencia del jurado. La cantidad de dinero asignada siempre es un indicador de la promoción que tendrá. Muchas veces ese palmarés es bastante irregular -en términos literarios o de transparencia- como para decidir, y ese es el disparador de las dudas.
Estas surgen porque los premios literarios están muy estigmatizados en el ámbito intelectual, en especial los que convocan las editoriales, que tienen un claro objetivo comercial. Una editora de Madrid, en la primera reunión con el jurado les dio la pauta de la convocatoria: “lo que queremos es vender muchos libros”. Esto es lo que hay que tener claro, que estos premios son acciones promocionales, muy útiles para llamar la atención mediática y la circulación en redes, generando éxitos de venta.
A una escritora o escritor de verdad, un premio no le cambia la valoración de lo que ha escrito. Si una novela o un ensayo es bueno, no necesita el aval de ningún premio. Y si el libro premiado es malo, aunque se venda, seguirá siendo malo. Quiero decir que nadie se presenta a un premio para saber si su libro es bueno o no, sino por razones mucho más profanas: cobrar mejor por el trabajo realizado, y conseguir muchos lectores más.

Se suele decir que los premios están arreglados, porque es la editorial convocante quien elige el ganador. La duda de los escritores está en si la participación, que exige cierta incómoda complicidad, afectará a su imagen pública y hasta dónde. Nadie quiere caer en las garras de X.
Nada de esto sucede con los premios que se otorgan a libros ya publicados, como los nacionales, provinciales, municipales o los de unas pocas organizaciones privadas que mantienen su prestigio en base a la indiscutible jerarquía e independencia del jurado. Son premios que a veces otorgan una remuneración vitalicia, que es una de las mejores cosas que puede recibir un escritor. Otros, como el Goncourt en Francia (que otorga al ganador un euro), han logrado tanto prestigio y capacidad de prescripción, que se venden cientos de miles de ejemplares del libro elegido, por lo que la recompensa económica vendrá como derechos de autor.
Aunque en Francia hubo muchas denuncias sobre cómo las tres grandes editoriales (muy literarias y respetadas) manipulan los premios, el escándalo mediático no afectó a su prestigio, ni al efecto sobre la venta.
Volviendo a los premios que generan dudas, sería injusto sospechar de la complicidad de los jurados, porque ellos mismos, si es que no lo hacen los organizadores, siempre aclaran que eligen al ganador entre un reducido número de obras preseleccionadas por la editorial. Es absurdo pensar que un jurado leerá mil manuscritos, por lo que, en este proceso de preselección, está la posibilidad de manipular la decisión final. Los jurados se hacen las mismas preguntas que el escritor.

El premio Espasa de poesía de 2020 es un buen ejemplo de lo que quiero decir. Un miembro del jurado, el poeta Alberto de Cuenca, dijo al diario El País (20.9.2020) que la editorial les había entregado “cinco manuscritos flojitos”, entre los cuales “solo uno era mejor”. Quizás esta no era la editorial más indicada para convocar un premio de poesía, pero los premios son una de las pocas vías de lograr mayor difusión que tiene un poeta. El premio Loewe, que ya tiene 37 años, siempre ofrece buenas sorpresas, y no hay un negocio editorial detrás.
Los que ofrecen una recompensa económica importante son los que ponen al escritor a pensar. Tengamos en cuenta que un escritor es una rara especie que trabaja durante años sin cobrar, por lo que un premio de estos le puede cambiar de manera importante su futuro económico, y eso a los lectores no les parece mal. El mayor premio del mundo hispano está dotado con un millón de euros. Si el autor trabajó cinco años en la novela, el premio (sobre el que tendrá que pagar la mitad en impuestos) no llega al cincuenta por ciento de lo que gana un diputado.
“Los premios -dice el editor literario Constantino Bértolo-, se mantienen gracias a la complicidad de los medios de comunicación… y la sociedad responde positivamente al amaño. Jamás he visto que se llame corruptos a los ganadores, ni a los jurados, ni a la editorial”.
La sociedad tiene sobre los premios una mirada magnánima, porque tiene claro que es un acto promocional, que parece ser imprescindible para el sector editorial. A veces, los premios cuantiosos se utilizan para quitarle un autor exitoso a la competencia, o la nacionalidad del ganador ayuda a abrir o reforzar un mercado exterior.

El editor de Nórdica, de quien no se puede tener sospechas mercantiles, fue claro: “cuando hay un buen Planeta nos alegramos, porque a todos nos beneficia: cuánto más libros venda el librero, más [nos] podrá comprar”. A lo que agregó Lola Larumbe, de la Rafael Alberti de Madrid, una librería mucho más literaria que comercial: “para la librería es un alimento esencial, necesitamos superventas”. (Peio Riaño, El País, 20.9.2020)
Los lectores cultos (llamados “literarios”) no esperan que ningún premio les descubra a un autor de calidad, pero no dudarán en leerlo si saben que el libro es bueno. Una novela de autora o autor muy mediático (suelen ser los preferidos), si no es buena, se puede mejorar antes de publicar, pero no dejará de ser regular. En cambio una novela de gran calidad, de un autor poco conocido, aunque gane un premio será difícil que logre una venta importante.
Los lectores exigentes son cada vez menos, y sus referencias les llegan de otras maneras. Pero la gran cantidad de gente que compra unos pocos best sellers al año es muy sensible a los impactos mediáticos, su principal fuente de información. El círculo pareciera cerrar bien, y por eso los premios continúan. A las editoriales grandes, al contrario que a los escritores, no les preocupa el qué dirán. Saben, por experiencia, que cuanto más se hable de un libro más se venderá, con independencia de que se hable bien o mal, y si se desata algún escándalo, todavía se venderá más.
José Manuel Lara Bosch, cuando era presidente de Planeta hizo esta reflexión:
“El premio nunca ha pretendido descubrir autores, ni promocionar autores; un premio puede acelerar el proceso del autor, acelerar el tiempo para que un autor consiga a sus lectores, como cualquier campaña de promoción. Un autor de verdad sale adelante con premio o sin premio, y un autor que no es escritor, después del premio también desaparecerá” (en Conversaciones con editores, editorial Siruela).

Nadie se alarmó, cuarenta años atrás, cuando su padre, el fundador de Planeta, en una entrevista en Televisión Española en la que el conductor le preguntó “señor Lara, se dice que usted decide personalmente a quién se le otorga el premio”, con la frescura y picardía que lo caracterizaba, respondió “¿y pretende usted que no sea yo quien decida a quién le voy a dar cincuenta millones de pesetas?».
No se desprecia ni se impugna a quienes reciben un premio Nobel, el galardón de mayor prestigio universal, porque todos preferimos no recordar el origen del dinero que reparte. Si ningún escritor dudará ante la posibilidad de recibir el Nobel, entonces ¿por qué dudar de otros premios, que entregan un dinero de origen mucho menos cuestionable? Por suerte, el Nobel a veces nos da sorpresas, como Wilslawa Szymborska.
Hace muchos años estuve implicado en una impugnación, cuando Ricardo Piglia presentó una novela al premio Planeta de Argentina, cuyas bases decían que se premiaría a “la mejor novela presentada”. Piglia lo ganó, con un jurado del que es difícil sospechar complicidad: Tomás Eloy Martínez, Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti y María Esther de Miguel. Sin embargo, un escritor montó un escándalo (atacar a Piglia era escandaloso), diciendo que premiar a un escritor consagrado quitaba posibilidades a quienes comienzan. No había leído bien la convocatoria, y tampoco la leyó el juez que le dio la razón tratando la cuestión como si Piglia se hubiera presentado a un premio “para descubrir nuevos valores”.
Héctor Tizón, que además de un gran escritor era presidente del Tribunal Supremo de su provincia, dijo que “los jueces no se interesan por la literatura o la propiedad intelectual, porque son actividades en las que no hay dinero”. Piglia, la única vez que respondió a una entrevista sobre el premio, fue muy claro: se había presentado “porque el techo de su casa se llovía, y no tenía dinero para repararlo”. La novela premiada, treinta años después, se sigue defendiendo sola: se llama Plata Quemada.

Si sabemos y tenemos claro todas estas cosas, y conocemos la absurda realidad económica del trabajo de escribir, ningún escritor debería dudar en presentarse a los premios que quiera. Sería de iluso proponer que los escritores inéditos se presenten a los grandes premios, pero atención, según la web escritores.org, en España y Latinoamérica hay 3.000 premios literarios cada año.
Cristina Fallarás, una escritora y periodista conocida por no hacer concesiones, escribió en su blog un “Elogio de la trampa”:
“Si necesita que le lean, déjese de gaitas. Presentarse a un premio literario, aunque esté vendido, tiene una ventaja innegable para usted que quiere publicar: le van a leer y van a escribir un informe sobre su libro. Si usted es bueno, lo sabrán.
Los informes literarios sobre los libros no suelen ser dulces con los autores, pero si un libro es bueno, realmente bueno, acostumbran a detectarlo”.