«Recuerdos del futuro», de Rodrigo Ledesma

Una pareja decide realizar una limpieza profunda de su casa, y encontrarán en una caja una serie de recuerdos que se anuncian proféticos.

Un cuento de Rodrigo Ledesma Goñi

Me acuerdo de una noche de trenzas y peldaños, y óxido, y collares,
me acuerdo, como ayer, de lo futuro.

Twilight, Francisco Bendezú

Estuvimos ordenando papeles y cambiando de lugar los muebles. También barrimos la sala y las habitaciones. La tarde del domingo se nos había hecho demasiado larga e improductiva. Por ello, decidimos hacer la limpieza y algo sorprendente: conversar.

—Es triste quitarle el polvo a las cosas y a los recuerdos —le dije.

Lorena seguía de espaldas a mí. Mientras con una mano retiraba los objetos que ya había limpiado, con la otra agitaba el trapo húmedo y castigaba a la suciedad. Su cabello, recogido en una cola de caballo, caía recto hasta su cintura y se torcía al final, formando un bucle brillante, por el cual solía jugar a meter los dedos.

—Sería mucho más triste dejar esto sucio y regalárselo a las ratas y a las cucarachas —respondió.

Asentí y sacudí el trapo como un látigo.

Continuamos con la limpieza en el cuarto de estudio, ordenando con paciencia lo que habíamos mantenido en el abandono durante años. El polvo, acumulado en todas partes, me hacía estornudar, pero persistí en mi tarea de rescatar lo que pudiera ser útil.

De repente, algo en la parte de arriba de los anaqueles atrajo mi atención.

—Hay una caja grande por allí —dije—. ¿La alcanzas a ver?

—Sí —dijo Lorena—. Pero no recuerdo haberla visto antes —puso ambas manos en su cintura y se empinó para tratar de ver mejor—. ¿Puedes bajarla?

—Iré por la escalera.

Me aseguré de que la escalera estuviera firme y empecé a trepar. Llegué sin problemas hasta la caja y le pasé el trapo para librarla del polvo y de los hongos que la deterioraban. Finalmente, la bajé con cuidado. No sospeché la sorpresa que su contenido nos tenía deparada.

—¡Hazlo despacio, me estás soltando el polvo en la cara!

—Discúlpame.

Lorena se puso de cuclillas y abrió la caja con cuidado.

—Esto debe ser una broma —dijo sosteniendo una ropa de bebé—. Que yo sepa, nunca tuvimos hijos. ¿Cómo llegó esto aquí?

—No tengo la menor idea.

Yo presenciaba la inspección de cerca, rascándome la cabeza, confundido por cada objeto que salía de aquella caja misteriosa.

Vi espantado cómo Lorena sacó de pronto un revólver. No creímos que fuera real, pero su peso disipó nuestras dudas. Lorena miró dentro del cañón, giró el tambor y se apuntó a la cabeza. Advertí destellos de locura en su mirada.

Por último, la vi sacar un bolso de mano color negro, del cual extrajo un grupo de fotografías.

—Somos nosotros —dijo Lorena—. Mira bien —pasaba una a una las fotografías sin dar crédito a lo que veía—. Tengo el pelo corto y estoy gorda. Y tengo cara de estar contenta. Espera… ¿me parece o también estoy vieja?

Yo estaba sorprendido, no tanto por lo gorda y envejecida que se veía Lorena, lo cual era un hecho sorprendente que aún no había ocurrido, sino por haber descubierto una caja polvorienta y de origen desconocido en la parte más alta del anaquel del cuarto de estudio. En su interior, un grupo de fotografías que yo no recordaba haber tomado, y cuya existencia Lorena y yo ignorábamos por completo, nos mostraba escenas que, años atrás, solo habíamos imaginado.

—En esta estamos viajando en un crucero, y en esta otra, al parecer, estamos haciendo turismo en Europa —Lorena hablaba como para sí misma—. Nos vemos felices, muy enamorados.

Mientras contemplaba las imágenes descritas, la sensación de vacío en mi estómago se intensificó. Podía reconocer cada lugar y situación, a pesar de que Lorena y yo nunca los habíamos visitado ni experimentado. Eran lugares, emociones y momentos que siempre anhelamos explorar, experimentar y disfrutar, pero que, lamentablemente, nunca llegamos a alcanzar. Llegar a esa conclusión me produjo una especie de nostalgia sobre el futuro, si es que eso es posible y puede ser comprendido por alguien en este mundo.

—Aquí estoy yo —dije—. Estoy calvo y uso lentes.

—Te ves gracioso. Ahora que lo pienso, alguna vez imaginé que acabarías así: casi ciego y menos atractivo.

—Pensé que con los años mi atractivo aumentaría —dije intentando sonar gracioso—. También tu amor por mí —eso último, en realidad, no se lo dije, solo lo pensé.

Con una maniobra tan ágil como una rúbrica, Lorena guardó las fotografías y devolvió el bolso de mano a la caja.

—Mejor guárdala —dijo, mirándome fijamente—. Ver esas imágenes me ha dado escalofríos. Me pareció reconocer en ellas fragmentos de mis sueños pasados. Y ese revólver, yo alguna vez pensé en…

No la contradije ni sugerí cambiar la ubicación de la caja. Tampoco intenté hacerme un rato más con las fotografías para examinarlas con mayor detenimiento.

Luego fuimos al comedor y cenamos viendo la televisión. Nos situamos así cada uno en realidades diferentes, y anulamos la posibilidad de entablar una nueva conversación. Una vez concluido el programa, nos fuimos a dormir; yo, como de costumbre, sin tener sueño.

Al día siguiente, por la mañana, el ruido que hizo Lorena al empacar sus cosas me despertó de manera abrupta.

—La casa quedó limpia —dijo Lorena mientras se peinaba y veía de soslayo su maleta lista al pie de la cama—. No hay nada más que ordenar o cambiar de lugar. Al menos no para mí.

Nos quedamos viendo el uno al otro como si fuéramos dos enemigos a punto de iniciar un duelo. Fui yo quien apartó la vista primero y decidió optar por el silencio y sus beneficios. No sé cuánto, pero permanecí un largo rato anudado entre la sábana y el cobertor, echado en una cama que ya empezaba a sentirse solitaria como un ataúd. Al dolor, que era intenso en ese instante, lo mantuve quieto, no lo dejé salir de mi garganta ni de mis ojos. Mucho menos lo dejé cruzar esa delgada línea que suele separar una ruptura sentimental de una tragedia.

Al ver que Lorena se apresuraba a traspasar el umbral de la puerta con la decisión irremediable de abandonarme, me incorporé de un salto y reuní el valor necesario para hacerle solo una pregunta, quizás la única que podía hacerle en ese momento crucial.

— Solo dime una cosa antes de que te vayas —le dije—. ¿Quién se quedará con nuestras fotografías?

—Déjalas   donde  están;  así   como   aparecieron,   puede  que   también desaparezcan.

Y así lo hice.

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